La muerte trae consigo dos separaciones; una y otra lastimosas, más de lo que se puede ponderar.
La primera separación es la del cuerpo y del alma, y es tan dolorosa y cruel, que de ley ordinaria antes que se efectúe este apartamiento hay que pasar por las estrecheces y ahogos de la agonía... ¿Y qué es la agonía? Para comprender bien lo que significa esta palabra, preciso es advertir que procede del vocablo latino agon, onis, que quiere decir lucha. Esta lucha o contienda se trababa entre los gladiadores o atletas que reñían cuerpo a cuerpo en el estadio; y a ellos alude San Pablo cuando dice: "El que lidia en el certamen, no será coronado si no peleare legítimamente" (II Timoteo). Es, por consiguiente, esta final lucha o agonía a que los descendientes de Adán estamos todos universalmente condenados, la cosa más angustiosa y terrible que se puede decir ni pensar; en esta guerra y pelea sin cuartel, en este duelo a muerte, puede decirse que hacen el postrer esfuerzo y, si vale la expresión, echan el resto las fuerzas vitales del hombre con la materia, hasta tanto que agotados los recursos de la naturaleza, ésta languidece, desmaya, se rinde, y..., muere.
La otra separación es la que el hombre hace de los bienes de este mundo, los cuales cuánto más los hubiere amado, tanto más sensible y penoso le será el dejarlos.
No sin especial motivo dice el Espíritu Santo: "¡Oh muerte, cuan amarga es tu memoria para el hombre que vive en paz en medio de sus riquezas!" (Eclesiástico, XLI). Pues si la sola memoria de la muerte es tan amarga para los que ponen su corazón en las cosas de este mundo, ¿qué será el experimentar el desabrido trago de la misma muerte?
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