En este punto se nos podría preguntar: si la penitencia que se difiere hasta la hora de la muerte es buena y aceptable a Dios, y si con tal penitencia sale uno seguro de la presente vida.
Respondemos lo primero que según dice San León en la Epístola XCI a Teodoro, aquel que con tal penitencia muere, va ciertamente seguro; lo cual se demuestra con el ejemplo del buen Ladrón, quien casi en el punto preciso de su muerte arrebató el cielo, confesando sus pecados y arrepintiéndose verdaderamente de haberlos cometido.
Respondemos a lo segundo que no todas las penitencias que se dilatan hasta la hora de la muerte hemos de creer que sean verdaderas y saludables; por desgracia son poco menos que infinitos los ejemplos que prueban lo contrario. Por lo mismo no tememos decir, que son muy raras las penitencias provechosas dejadas para el fin de la vida. Dice San Agustín, en la Homilía XLI: "Al enfermo que está en el extremo de su vida y solicita el sacramento de la Penitencia, se lo administramos porque él lo pide, mas no por eso nos atrevemos a decir que muera bien. Si va seguro - continúa -, yo no lo sé; la penitencia podemos se la podemos dar, la seguridad no. ¿Por ventura digo que el tal se condenará? Mas tampoco digo que se salvará: 'Nunquid dico damnabitur sed nec dico liberabitur'".
Horror causa el leer esto, viendo a los más de los hombres engolfados en las cosas de este mundo, tan sin cuidado como si realmente no hubiera muerte, como si Aquel que es verdad infalible no hubiera dicho a Adán y en él a todos y cada uno de sus descendientes: Morte morieris. ¡Dios mío! ¿Qué vértigo se ha apoderado de los mundanos que tan enloquecidos los trae? Porque, ¿qué son todas las grandezas y regalos de la tierra más que una ilusión de nuestros sentidos?
Léese en los fastos antiguos, que en Roma había la costumbre de que en la elección de un nuevo Papa quemasen en su presencia un copo o porción de estopa, diciendo en alta voz: "Sic transit gloria mundi". Y en la corte de Constantinopla en el acto de la coronación de cada uno de los emperadores les presentaban tres o cuatro géneros de piedras, invitándoles a que eligieran una de ellas para labrarles el sepulcro. Imitando una práctica tan saludable, el santo patriarca Juan, llamado el Limosnero, después de ordenar la construcción de su sepulcro, dispuso que no se terminara del todo, a fin de que en los días de gran solemnidad, cuando en medio del esplendor del culto se viese rodeado del pueblo fiel, se llegase a él uno de sus ministros y le dijera: "Señor, tu sepulcro está por concluir: manda que lo acaben, porque no sabes el día ni la hora en que has de morir".
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