Lutero, aquel audaz y sacrilego falsificador de la verdad revelada, enseñaba que las almas del Purgatorio ignoraban si eran o no del número de los predestinados. Esto que el heresiarca alemán enseñó por pura malicia, lo dijeron también algunos católicos, preocupados tal vez por lo inefable de las penas del Purgatorio; creyendo que la máxima de aquellas penas era el no saber las pobres almas si su ulterior y definitivo destino sería el cielo o el infierno. Lo mismo parece sentir Dionisio el Cartujano. Cuenta este renombrado autor que un cierto Religioso, inglés de nación, fue arrebatado en espíritu, habiendo visto en el Purgatorio el alma de un doctor famoso, atormentada sobre toda ponderación le preguntó si esperaba alcanzar misericordia, y le contestó el alma: "¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, lo que sé es que antes del juicio no he de obtener perdón; pero aun entonces estoy incierta de si se me hará gracia o no", ("Vae!, vae!, vae!, scio quod ante diem iudicii veniam non obtinebo; an auten tunc incertum habeo").
No obstante lo dicho, la común sentencia de los teólogos es que las almas del Purgatorio están ciertas de su salvación. Mas para que se entienda cuál sea esta certidumbre, dice Belarmino que hay tres grados de certeza:
- 1.° La que excluye toda esperanza y temor, cual es la de los bienaventurados que están ya en posesión de la gloria eterna.
- 2.° El segundo grado de certeza es la que arroja de sí todo temor, pero no toda esperanza; tal sucede con las almas del Purgatorio, que no tienen temor alguno de perder la bienaventuranza, empero como ésta es futura y no presente, se mantiene en ellas la esperanza de un modo arduo y trabajoso, por haber de nutrirse en medio de los tormentos.
Por fortuna esta esperanza es necesaria y no contingente, supuesto que no pueden caer del estado en que se hallan, por lo cual libres de todo temor infaliblemente han de gozar de Dios.
- 3.° El tercer grado es aquel que ni excluye el temor ni la esperanza, y puede llamarse grado de certeza conjetural, cual es la nuestra, ya que para nosotros la bienaventuranza está por venir, es ardua de alcanzar, y a la vez contingente y no necesaria; ni tampoco, gracias a Dios, imposible. Por eso la esperamos y vivimos con temor de perderla, nos hallamos todavía en el estadio, en el certamen, en lo disputado y reñido de la batalla, en medio de un campo empedrado de tropiezos y peligros.
Si las almas del Purgatorio no tuviesen seguridad de subir un día a ocupar las sillas que dejaron vacantes en el cielo los ángeles rebeldes, sería por una de estas cuatro causas:
- 1a. Por hallarse aún en estado de merecer o desmerecer.
- 2a. Por no haber sido juzgadas.
- 3a. Por ignorar la sentencia que les ha caido.
- 4a. Porque la magnitud de los dolores las tiene tan absortas, que revuelto y oscurecido el juicio no están en estado de pensar y ver lo que por ellas pasa.
Empero ninguna de estas causas es cierta. No la primera, porque como conocen perfectamente todo cuanto sufren, es porque así lo exige la divina justicia para que satisfagan en algún modo por el reato de sus culpas, y se purifiquen y acrisolen de las feísimas manchas que contrajeron en el mundo; pero sin que en todo ello haya mérito ni demérito alguno de su parte. Pagan simplemente - por decirlo así, aunque de un modo impropio - una deuda, que es la condición indispensable "sine qua non", para entrar en la gloria.
Tampoco es cierta la segunda causa arriba alegada, porque en el instante en que el alma abandona el cuerpo, allí mismo es irremisiblemente juzgada, como lo enseñan los Doctores.
En cuanto a la tercera causa relativa a que las almas desconocen la sentencia del Juez, diremos que es falsa e impertinente. Es falsa, porque el juicio particular se ha establecido precisamente para que sepa cada cual su sentencia, pues por parte de Dios no es necesario, porque todo lo sabe; y por parte de los demás hombres ya se hará a su tiempo el juicio universal, donde como se dice en la Secuencia de la Misa de difuntos:
"Quidquid latet, apparebit,
Nihil inultum remanebit" (dies irae).
Es decir, que cuantas cosas hay ocultas, se harán allí patentes, sin que nada quede impune.
Es, además, impertinente; pues aún suponiendo que las almas no tuvieran conocimiento de la sentencia del Juez, fácilmente podrían adivinarla por sus efectos, porque sin demora alguna, al instante de pronunciarse el inapelable fallo, se ven en el cielo o bien en el infierno, en el Purgatorio o en el limbo.
Podrá decirnos alguno: ¿Y no dudarán las benditas almas de si están en el Purgatorio o en el infierno? No, de ninguna manera: en el infierno se blasfema de Dios, y en el Purgatorio se le alaba; los del infierno no tienen fe, ni esperanza, ni caridad; los del Purgatorio sí; luego el alma que cree, espera, ama y alaba a Dios, evidentemente conoce que no está en el infierno.
En orden a la cuarta causa de que las almas no conozcan tal vez su estado porque la gravedad de las penas las tenga como enajenadas fuera de sí, ésta es una proposición lisa y llanamente luterana.
Si el alma del Epulón en el infierno no tenía impedimento alguno para conocer su actual estado, ¡cuánto menos lo tendrán las almas del Purgatorio! Si en este mundo es impedimento para muchos el poder formar recto y cabal juicio de las cosas por la agudeza o intensidad de los dolores, esto proviene de la lesión de los órganos corporales, mas en el Purgatorio padecen sólo los espíritus puros e incorruptibles, y no les puede impedir dolor alguno el conocimiento de su estado.
Las santas almas no pueden menos de ver también, que cada día o muy a menudo aquellas de sus compañeras que se hallan enteramente purificadas, salen del Purgatorio y suben a ocupar el trono que les está aparejado en el cielo; y esto basta para que las que quedan sepan dónde están.
El cardenal Cayetano dice que toda alma separada del cuerpo, se ve a sí misma y a todas las especies o hábitos existentes en ella; de lo que se sigue que viendo la calidad de que está adornada, sabe que se halla en estado de gracia, y de consiguiente está cierta de su salud eterna. Confirma el mismo autor esta doctrina con el siguiente argumento: "Toda alma separada, tiene la fe y el conocimiento que tuvo viviendo en el cuerpo, de que las que están en el Purgatorio pertenecen al número de los escogidos; es así que aquellas almas saben que padecen en el Purgatorio, luego tienen evidencia de su salvación".
San Buenaventura pregunta si es mayor la certidumbre que las almas del Purgatorio tienen de ir al cielo que la que tenemos los viadores, y sin vacilar contesta que sí. Y da la razón, porque los de este mundo, sin especial revelación no podemos asegurarnos de ello, y en las dudas u opiniones que formamos estamos expuestos a errar, mientras que las almas no pueden errar en este punto, y por lo mismo no dudan.
El P. Alfonso de Castro, célebre teólogo de nuestra Regular Observancia, de la provincia de Santiago, después de demostrar que las almas del Purgatorio poseen la caridad, cualidad que en ellas es inamisible, continúa en estos términos: "Si el alma que se purifica tiene la caridad y no la puede perder, como dejamos probado, luego está segura de su salvación. La caridad - prosigue diciendo -, es como una cierta prenda o arra por la cual el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu, y nos asegura que somos hijos de Dios. Si somos hijos, luego también somos herederos; herederos verdaderamente de Dios, y coherederos de Jesucristo. De todo lo cual aparece manifiesto, que toda alma que se purifica, sabiendo como indudablemente sabe que está en caridad, vive cierta y segura de su eterna salud".
Muchos más autores sustentan la tesis que venimos dilucidando, pero atendiendo de una parte a que no se precisan más autoridades para dejar evidenciado que las almas del Purgatorio tienen certidumbre de su salvación, y temiendo de otra hacer demasiado difuso este capítulo afectando o pareciendo afectar una erudición pedantesca, terminaremos haciendo votos por las almas, y ofreciéndolas de nuevo todas nuestras satisfacciones de citra (citra: palabra del latín que significa "del lado de acá") y de ultratumba, las cuales plegué al cielo que sean muchas y en grado sumo valiosas; mientras que con el máximo fervor y total abnegación de nuestra alma, las decimos: "Requiescant in pace" ("Descansen en paz"). Amen.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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