Cabe aquí desde luego preguntar: Este juicio de cada hombre, ¿cuándo ha de tener lugar, antes o después de separada el alma del cuerpo? Respondemos de un modo perentorio, que después.
Mientras vive el hombre en este mundo le queda tiempo para la penitencia, puede convertirse a Dios y alcanzar perdón de sus culpas; así como por el contrario, puede perder la gracia y condenarse, porque como ser dotado de libre albedrío, en su mano está el inclinarse a lo que es bueno o a lo que es malo. Dice la Escritura: "La justicia del justo no le librará en cualquier día que pecare, así como la impiedad del impío no le dañará en cualquier día que se convirtiere de su impiedad". Nadie, pues, se duerma sobre el blando lecho de sus laureles; ninguno se estacione ni vuelva atrás en el camino del bien, que si abusando de la divina bondad pecare, sus buenas obras anteriores no le librarán, lo mismo que las culpas de que hubiere hecho penitencia tampoco le condenarán, supuesto que para dictar sentencia en este juicio, sólo se atiende al estado presente del alma en el acto mismo en que ésta abandona al cuerpo.
Verifícase, pues, el juicio particular inmediatamente después de la muerte, por más que ciertas apariencias de casos que han sucedido, hagan dudar a uno o le den a entender lo contrario. "Había" - dice San Juan Clímaco - "en la Escala del Paraíso, grado 7, un monje llamado Esteban, varón de vida santísima, que había servido muchísimos años a Dios en el desierto. Este, pues, estando para morir, quedó repentinamente atónito por un rato y fuera de sí, por una extraña aparición de un juicio criminal. Teniendo espantosamente abiertos los ojos, ya miraba a una parte ya a otra de la cama, y como si estuviera citado a un tribunal donde hubiese acusadores que le hiciesen cargos, respondía con voz temerosa, de suerte que la oían todos los que estaban presentes; diciendo unas veces: 'Es verdad, pero por ese pecado ayuné tantos días'. Otra vez decía: 'No es así, mentís; no he hecho tal cosa'. Poco después confesaba: 'Es cierto que lo cometí muchas veces, mas por eso derramé tantas lágrimas, y usé con los prójimos tantas obras de caridad'. Y muy presto respondía como temeroso: 'Es así que en eso he pecado, y no tengo que responder a vuestra acusación, sino acogerme a la divina misericordia'". Y añade el Santo historiador: "Era en verdad un espectáculo horrendo y formidable hallarse en aquel espantoso juicio".
Otro ejemplo refiere San Gregorio Magno de un monje, por nombre Atanasio, natural de la provincia de Isauria, tenido de todos por hombre de preclara santidad. Cuando a este Religioso le llegó la hora de su muerte, mandó llamar a todos los monjes, los cuales acudieron prontamente deseosos de oir de su boca doctrinas celestiales que les animaran a ir adelante por el camino de la perfección.
Viéndolos a todos presentes, se les dio a conocer por primera vez descubriéndoles su refinada hipocresía, diciendo entre otras cosas: "Cuando vosotros pensabais que yo ayunaba, comía regaladamente y me entregaba al placer de la gula, dándome muy buena vida en secreto, por lo que Dios me ha puesto en poder del dragón para que me devore. Ya me ha atado con su cola los pies y las rodillas, y no me deja mover. Ya ha puesto su boca dentro de mi garganta, y me bebe el espíritu". Y en diciendo esto expiró.
Veamos otro ejemplo de juicio particular, al parecer bastante posterior a la muerte. Cuéntase que la conversión de San Bruno, fundador de los Cartujos, se debió al siguiente caso del que él mismo fue testigo ocular. Murió en París un doctor muy conocido por ser hombre de grande ilustración y fama. Concurrió mucha gente a sus exequias, y estando presente el cadáver en la iglesia, al cantar el clero el primer nocturno, de repente se levantó el difunto, el cual con una una voz espantable dijo: "¡A juicio voy!". Y dicho esto se dejó caer sobre el féretro. Espantados todos, suspendieron los Oficios.
Continuaron el siguiente día, y mientras cantaban el segundo nocturno, se tornó el difunto a levantar, exclamando: "¡En juicio estoy!". Y al tercer día durante el último nocturno, levantándose de nuevo el difunto, con voz triste y profunda dijo: "¡Condenado soy!". Viendo esto, sacaron el cadáver de la iglesia y lo enterraron en el campo (ver la Vida de San Bruno, entre otras, la escrita por el P. Fr. Juan de Madariaga, parte I, cap. 5; y el P. Sánchez, en el libro del Reino de Dios, lib. I, cap. 6, núm. 60).
Estos y otros ejemplos que pudiéramos citar, no se han de tomar así como suenan, porque el juicio particular, dígase lo que se quiera, no se hace hasta el instante después de la muerte, y cuando ya se ha concluido el tiempo de merecer y de desmerecer.
Sólo que alguna vez, por los muchos pecados o por otros justos juicios, permite Dios que alguno sea atormentado en el momento de la muerte por los demonios, los cuales ansiosos de su perdición le traen a la memoria sus culpas, agravándolas cuanto pueden con el intento de inducirle a la desesperación.
El Doctor Suárez, dice que en el juicio particular no se da la sentencia antes de la muerte, porque no se ha completado aún la malicia o el mérito del sujeto, y a nadie se niega el tiempo de hacer penitencia hasta el punto de la muerte. Por lo que aquellas visiones, de las que hemos hablado antes, se han de explicar diciendo, que permitiéndolo Dios, algunos pecadores son combatidos por los enemigos infernales en la última hora de su vida, aun cuando sea cierto que por parte de Dios no haya sido todavía dada la sentencia.
Y respecto del monje del desierto de que habla San Juan Clímaco, el cual aunque pecador parece que hizo una dilatada y provechosa penitencia, hemos de pensar que su combate con Lucifer le debió tal vez servir de expiación de sus culpas, o que sucedió esto por otros fines providenciales.
Por lo que hace al ejemplo del doctor parisiense, tampoco es verosímil que hubiese mediado dilación alguna, entre el acto de emigrar el alma de su cuerpo y darle la sentencia. En estas visiones, dice Suárez en el lugar citado, sin que haya en ello la menor falsedad, se manifiestan las cosas acomodadas a nuestra capacidad, por más que no hayan sucedido con el orden y modo con que las aprehendemos.
Y Belarmino enseña, que aquellos juicios hechos al parecer antes de la muerte, como el del monje que cuenta San Juan Clímaco, pertenecen a una especial y extraordinaria providencia de que se vale el Señor para nuestra instrucción y temor de sus soberanos juicios; y que respecto del juicio del doctor parisiense, que parece haberse dilatado hasta el tercer día después de su muerte, no hay razón alguna para creerlo así, como quiera que Dios no necesita de testigos ni alegatos para juzgar, sino que en el mismo instante de la muerte pronuncia la sentencia. Y concluye: "El juicio de aquel doctor no se dilató hasta otro día, sino que simplemente se manifestó otro día". El segundo punto que conviene aclarar es el lugar donde se hace el juicio, y si las almas ven al Juez antes de partir para su destino. San Agustín opina, que luego que el alma se separa del cuerpo, llegan los Angeles y la conducen ante el tribunal del Juez. Lo mismo afirma San Crisóstomo, y lo propio que San Bernardo.
De este modo de hablar de los dichos Santos Padres pensaron algunos, que todas las almas en el acto de dejar el cuerpo eran conducidas al cielo y presentadas delante del Tribunal de Jesucristo.
Pero esto no es creíble tratándose de almas afeadas con alguna culpa, por pequeña que ésta sea, porque como dice la Escritura: "En el cielo no entrará cosa alguna sucia o contaminada". Otros han creído que Cristo viene personalmente a todos los moribundos para dar sentencia a sus almas, conforme a aquello del Evangelio: "Velad, pues, porque no saléis la hora en que ha de venir vuestro Señor". Y aquello otro: "En verdad os digo, que no acabaréis de convertir a las ciudades de Israel, sin que venga el Hijo del hombre".
De aquí que, en un tratado que como Doctor particular compuso el Papa Inocencio III, titulado De contemptu mundi, lib. II, cap. 43, hubiese dicho, que las almas antes de salir del cuerpo ven a Cristo crucificado. Sin duda escribió esto, por aquello que dice la Escritura: "Verán a Aquel a quien traspasaron". Mas esta sentencia, convienen generalmente los autores, que se entiende del juicio universal y no del particular.
Así, pues, no se ha de entender que Cristo, según la humanidad, descienda del cielo para juzgar a los hombres en particular, yendo y viniendo de una parte a otra para asistir a la muerte de todas las personas que mueren diariamente en el mundo; porque sin esta real presencia de Jesucristo pueden las almas conocer la sentencia, que se les da allí en el mismo lugar donde dejan el cuerpo. Lo más probable parece que el Salvador se hace presente a todos y cada uno de los hombres, no con su misma humanidad, sino con su virtud, poder y eficacia, por lo cual claramente entiende cada alma aquello que de ella se ha determinado, sabe su estado, y en qué lugar y con qué condiciones ha de estar en él.
Lo que Inocencio III opinaba, dice Suárez en el lugar antes citado, no es verosímil, si se ha de entender del real descendimiento de Cristo según su humanidad, pues que muriendo continuamente muchos justos y pecadores, sería forzoso que Su Majestad estuviese siempre en continuo movimiento, y aun por precisión debería hallarse simultáneamente en diversos lugares. "Por todo lo cual" - continúa -, "se ha de decir, que para sentenciar el alma no se necesita que ésta sea llevada al cielo, ni que Cristo baje a la tierra para juzgarla, siendo así que en el instante de la muerte es elevado intelectualmente y entiende la sentencia del Juez. Y en esto consiste" - concluye -, "el ser llevada a su tribunal sin otra alguna mutación local". Lo mismo siente Soto, in 4 dist. 45, q. I, art. 3, conclu. 2.
Finalmente, este juicio se hace sin acusaciones, sin defensas, sin estruendo ni ruido alguno, representándosele al alma allí mismo y en el acto de dejar el cuerpo, todo cuanto ha hecho, dicho, pensado u omitido de aquello a que estaba obligada, y ve clara y palpablemente el alcance de cuentas que se le hace, y en qué está su daño, o lo que merece, y luego al punto es llevada como una exhalación al lugar de la sentencia.
Pero en vano: mis pecados son innumerables, lo confieso; mas aunque superaran a cuantos se han cometido en el mundo desde Adán hasta nosotros, yo no me desesperaré. No, Padre Eterno, no me desesperaré porque si siendo vuestros enemigos de tal suerte amasteis al mundo que le disteis a vuestro Hijo para que nos reconciliara con su muerte, mucho mejor debo esperar que me salvaréis por los méritos de su preciosa sangre ofrecida por nosotros en la cruz.
Iré, pues, al juicio; compareceré delante del supremo Juez de vivos y muertos. Amador benignísimo de los hombres, Padre celestial que nos enviasteis a vuestro Unigénito, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna, haced, Señor, por quien sois, que os conozcamos a Vos y a vuestro Hijo Jesús con fe verdaderamente teologal, fecunda en obras buenas, que nos merezcan la eterna bienaventuranza.
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