Leemos en el "Specuhim exemplorum":
"Murió un monje, el cual había deseado con grandes ansias que su abad le hubiese absuelto en su última hora y aplicado alguna indulgencia; pero aquel prelado no se hallaba allí cuando el pobre monje murió.
Vino poco después el abad antes de enterrar el cuerpo del difunto, y le dijeron con cuánta ansia había deseado el monje que le hubiese absuelto antes de espirar. El buen abad condolido del suceso, se puso en oración delante de un altar, antes de dar sepultura al cadáver, y allí se le apareció el difunto y pidió la absolución. Se la dio, y el muerto le dijo que le diese alguna penitencia. El abad le respondió, que la penitencia única que le imponía era que, a ser del agrado de Dios, estuviese en el Purgatorio solamente hasta que diesen tierra a su cuerpo, pues estaban ya para comenzar el Oficio de su entierro.
Oyó el difunto la penitencia que se le imponía, la cual era tan breve; pero como era de Purgatorio, dio un grito tan terrible que se oyó en todos los contornos de la abadía, diciendo: 'Crudelis iudex; crudelisque sententia! O sine misericordia praecespisti me tantum morari in Purgatorio!' ('¡Juez cruel y cruel sentencia! ¡Oh qué sin misericordia, me mandaste morar por tanto tiempo en el Purgatorio!'".
Una hora y acaso menos, de permanencia en el Purgatorio, le pareció a aquella alma mucho tiempo. ¿En qué pensamos los que vivimos sin temor de los tormentos de ultratumba? ¿Cómo no abrazamos el partido de la virtud, siguiendo a Jesucristo por la calle de la Amargura, hasta morir en la cruz que a su Divina Majestad más le plazca enviarnos? ¡Ah!, bien puede cada cual de nosotros exclamar con Lope de Vega: "¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En que me encanto? Loco debo de ser, pues no soy santo".
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