Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

2.12.20

El riesgo de dilatar la penitencia



Cosa arriesgada es y que difícilmente dejará de pagarse en el otro mundo, el aplazar la penitencia para lo último de la vida. Cierto e indubitable es aquello del Maestro de las Sentencias: "Que el tiempo de la penitencia dura hasta el último instante de la vida". Ciertamente; en cualquier tiempo que el pecador se volviere a Dios, le hallará con los brazos abiertos, dispuesto siempre á recibirlo en el paterno hogar. Por eso dice el Señor: "Si el impío hiciere penitencia de todos sus pecados..., de cuantas maldades hubiere cometido no me acordaré Yo". Pero si esto es de fe, y por lo mismo no debe el hombre vacilar nunca tratándose de apelar al seguro de la divina clemencia, preciso es también que esta seguridad de parte de Dios no presumamos hacerla extensiva a nosotros mismos, siendo como es evidente, que ninguna cosa firme y estable se puede fundar sobre un cimiento tan movedizo y tan frágil como lo es de suyo la naturaleza humana.

El venerable Escoto, tratando de lo sospechosa y difícil que es la penitencia que se deja para la hora de la muerte, propone sobre este punto una conclusión, la cual prueba por las cuatro razones siguientes: La primera dificultad es por el gran impedimento que ponen los dolores y angustias de aquella hora, lo cual es causa del entorpecimiento que experimenta el uso de la razón y del libre albedrío.




La segunda razón que alega el Doctor Sutil es, que la penitencia para que sea verdadera a de ser voluntaria; esto es, hecha con sinceridad y pronta voluntad, y no por necesidad o miedo de la muerte, como lo hacen muchos malos cristianos, que al verse desahuciados por los médicos, claman y dan voces a Dios haciendo grandes promesas de enmienda, y cuando se ven libres del peligro se olvidan de todo y vuelven a ser lo que antes eran.

La tercera es por el mal hábito y costumbre de pecar que el mundano ha tenido toda su vida; pues la costumbre tiene tal fuerza, que crea como una segunda naturaleza muy difícil de vencer. Con esta pena, como dice San Gregorio, castiga Dios al pecador, "permitiendo que se olvide de sí mismo en la muerte, aquél que en la vida se olvidó de Dios".

La cuarta razón se funda en el poco valor que en el extremo de la vida tienen de ordinario las obras del hombre, por ser entonces menos señor que nunca de sus acciones. Por estas razones, concluye Escoto, el cristiano que deliberadamente guarda la penitencia para la hora de la muerte, peca mortalmente.

Incalificable temeridad y demencia es, en efecto, el dejar la conversión para la hora de la muerte, que es precisamente cuando menos apto se encuentra el hombre para serenar su espíritu y disponer de los sentimientos de su corazón. Bien clara y terminantemente nos advierte Dios que no lo demoremos hasta ese punto; que lo que quisiéramos hacer más tarde, lo hagamos ahora. "Ahora, pues - dice el Señor -, convertios á mí de todo vuestro corazón". Y continúa el escritor sagrado: "¿Quién sabe si se volverá (Dios) y perdonará?". ¿Qué queréis decir, Profeta santo? ¡Pero para qué preguntar lo que tan a la vista está! Nos advierte el varón de Dios, que si tardamos en convertirnos, si no lo hacemos ahora, "nunc", no podemos en manera alguna saber si mañana, si a la hora de la muerte se volverá el Señor a nosotros y nos perdonará; o si por el contrario, nos volverá las espaldas, diciéndonos como a las vírgenes necias: "No os conozco".

Innumerables ejemplos pudiéramos citar en comprobación de lo arriesgado que es el dejar la penitencia para el fin de la vida, y del exiguo número de los que se salvan de entre los que tal incuria muestran por su salvación.

Muchos hay que después de una vida disipada y licenciosa, se ven asaltados por la última enfermedad, la cual no les da lugar para pensar en su alma, siendo todavía poco todo el tiempo de que disponen para ocuparse de la salud del cuerpo. Pero en fin; los amigos de una parte, y de la otra los deudos, valiéndose de estratagemas y rodeos, los persuaden a que se confiesen, lo cual hacen los infelices moribundos por no disgustarlos, y deseando salir presto de este para ellos congojoso paso. Y en las grandes capitales sucede en algunas casas, que llegada ya o próxima a llegar la hora de la muerte de alguno de la familia, comienzan todos en ella a andar tan revueltos y amedrentados, que no hay quien se atreva a proponer al enfermo que se disponga para hacer una buena confesión, temiendo que el hablarle de ello podrá ser causa de que se precipite el funesto resultado que tan alarmados los trae. En medio de este azoramiento y temores, que el demonio tiene buen cuidado de aprovechar, sucede tal vez que llega el sacerdote, y como si fuera el portador oficial de la muerte - él que trae en su ministerio la vida - lo detienen en la antesala durante un tiempo precioso, llegando por esta causa demasiado tarde a la cabecera del moribundo.

El doctor que visita al enfermo está obligado, so pena de pecado mortal, a avisarle oportunamente que piense en su alma, poniéndose bien con Dios.

Sin perjuicio de éste, que es un precepto de derecho positivo, por haberlo ordenado así el Papa San Pío V, la misma ley natural dicta al hombre la obligación que tiene de librar a su prójimo del daño espiritual que le amenaza; y pudiendo el médico, que mejor que la familia conoce el peligro, evitar tan fácilmente el daño eterno que le puede acarrear al enfermo el morir sin confesión, se sigue de aquí que los médicos están estrechísimamente obligados en conciencia a prevenir a aquel que se halla en peligro de muerte, para que se disponga como cumple a un buen cristiano.

Otro caso se da también - aunque por la divina misericordia tampoco es frecuente - de familias que ruegan al confesor despache cuanto antes, alegando que el enfermo necesita á cada instante de su asistencia, o que no conviene afligirlo, o que las emociones excitan su sistema nervioso, o bien que su cabeza no está para hilvanar un pensamiento.

Dígannos por caridad: con semejantes premuras y ahogos tales, ¿podrán ser buenas las confesiones? Mas a esto quizás nos replique algún crítico mordaz: "Padre, ¿y por qué no han de ser buenas? Perdonad: ayuno estáis de doctrinas morales, o debéis de ser escrupuloso y rigorista como alguno de los trasnochados preceptistas de antaño. Si dudáis de la bondad del dolor, no debéis olvidar que para los que reciben el Sacramento de la Penitencia, bástales la atrición; puesto que 'attritus per Sacramentun fit contritus', como dicen los teólogos".

¡Que basta la atrición! ¿Pero por ventura este dolor, imperfecto y todo como es, no supone nada? ¿Nace acaso por sí mismo, sin esfuerzo alguno de parte del hombre? Dice el Concilio de Trento: "Por cuanto la atrición procede por lo común, o de la consideración de la fealdad del pecado, o del miedo del infierno y de las penas; como excluya la voluntad de pecar con esperanza de alcanzar el perdón, es don de Dios e impulso del Espíritu Santo, y dispone al pecador para que alcance la gracia de Dios en el Sacramento de la Penitencia".

Y bien, ese odio al pecado, esa voluntad'de no volver a cometerlo con la esperanza de alcanzar el perdón, ¿se producen fácilmente en el corazón de un moribundo, hasta entonces dado todo a las cosas de la tierra?

Dice San Agustín en el sermón de los Inocentes: "Uno de los castigos que Dios envía al pecador es, que cuando muere se olvide de sí mismo, en cambio de lo que en vida se olvidó de Dios". ¿Quién habrá que oyendo esto de un tan gran Doctor no se estremezca? Pero por más terrible y espantoso que sea, parece en realidad muy congruente y puesto en razón, que aquel que pasó su vida como un irracional, olvidado de su último fin, en la hora de su muerte se acuerde de todo menos de aquello que únicamente le debiera importar. Por eso el Salmista, que desde su conversión a Dios no había cesado de llorar sus culpas, al verse enfermo y temeroso de que se aproximase la hora de su muerte, en cuyo trance no confiaba poder hacer actos de virtud, exclamaba con más esfuerzo que nunca: "Miserere mei, Domine, quoniam infimus sum" ("Apiádate de mí, Señor, porque estoy enfermo"). Y seguía diciendo: "Salvum me fac propter misericordiam tuam" ("Sálvame por tu misericordia"). Y descubriendo todo su pensamiento, muestra la razón de serle más necesaria, si cabe, y más urgente que nunca, la asistencia divina, diciendo: "Quoniam non est in morte qui memor sil tui" ("Porque en la muerte no hay quien se acuerde de Ti". ¡Oh muerte, y qué olvido tan funesto es el tuyo!

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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