Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

24.12.20

La sepultura de los cadáveres



Sabido es que una de las obras de misericordia es la de enterrar los muertos. El cuerpo del hombre que fue un día templo vivo del Espíritu Santo, y compañero inseparable de un alma criada a imagen y semejanza de Dios, merece ser conservado y devuelto a las entrañas de la tierra de la cual fue tomado. Esto hacemos enterrando los muertos. La Iglesia, Madre siempre cariñosa con sus hijos, los acompaña a su última morada, bendice el sepulcro y el cuerpo del difunto al borde mismo de la tumba, y el ministro de Jesucristo tomando un puñado de tierra la arroja sobre el cadáver, y dándole el postrer adiós, dice: "Vuelva el polvo a la tierra de donde salió, y el alma a Dios que la ha dado. ¡Descanse en paz! Amén".

Desde los más remotos tiempos sabemos que se conservó constantemente en el mundo la costumbre de sepultar los muertos con honor. ¿Quién no ha oído hablar de las famosas pirámides de Egipto, construidas para sepulcro de sus reyes? La mayor de todas, que nosotros hemos visitado, llamada Cheops, del nombre del Monarca que la fundó, costó veinte años de construir, trabajando en ella trescientos sesenta mil hombres, como refiere Diodoro; es decir, que se empleó constantemente en esta obra la tercera parte de la población del Egipto, turnando en ella por provincias. ¿Y quién ignora el cuidado que tenían en preservar los cadáveres de la corrupción y disolución, empleando todos los medios para conservar sus formas por medio de aromas, fajas, ligaduras y sarcófagos, a lo cual se debió el arte de embalsamar llevado a la mayor perfección, como se ve por las momias que todavía se conservan, sobre todo en la ciudad del Gran Cairo? El pueblo de Israel puso también todo esmero en enterrar a sus muertos, como lo vemos en el Génesis con Abrahán, Isaac, Jacob y el hijo de éste, el patriarca José. Tobías debió al ejercicio de esta piadosa ocupación los más singulares beneficios.




Y David enterró los huesos de Saúl, Jonatás y de otros siete del linaje de aquel primer Rey de Israel. Y sigue diciendo el sagrado Texto: "Et repropitiatus est Deus terrae post haec" ("Y después de esto se aplacó Dios con la tierra"). Cuenta Valerio Máximo, que el poeta Siinónides paseándose un día por la orilla del mar, vio el cuerpo de un difunto seco ya y tostado del sol, y recogiéndolo con todo cuidado le dio sepultura. Sucedió, pues, que embarcándose unos compañeros del dicho Simónides, y tratando de hacerlo también él, avisóle el alma de aquel difunto que no se embarcase, y a poco rato de haberlo hecho aquéllos se levantó una furiosa tempestad, y todos los referidos compañeros se anegaron en el mar. Otro día, sigue diciendo Valerio Máximo, se hallaba Simónides en un convite, y llamándole a toda prisa, salió precipitadamente a la calle, y al momento se hundió la casa, dejando muertos debajo de sus escombros a todos sus comensales.

En el libro III, capítulo XIII de los Reyes se lee que un Profeta desobediente al Señor fue muerto por un león, el cual lo dejó tendido en medio del camino, pero sin apartarse un punto aquella fiera del lado del cadáver, hasta tanto que avisado otro Profeta vino a levantar el cuerpo del difunto, y lo llevó a la ciudad, donde lo enterró en su propio sepulcro.

La desobediencia del Profeta revistió tales circunstancias que los intérpretes la califican de falta leve, esta consideración y el haber aceptado la muerte temporal con espíritu de penitencia, purificó al parecer plenamente el pecado cometido, de ahí la amorosa providencia de Dios en conservar el cadáver de aquel justo por un medio tan milagroso.

De tal suerte había concitado contra sí el apóstata y malvado Jeroboán el divino enojo, que llamando Dios al profeta Ahías, díjole que destruiría a todo viviente de la casa de Jeroboán, y que solamente hallaría sepultura un hijo de éste porque era bueno. Los demás de aquella casa, sigue diciendo el Señor, que murieren en la ciudad, serán comidos de los perros, y los que murieren en el campo, serán devorados por las aves del cielo. Es decir, que siendo como eran malos los de la familia de Jeroboán, todos ellos perecieron desastradamente, permitiendo el Señor que a ninguno dieran sepultura; y sólo la tuvo muy honrada y fue llorado de todo el pueblo aquel hijo virtuoso .

A San Pablo, primer ermitaño, a San Antonio Abad, a Santa María Egipciaca y a otros Santos del yermo, los leones y bestias fieras les abrieron la sepultura. Y muchos Santos se han aparecido a sus devotos rogándoles que diesen sepultura a sus restos mortales, como de los bienaventurados San Esteban Protomártir, Gamaliel, Nicodemus y Abibón se refiere en el segundo Nocturno de las lecciones del Breviario, en el Oficio de la Invención de San Esteban, al 3 de Agosto, lo mismo que de San Sebastián, el intrépido capitán de Diocleciano, según lo registra también el Breviario en su día propio, 20 de Enero.

Quiere Dios que se guarde religiosamente en el seno de la tierra el cuerpo inanimado del hombre, y hasta de la sangre tiene cuidado, como se vio en la de Abel, cuando al hablar con Caín le dijo: "La tierra abrió su boca, y recibió la sangre de tu hermano".

Por eso son malditos de Dios los que profanan los cadáveres, mutilándolos, dándolos a las llamas o maltratándolos de otro cualquier modo, a no ser en casos de extrema necesidad.

El rey Josías, que fue tan amado de Dios, no se contentó con arrojar del templo del Señor los vasos que habían sido labrados para el infame culto de Baal; ni con destruir los altares erigidos por la apostasía, aniquilar los ídolos, arrancar los bosques dedicados a Astarte, prohibir el inhumano sacrificio de los niños y niñas en aras de Moloch, exterminar los arúspices, los pitones y adivinos, sino que hasta mandó exhumar los huesos de los sepulcros de muchos fautores de tan grandes maldades, los hizo quemar y arrojar al viento sus cenizas.

Pero esto, como acabamos de decir, sólo pueden hacerlo las altas potestades de la tierra en representación de la del cielo, y sólo en ciertos y determinados casos excepcionales.

He aquí las respuestas dadas a la consulta hecha al Santo Oficio de Roma por el Arzobispo de Friburgo en 27 de Julio de 1892:

- 1. ¿Es permitido administrar los últimos Sacramentos a los que, sin ser masones, han ordenado la cremación de sus restos, no porque profesen principios sectarios, sino por otras razones?

Resp. No es lícito, si después de amonestados persisten en su resolución.

- 2. ¿ Puede aplicarse la Misa por el alma de los fieles cuyos restos, sin su conocimiento, han sido sometidos a la cremación?

Resp. Puede aplicarse.

Respetemos, pues, el cadáver del hombre; démosle honrosa sepultura, pero sin caer en la profanidad y abusos que hoy se van introduciendo.

Nos referimos al lujo de algunos entierros, por lo que es conveniente prescindir de los soberbios mausoleos, y de los ricos ataúdes primorosamente labrados; se ven funerales conduciendo al difunto en fastuosa carroza, tirada por gran número de caballos empenachados y cubiertos de preciosas mantillas, con sus correspondientes palafreneros vestidos de gala. Y como si esto fuera poco, siguen al féretro una, dos o más carretelas pomposamente atestadas de coronas fúnebres, todo lo cual viene a constituir un plagio o desdichada imitación de las apoteosis paganas.

Dice San Agustín: "Curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exequiarum, magis sunt vivorum solatia, quam subsidia defunctorum" (De Civítate Dei, lib. I, cap. 12) ("El cuidado del funeral, la calidad de la sepultura, la pompa de las exequias, son más para consuelo de los vivos que para ayuda de los difuntos"). Honremos en buen hora al cuerpo, pero incomparablemente más nos ha de preocupar el alma.

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