Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

1.12.20

Miserias de la vida y necesidad de la penitencia: ejemplo



Un sujeto muy rico, cuya opulencia se debía en gran parte a las más notorias injusticias, contrajo una enfermedad peligrosa. Sabía que la gangrena corroía sus úlceras, y sin embargo no podía resolverse a restituir, y cuando le mencionaban ese tema, respondía: ¿Que será de mis tres hijos? ¡Van a quedar sumidos en la indigencia! Esta respuesta llegó a oídos de un eclesiástico quien, so pretexto de conocer un gran remedio contra la gangrena, logró introducirse cerca del enfermo.

- El remedio que yo sé - dijo -, es infalible y muy sencillo, y además no le causará a usted ningún dolor; pero es caro, carísimo.

- Cueste lo que cueste, - respondió el enfermo -, doscientos, dos mil duros, ¿qué importa? ¿Cuál es?




- Se reduce, - contestó el Religioso -, a verter en las partes gangrenadas un poco de gordura de una persona viva, sana y robusta; es insignificante lo que se necesita: toda la dificultad está en encontrar una persona que por dos mil duros se deje abrasar una mano un cuarto de hora a lo más.

- ¡Triste de mí! - Exclamó el enfermo- . ¿Dónde encontrar esa persona?

- Tranquilícese usted - repuso el sacerdote- . ¿No tiene hijos? ¿Sabe usted de lo que son capaces a favor de un padre que les deja tantas riquezas? Llame al mayor, le ama tiernamente y es su heredero; bastará decirle: "Puedes salvar la vida de tu padre si consientes en dejarte quemar una mano", y no dudo aceptará. Si rehusare, llame al segundo, prometiendo dejarlo por heredero; y si también rehusare, haga lo mismo con el tercero.

Llamaron, en efecto, a los hijos, diciéndoles la proposición, pero todos se negaron rotundamente, diciendo: "¡Está loco nuestro padre!".

- No lo entiendo - dijo entonces el sacerdote volviéndose al enfermo -, sólo sé que será usted un insensato en perder su cuerpo y su alma, y sufrir eternamente el fuego del infierno, por unos hijos que no quieren salvarle la vida sufriendo durante un cuarto de hora el fuego de la tierra. Este sí que sería el mayor de los dislates.

- Tiene razón - repuso el enfermo -, usted me ha abierto los ojos. Haga que vayan luego por el notario, y entre tanto sírvase usted confesarme.

Entonces, poniéndose de acuerdo con el sacerdote, dispuso lo conveniente para reparar sus injusticias en lo posible en esta vida, sin consideración a la futura suerte de sus hijos. (Gaume).

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