Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

21.2.21

Ingratitud de los herederos



La caridad, la gratitud, el interés de cada uno y otros varios y muy urgentes motivos, solicitan nuestra voluntad y afecto para que imploremos de la divina misericordia la libertad de las almas del Purgatorio. Pero prescindiendo ahora de estos elementos, hay otros que nos estrechan con más fuerza y nos obligan en ley de justicia a mostrarnos prácticamente, y con hechos positivos, solícitos por el bien de aquellas almas. Tal es, entre otros, el motivo o título de heredero.

Enseña el Derecho canónico ser obligación de los Obispos el averiguar en las visitas pastorales si se cumplen los aniversarios, fundaciones y testamentos en todo aquello que se refiere a la parte piadosa; por lo mismo sabiamente encomendó el santo Concilio de Trento a los Diocesanos el cuidado de hacer cumplir en tiempo oportuno, aun por medio de conminaciones y censuras, las últimas voluntades de los testadores en todo lo relativo al bien de sus almas, como Misas, oraciones, limosnas, mandatos piadosos y otras semejantes.




Es cosa detestable a los ojos de Dios y los de su Iglesia el omitir aquello que el difunto dejó ordenado en su testamento, y aun el dilatar maliciosamente su cumplimiento es pecado pésimo, por lo cual lo abominan en muchas partes los sagrados Cánones. El Concilio Cartaginense IV da el título de homicidas de los pobres a los que no cumplen o retardan sin justa causa el satisfacer a la Iglesia las oblaciones que le son debidas por los difuntos, y fulmina contra ellos la pena de excomunión. Sí, homicidas son y verdugos de los pobres, en que se comprenden así los menesterosos que en este mundo padecen grave necesidad, como las almas del Purgatorio que se hallan en extrema penuria, y por omisión de los mismos se les prolongan los suplicios más inauditos.

Por su parte el Concilio Vasense IV manda que los que retienen las oblaciones de los difuntos o demoran el entregarlas a las iglesias, sean expelidos de ellas como infieles. Y aunque esta sentencia es de suyo espantosa, pero es también muy justa por la gravedad que en sí tiene el ser causa de los tormentos que sufren las almas, y de que se les difiera el salir de ellos para volar al cielo.

Pero estrechemos más la cuestión. Hemos dicho antes que entre otros de los que están obligados de justicia al cumplimiento de las últimas voluntades de los difuntos se cuentan los herederos, ora sean éstos hijos de los finados, ora otros parientes o extraños que les sucedan en la herencia con la obligación de disponer se celebren Misas, y satisfagan los legados píos de limosnas o fundaciones de memorias perpetuas o temporales. Y en estas y otras cosas semejantes es cierto que pecará gravemente el heredero en dejar de ejecutarlo, y aun en dilatarlo por más tiempo del que estrictamente pide la posibilidad o comodidad de efectuarlo, por cuanto el día en que acepta uno la herencia se carga con las obligaciones que trae consigo el oficio, y ninguna obligación hay que requiera mayor prontitud como la que se ordena al bien del alma del testador.

¿Quién no ve, en efecto, cuánta impiedad hay en no poner presto en ejecución todo aquello que puede interesar al alma del difunto? ¿Cuánta injusticia y latrocinio calificado con circunstancia o especie de sacrilegio arguye en el cumplidor moroso? Porque los bienes deputados para esto son como sagrados, y el que los usurpa o detenta injustamente, arrebata lo que pertenece a los ministros de Jesucristo, de los cuales dice el Apóstol: "Los que sirven al altar, viven del altar". Damnifica a los pobres, que son porción escogida de la Iglesia, y sobre todo a los difuntos, cuya redención está librada en las riquezas o bienes que dejaron en este mundo, como lo afirma el Sabio, diciendo: "Redemptio animae viri, divitia sum" ("El rescate de la vida del hombre, son sus riquezas").

Las limosnas, fundaciones piadosas y demás, son las aguas que han de apagar aquellas llamas en que se abrasan las cuitadas almas, y más que todo, la sangre del Cordero que en el Sacrificio del altar se vierte cual benéfico aluvión sobre aquellos devoradores incendios del Purgatorio.

Temor grande y escrúpulos punzantes debiera poner a todos los que heredan bienes el no ser muy diligentes y exactos en exonerar su conciencia, pagando, si pueden, las deudas, restituyendo lo mal habido o aquello que de justicia quedó a deber el difunto, y haciendo los sufragios por su alma.

Por ser el dinero tan viscoso que se pega fácilmente a las manos del que lo maneja, algunos enfermos que al santo temor de Dios unen la verdadera prudencia, la prudencia que aconseja el Evangelio, no quieren poner a prueba la salvación de otros fiándoles el encargo, siempre peligroso, de satisfacer sus deudas; lo que hacen, y por cierto con singular y laudable acierto es que ellos mismos llaman a sus acreedores, incluso el último de sus dependientes, y les entregan de contado por su mano todo lo que les adeudan.

Esto es obrar no en manera alguna con suspicacia y egoísmo, sino como hombres prudentes y conocedores de lo que en el mundo pasa y de los pleitos, contingencias y disgustos a que suelen quedar expuestos los que les sobreviven si así no lo ejecutan. Nadie, pues, debe extrañarse de que algunos hombres previsores y sensatos lo hagan del modo que queda dicho tanto más, cuanto que vemos con repetida experiencia que muchos de los que heredan bienes en nada piensan menos que en agradecérselo al difunto, en términos que si por ventura no llegan hasta el punto de negar las legítimas deudas y trampear a los acreedores, danse por lo menos la peor traza que pueden para llenar su deber.

No podemos pensar en la fiera crueldad que algunos hijos y otros herederos muestran con sus padres o bienhechores difuntos, sin que se nos venga a la mente la siguiente parábola que traen algunos autores: "Había" - dicen -, "en cierta ciudad un caballero el cual amaba ciegamente a un hijo único que tenía. Desde luego procuró darle una carrera brillante, sacrificándose para que pudiera mantenerse en una atmósfera o rango muy superior a su fortuna y clase social. Concluyó sus estudios aquel mimado hijo, y empeñado el padre en sublimarlo más y más, le obtuvo un destino o colocación no menos importante que provechosa. Mas para poder conseguir aquella gracia se vio precisado a vender todos sus bienes, y no siendo éstos suficientes, no dudó en contraer algunas deudas. Vencido el plazo estipulado, se le presentaron los acreedores exigiendo el pago de aquel préstamo, y no siéndole posible satisfacerlo, fue llevado a la cárcel como insolvente. Viéndose en aquella tan lastimosa situación, mandó un mensaje a su hijo, el cual gozaba ya de una posición desahogada, y la contestación que dio al mensajero fue la siguiente: '¿Y yo, qué tengo que ver con los tejemanejes de mi padre? Mirara mejor lo que hacía comprometiendo tan neciamente su hacienda, su porvenir y su honra. Allá se las componga él en la cárcel, que yo bien me estoy con mi destino'".

Este relato, que en la forma parece una mera ficción, pluguiera a Dios que no sucediera más de una vez en el mundo con hijos que, gozando de los bienes de sus padres, permiten que las almas de éstos estén en la cárcel del Purgatorio, negándose a pagar con sacrificios, limosnas y oraciones, la deuda que los autores de sus días tienen contraída con la divina Justicia.

Sirva esto de enseñanza para no poner una ciega confianza en los que quedan acá en el mundo, y esta lección les anime a practicar en vida aquello que desean les sea hecho después de la muerte, por ser esto lo más seguro y provechoso. Dadas ciertas y determinadas circunstancias, se puede arriesgar todo en el mundo: la honra, la fama, la hacienda, la vida, todo, menos los intereses del alma. "Porque, ¿qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? ¿O qué cambio dará el hombre por su alma?".

De tal suerte abomina Dios la ingratitud, que para que los hijos de Israel no cayeran en un vicio tan aborrecible mandó que en agradecimiento por haberles librado de la cautividad de Egipto, y por memoria y recuerdo de esta merced, le ofreciesen los primogénitos a los cuarenta días de su nacimiento, y los rescatasen mediante cierta ofrenda.

Arbitrio y traza fue ésta de que se valió el Señor para mostrarnos lo mucho que aborrece la ingratitud y la mala correspondencia, enseñándonos con ello que los grandes favores se han de pagar con grandes sacrificios y acciones de gracias.

Pero, ¡cuan mal aprendieron los hombres esta divina lección! De los diez leprosos que curó el Salvador, sólo uno regresó a darle las gracias, los otros nueve se fueron directamente a sus casas con tan grosera indiferencia como si aquel beneficio nada significara para ellos. Emblema parece ser este suceso evangélico de lo que pasa en el mundo: de diez personas que reciban curaciones ú otras especiales gracias del Señor, apenas una se aprovechará de ellas mostrándose verdaderamente agradecida.

Desagrada tanto a la Divina Majestad esta ingratitud nuestra, que en el caso antes referido dio muestras de particular sentimiento; así que extrañando lo ocurrido, preguntó: "¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve, dónde están?". Su castigo llevarían estos nueve, no es de dudar. Al contrario del que fue agradecido, a éste, que se hallaba postrado a los pies del Redentor demostrándole su vivo reconocimiento con tiernas y amorosas expresiones, le dijo Su Majestad: "Levántate, vete, que tu fe te ha salvado". De estas palabras se desprende que, además de la salud del cuerpo, recibió también la del alma.

Varios Doctores han notado que el Evangelio nada dice de la mala disposición de Judas al tiempo de comulgar en la noche de la Cena; mas cuando recibió la sopa que con tan especial agrado y amor le alargó el Señor, dice San Juan (XIII, 27) que después del bocado, entró en él Satanás. "Et post buccelam, introivit in eum Satanas". Dicen, pues, los Doctores, que el comulgar fué beneficio común a todos los Apóstoles, pero el recibir el bocado fue particular y exclusivo de Judas, en lo cual se manifestó por modo maravilloso, capaz de dar envidia a ser posible hasta a los mismos Serafines, la benignidad y ternura de Jesús para con él. Pues bien: al ver el Salvador la descortesía e ingratitud del rebelde y obstinado discípulo en no rendirse en el acto de recibir aquel cariño, aquella prueba inusitada de amor, al advertir que lejos de eso le volvía las espaldas y se salía del Cenáculo, como lo dice San Juan con estas palabras: "Y cuando él hubo tomado el bocado se salió fuera" ("Cum ergo accepisset ille buccellam, exivit continuo"), viéndolo del todo perdido, permitió que el demonio entrase en él, lo cual no hizo cuando comulgó sacrilegamente, dando a entender, a nuestro modo de apreciar el pasaje, que Judas cometió mayor pecado con su ingratitud que comulgando en pecado mortal.

Esta dureza y olvido de los corazones humanos es la que tanto atormenta a las almas del Purgatorio, para las cuales la ingratitud de los herederos y personas allegadas es como una multitud de enemigos que se alzan contra ellas y las hace exclamar: "Señor, ¿por qué se han multiplicado los que me atribulan? Muchos se levantan contra mí".

No permitáis, dulce y benignísimo Señor mío, que jamás sea yo ingrato para con Vos. Dadme el corazón y el espíritu de David, para que dignamente pueda cantar: "Bendice, alma mía, al Señor, y todas las cosas que hay dentro de mí bendigan su santo Nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no te olvides de todos sus beneficios. Bendecid al Señor todas sus obras; en todo lugar de su señorío, bendice, alma mía, al Señor. Bendícele, y no ceses de bendecirle con los Angeles y los Santos, que extáticos en su presencia y embelesados de amor eternamente le bendicen. Bendito sois, Dios de nuestros padres, digno de honor y de gloria y de ser ensalzado en los siglos de los siglos".

Seámosle agradecidos, que bien poco, casi nada, hacemos con todos nuestros servicios. Dios, el Creador, lo es todo, la criatura es poco más que nada.

"Dios" - dice el P. Fr. Isidro de León -, "está en todo lugar como es en sí, sin necesidad de ir a parte alguna ni moverse de una en otra; ni esto es posible en El, porque si se moviera ya no fuera inmenso, porque faltara de estar aquí si se mudara allí y no fuera Dios, porque su Ser no es capaz de imperfección alguna, límite o término, ni ha menester lugar para habitar, porque mora en sí mismo eternamente. Tampoco está sentado, o en pie, ni come, ni bebe, ni duerme, ni descansa, ni se fatiga; no es colérico, ni flemático, ni tiene patria, ni es natural del cielo, ni de la tierra, ni de otra parte alguna, porque El es natural de sí mismo, y en sí mismo tiene todo su Ser, naturaleza, perfección y patria, sin tiempo, ni principio de duración, no estando sujeto a tiempo ni a principio, por ser eterno".

Huyamos de la ingratitud.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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