Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

14.1.21

Sobre la pena de daño (continuación)



Como hemos visto en el capítulo anterior, los teólogos dividen los tormentos que padecen las almas del Purgatorio, en pena de daño y pena de sentido. La primera dijimos que consiste en la privación de ver a Dios, y la segunda en otros dolores que provienen de causas diferentes a la del carecer de la visión beatífica.

Enseñan los Doctores, que cuantas veces pecamos cometemos dos traiciones contra Dios, con la circunstancia agravante de alevosía; y así en todo pecado mortal se hallan juntas estas dos feísimas acciones. La primera, porque por el pecado, cuando es grave, nos apartamos del Sumo Bien, que es Dios; y así viendo Su Majestad el desprecio que le hacemos alejándonos de El, nos condena por esto a la pena de daño es decir, a que no le veamos. La segunda traición que comete el hombre pecando, es convertirse desordenadamente a las criaturas, por cuya torpe deslealtad le da Dios la pena de sentido y tormento del fuego, temporal en el Purgatorio, y perpetuo en el infierno. Y esta es la razón porque a un solo pecado le señala Dios dos penas.




El rigor de la pena de daño, nace del deseo incomprensible que en viéndose el alma libre de las ataduras del cuerpo tiene de ver a Dios, y de la tristeza que la aflige de verse alejada de la gloria por sus culpas. Mientras vivimos en esta carne mortal está nuestra alma como encerrada en un profundo calabozo, cercada de tinieblas que oscurecen la razón, y tiranizada por los sentidos que pugnan con fiera insistencia porque entienda y obre según su errónea y material percepción, de lo cual procede el hacer el hombre tan imperfecto juicio de las cosas espirituales.

¿Y cómo no? La voluntad, como potencia ciega, se deja gobernar por lo que el entendimiento le propone, y como éste se halla ofuscado, no atina con la verdadera dirección, ni deja al alma tender su vuelo a las regiones de lo alto, donde está su descanso y su último fin. Pero quitado este estorbo, desprendida el alma de los grilletes del cuerpo, siente que la baña una luz esplendorosa que la hace conocer lo que es y lo que vale, encendiéndose repentinamente en ella vehementísimas y devoradoras ansias de ver a Dios.

¡Oh, sí! No hay piedra que con tanta rapidez descienda de la región del aire a su centro, ni rayo de luz cuyas moléculas atraviesan una distancia de 56.000 leguas o más por cada segundo de tiempo, según los testimonios del P. Secchi, "Le Stelle", p. 334; ni rayo que arrancando de las nubes hiende la atmósfera casi con la ligereza del pensamiento; nada hay que se precipite con tanta agilidad hacia donde le lleva su inclinación, como el alma separada del cuerpo. Todas las violencias que pueden experimentar los cuerpos celestes y sublunares cohibidos y alejados de su centro o lugar que según su naturaleza les señaló el Criador, no tienen comparación con los vivísimos deseos que tienen las almas justas, después de sacudir las pihuelas de los cuerpos, de unirse con su Dios.

Drexelio, en el cap. 2.° "De rogo damnatorum", trae un ejemplo que explica, en lo que cabe, la irresistible propensión de las almas hacia Dios. Habla del halcón, que el cazador saca al monte cubiertos los ojos con el capirote, como suele hacerse con las demás aves de cetrería, que mientras aquella ave tiene puesto el capirote, por más que oiga el canto o perciba el rumor del vuelo de otras aves, el halcón no se mueve ni inquieta; pero en descubriéndole los ojos, si algún pájaro gira por el aire no le puede detener el cazador, y si le quiere impedir que se abalance a la caza, romperá la cuerda a que está asido, o se pondrá furioso y se maltratará a sí mismo forcejando por arrojarse sobre la presa.

Del mismo modo las almas, cuando están como atadas y cautivas en las estrecheces de los cuerpos, tienen cubierta la vista con el capirote de la materia, y así por más que oigan hablar de las dulzuras de la gloria, apenas se mueven e inquietan por tender su vuelo hacia el cielo; pero en el momento en que se ven libres de las prisiones de la carne se les entra de lleno la luz celeste, dándoles a conocer el bien infinito que se encierra en ver a Dios, siendo tan abrasadas las ansias de poseerle, que a estar en su mano romperían por cuantos obstáculos se les pusieran delante por llegar a El, y como ven que las culpas les ponen una barrera inquebrantable, es inexplicable el dolor que esto les causa.

Y para que no se crea que exageramos inspirándonos únicamente en los atrevidos fervores de la devoción, véase lo que enseña la ciencia, óigase lo que dicen los teólogos. Santo Tomás dice así: "Cuanto más se desea una cosa, tanta mayor molestia causa el carecer de ella; y por cuanto el afecto con que las almas desean el Supremo Bien después de esta vida es intensísimo, porque ya no les estorba la pesadumbre del cuerpo, y porque habría llegado para ellas el tiempo de gozarle si algún obstáculo no lo impidiese, de aquí que esta dilación es para las almas de grandísimo dolor". Y concluye: "Et ideo oportet quod paena Purgatorii quantum ad paenam damni et sensus; excedat omnem paenam huius vitae".

El P. Suárez, hablando de la gravedad de la pena de daño que padecen las almas del Purgatorio por no poder ver y gozar de Dios, dice que la visión beatífica es un bien tan soberano, que aunque se concediera por breve tiempo en recompensa de nuestras buenas obras y penitencias, sin duda fuera un premio superabundante; luego por el contrario, dice, el retardarse tan gran bien y verse las almas privadas de él aunque esto sea temporalmente, es un mal máximo, y que excede, por decirlo así, infinitamente a todos los males de esta vida; y concluye: "Ergo e contrario; retardatio tanti boni, et privatio eius, licet temporalis, maximum malum est, infinite (ut sic dicam) excedens omnia hujus vitae nocumenta".

Dice Blosio en el tratado que titula "Joyel espiritual", lo siguiente: "Como cierto monje, gran siervo de Dios, siendo arrobado en espíritu viese los tormentos del Purgatorio, volviendo sobre sí, dijo: 'No hay lengua humana que declare, ni se puede imaginar la diversidad, la multitud y gravedad de los tormentos en que, viéndolo yo, ponían a los que habían de ser purgados. Dios me es testigo, que si a mí y a todos mis amigos nos hubiese algún hombre injuriado y molestado con todas las injurias y molestias que se pueden hacer a uno en esta vida, y aunque nos hubiese matado, y viese que lo entregaban a aquellas penas y tormentos que yo vi, que estaría sin duda dispuesto para padecer mil veces la muerte, siendo posible, por librarlo; tanto exceden aquellas penas que vi en el Purgatorio, a cualesquiera dolores, angustias, tormentos y miserias de esta vida'".

Luego si a estas gravísimas penas se añade la de daño, de que no llegaría a formar concepto aquel santo monje, figúrese el lector lo que sentirá el alma después de dejar el cuerpo, si se ve privada de la presencia de Dios.



Súplica


¡Oh pena sobre toda ponderación espantosa! Clementísimo Señor mío, dadme a conocer algo de ese inmenso mar de tribulaciones en que están sumergidas las pobrecitas almas, porque si el arrebatarle a uno acá en la tierra el bien que más ama, bien que de su naturaleza es limitado y mezquino, le contrista y abate al par de la muerte, ¿qué será el arrebatar a las almas el Bien por excelencia, por cuya posesión están llenas de una angustia mil veces más cruel que la muerte?

¡Oh pena de daño, lúgubre, funesta y triste sobre todo lo ponderable! Dadme, Dios mío, que la memoria de ésta, no sé si la llame compunción desgarradora, pesadumbre inexplicable, tedio, angustia, agonía y última expresión de cuanto puede haber en el mundo de más sensible, dolorido e intolerable, de tal suerte me quite el gusto y acibare en mí todos los contentos de esta vida, que no busque ni apetezca otra cosa más que a Vos, que sois salud, alegría, dulzura, descanso y felicidad perdurable.

Que nada, absolutamente nada merezco, no tengo por qué ponderarlo; eso por sabido lo callo. Pero, Dios mío, perdonad mi atrevimiento, pues mi ignorancia es tan grande, que no sé lo que me digo.

¿Por ventura, Señor, lo sumo e incomprensible de mi indignidad, me habrá de cerrar para siempre la puerta de vuestra misericordia? No, que aunque consumido por los vicios, todavía vivo, y la esperanza en mi Señor Jesucristo no me abandona. ¡Oh caridad infinita! ¡Oh inmensa piedad! ¡Oh Jesús, que con tal extremo os ha preocupado mi bien, que me habéis amado más que a Vos! Yo soy el aleve que alargué mis manos al fruto del árbol vedado, sabiendo que por mí alargasteis las vuestras al árbol de la cruz. Árbol soy yo, seco, envejecido y estéril; dadme, Señor, que el riego de vuestra sangre haga reverdecer esta pobre planta de mi vida, para que brote frutos sazonados de salud y bendición.

Vos, dulcísimo Salvador mío, nos dijisteis en el Evangelio: "En verdad, en verdad os digo, que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará". ¡Ay!, no me sorprenda la muerte antes que yo haga uso de este graciosísimo derecho. En compañía de mi Ángel custodio que vela incesantemente a mi lado, y en presencia de la corte celestial, quiero que conste y que quede auténticamente consignada en este lugar mi petición: Padre Eterno, en nombre de vuestro dilectísimo Hijo Jesús, os pido mi salvación. Busquen otros la hermosura y frescura de los huertos, y belleza de los jardines acomodados para los gustos de los príncipes del mundo; yo buscaré a Ti, hermosísimo Hijo de Dios, flor de inmortal belleza, y fruto del vientre purísimo de la Virgen sacratísima. Busquen otros los cuerpos de singular hermosura, blancura, gracia, y suavidad de conversación, que son los ídolos de la tierra; y yo, sin mudar de parecer, buscaré y amaré a Ti, eterno Dios mío, Mancebo graciosísimo de treinta y tres años, que eres el objeto dulcísimo de mi amor. Buscaré y volveré a buscarte, oh Vida eterna, fortaleza y alegría mía, y te ofreceré en el altar de mi corazón un sacrificio de perpetuo amor, diurno y nocturno, meridiano y vespertino.

Y para que este negocio tenga más firmeza y estabilidad, y que jamás haya mudanza en mí, te consagro fidelidad perpetua, y no quiero que de hoy más entre en mi pensamiento cosa fuera de Ti.

Si de Ti me olvidare, oh Rey mansísimo de Jerusalén, me sujeto al castigo de que mi mano derecha sea entregada al olvido, y que mi lengua se pegue al paladar, para que jamás pueda pronunciar una palabra, si no hablare de Ti, y conforme al agrado tuyo. Haz, pues, oh Rey amantísimo de mi alma, aquello que más te agrada; que cuanto a mí toca, yo ofrezco a tu voluntad mi cuerpo y mi alma, y todas mis suertes, y me gloriaré de pasar por medio de las plazas señalado con la figura de mi Amado. Porque Tú eres mi Rey, Padre, Madre, Esposo, Hermano y Amigo. Sí, Tú solo eres mi Vida, mi Honra, mi Fortaleza, Sabiduría, Riqueza y Gloria mía. Amén.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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