Antes de dar principio para señalar los antídotos opuestos a cada una de las expresadas tentaciones, debemos dejar sentado, que el principal medio contra todas ellas es la oración, como nos lo enseña la Verdad Eterna con estas palabras: "Orad, para que no entréis en tentación" (Evangelio según San Lucas). Presupuesta la oración, hecha, como se supone, con fe, esperanza y caridad, se ha de procurar acompañarla con reiterados actos de verdadera contrición.
Es tan maravilloso el poder y eficacia de la contrición, que no podemos menos de recomendarla con todas nuestras fuerzas, aconsejando a todos, buenos y malos, que hagan de ella un uso cotidiano y frecuente, así en vida como en muerte. Y nadie desmaye por la gravedad y muchedumbre de sus culpas, ni se turbe e inquiete porque crea que le falta el dolor sensible, pues el aborrecimiento del pecado está en la razón y en la voluntad. Si te pesa formalmente de haber ofendido a Dios; si sientes alguna pena de que no te pese más, y propones firmemente la enmienda, por más que este dolor no lo manifiestes con lágrimas y suspiros, ni sientas el corazón lacerado y compungido, cree que semejante dolor agrada mucho a Dios. Acostúmbrate, pues, a hacer a menudo este u otro Acto de Contrición:
"Aborrezco, Dios mío, y detesto con toda mi alma las ofensas que he cometido contra Vos. Quisiera haber muerto mil veces y experimentado todos los tormentos del infierno, antes que hacerme reo de un solo pecado. ¡Cómo yo, vil y asqueroso gusano, escoria, podredumbre y nada, me he atrevido a injuriar a la Majestad infinita! Pésame, Señor, de haber sido tan ingrato para con Vos; me pesa de que no me pese más. ¡Oh si este mi corazón se partiera de dolor! ¡Oh si la grandeza del sentimiento me ahogara, librándome de una existencia que no empleé en servicio de mi Creador! Me avergüenzo, Señor, de vivir, conociendo que tu amor debiera haberme quitado la vida".
"Desde hoy mismo, desde este mismo punto propongo, Jesús mío, enmendarme enteramente, dispuesto como estoy a pasar por todo, a sufrirlo todo antes que desagradarte".
"Salvador mío, alegría de mi rostro, vida mía, bienaventuranza mía, Dios mío y todas mis cosas; haz que te ame mucho. Haz que te ame cuanto puedo amarte, que te ame cuanto deseo y puedo, que te ame más de lo que puedo y deseo; haz, en fin, que te ame cuanto debo, que amándote de este modo, mi amor supere al de los Serafines, harto menos obligados a amarte que yo".
"Y todo, Señor, todo este amor, lo confieso, es muy mezquino para lo que mereces Tú ser amado".
"Uno mi amor al de los Angeles y los Santos, y llévame a mí en su compañía, para que junto con ellos te cante un himno eterno de gracias, publique tus misericordias, te glorifique y te ame por los siglos de los siglos. Amén".
Pasando ahora a exponer los antídotos contra cada una de las tentaciones referidas, diremos:
- 1. Contra la desesperación. Que el paciente no debe desconfiar nunca de su salvación, suceda lo que quiera; antes bien ha de despreciar los traidores silbos de la serpiente infernal, levantando con mucha humildad el corazón a Dios, cuya blandura y suave benignidad excede infinitamente a nuestra malicia.
Crea con toda seguridad que el mayor agravio, la más grande ofensa que pudiera hacer al Señor, fuera la de caer en la desesperación, lo cual equivaldría a negar a Su Majestad el más bello de sus atributos, cual es el de su adorable bondad e inagotable clemencia, siendo como es Dios la fuente de toda gracia y la misma caridad. "Deus charitas est". No olvide, si como es de suponer lo sabe ya, que el crimen máximo de Caín no fue el fratricidio de Abel, sino el haber creído que la misericordia de Dios no podía perdonar su maldad, o que su iniquidad era mayor que la misericordia de Dios; y que Judas no cometió tan grande pecado comulgando indignamente y vendiendo al Hijo del Eterno, cuanto por haber muerto desesperado.
¡Oh!, la misericordia de Dios se cierne y campea, digámoslo así, sobre todas sus obras. Por eso cantaba el enamorado David: " Suavis Dominus universis: et miserationes ejus super omnia opera ejus" (WSuave es el Señor para con todos; y sus misericordias sobre todas sus obras".
- 2. Pasemos ya a la segunda tentación. Contra la inmoderada complacencia y falsa seguridad en los propios méritos y virtudes hay que oponer los justos y ocultos juicios de Dios; pues no podemos saber si somos o no del número de los escogidos y predestinados, toda vez que el Apóstol, con ser tal, decía de sí mismo: "De nada me arguye la conciencia, mas no por eso soy justificado, pues el que me juzga es el Señor".
Jesucristo ha dicho que en el juicio hemos de rendir cuenta de toda palabra ociosa. ¡Jesús mil veces! ¿Quién habrá que de ello esté inmune? ¡Oh cuánta leña hacina cada día nuestra lengua para arder, al menos en las hogueras del Purgatorio!
- 3. Para moderar la impaciencia, objeto de la tercera tentación, y no perder del todo el temple y equilibrio moral tan necesarios, importa mucho considerar el paternal amor con que le envía Dios el amargo trago de la enfermedad, remedio grandemente eficaz y maravilloso para atraerle y hacerle merecedor de las complacencias del Altísimo; porque, como dice el Apóstol: La tribulación obra la paciencia, la paciencia prueba, la prueba infunde esperanza, y la esperanza no será confundida (Epístola a los Romanos).
Piense el enfermo que si Dios quisiera llevar su causa por sola la vía de justicia, es indudable que aunque padeciera hasta el día del juicio mil veces más de lo que está padeciendo, sería hacerle muchísima gracia.
- 4. Para salir vencedor e indemne de las tentaciones contra la fe, lo mejor es haber vivido en el santo temor de Dios, teniendo para aquella suprema hora en la que nos ha de abandonar todo, muy obligado a Jesucristo, a su amorosísima Madre, a los Angeles y a los Santos.
Sin perjuicio de lo dicho, que es lo más seguro, el principal remedio contra las tentaciones sobre la fe, la esperanza u otras, es que el moribundo, o sea el paciente, por más que sea un verdadero sabio de tan gran ciencia, perspicacia y habilidad que pueda envolver con sus silogismos a los hombres más sobresalientes y versados en las disputas escolásticas, se guarde muy bien de meterse en teologías con Lucifer, pues no hay ni puede haber un sofista como él, capaz de desorientar con su argumentación y hacer perder la cabeza a toda una Academia de doctores.
Nada de disputas; aténgase al Catecismo, y basta.
- 5. Contra el mismo cuidado de los parientes y cosas temporales, traer a la memoria la tan sabida sentencia del Espíritu Santo: "¿Qué le aprovecha al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma?" (Evangelio de San Mateo). No es el fin de la vida ocasión oportuna para entrar en cuidados y dejarse arrebatar de nadie ni por nada la santa paz del alma. Lo prudente es no diferir el testamento; disponerlo todo con el debido tiempo, a fin de que quede espacio suficiente para ocuparse en el único negocio necesario: el de la eternidad.
- 6. Contra las temerosas representaciones del enemigo, el doliente, como soldado de Cristo, ha de armarse con la señal de la cruz. Invocará también los dulces nombres de Jesús, María y José; hará uso del agua bendita, de las reliquias de los Santos, etc. No omita tampoco el hacer, si puede, frecuentes aspiraciones, jaculatorias o súplicas fervorosas; como por ejemplo: "Miserere mei, Domine, quoniam tribulor... Eripe me de manu inimicorum meorum, et a persequentibus me" ("Ten misericordia de mí, Señor, que estoy atribulado. Líbrame de la mano de mis enemigos, y de los que me persiguen".
"Exurge, Domine; salvum me fac, Deus meus" ("Levántate, Señor; sálvame, Dios mío".
- 7. Contra la vana esperanza de convalecer. Si con los explosivos que el enemigo dispara contra los atribulados enfermos conoce que pierde el tiempo, cambia de táctica y pone en juego otros medios, si no tan rudos y violentos, no menos formidables por sus efectos. Estos son: el persuadir a los enfermos desahuciados, que no hay motivo para precipitar las cosas, recibiendo de prisa y corriendo los Sacramentos como si luego hubiesen de morir; que por fortuna el peligro no es inminente como algunos asustadizos suponen, y que en mejorando algún tanto, y serenar el ánimo conturbado con la variedad de accidentes, se pondrán bien con Dios.
Con estas tentaciones y otras del mismo jaez, engaña el padre de la mentira no solamente a los malos, mas algunas veces a los buenos, cuando son poco avisados o están desprevenidos. El antídoto está a la vista: recibir cuanto antes los Santos Sacramentos. ¿Seré yo tan afortunado que salga de este mundo confortado con estos auxilios? Jesús, Redentor mío, no permitas que se pierda esta alma que compraste con el precio de tu sangre. ¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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