Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

29.8.18

El combate espiritual. Tratado segundo: no inquietarnos en nuestras caídas y flaquezas



- Del remedio que debemos tomar para no inquietarnos en nuestras caídas y flaquezas. -

Si alguna vez cayeres en alguna negligencia o culpa, o con las obras o con las palabras, o como si te turbases en alguna cosa que te sucediese, o si murmurases o si oyeses con gusto murmurar a otros, o si incurrieses en alguna altercación o movimiento de impaciencia, o en alguna vana curiosidad o mala sospecha de otros, o vinieses a caer por algún otro camino, no solo una, sino muchas veces, no debes por esto inquietarte y turbarte, o desconfiar y afligirte, pensando en lo que ha pasado, o confundiéndote dentro de ti mismo unas veces imaginándote que no podrás corregirte jamás de semejantes flaquezas, otras veces persuadiéndote a que tus imperfecciones y tus débiles propósitos son la causa de aquella caída, otras veces representándote que no caminas de veras en el espíritu y vía del Señor, y finalmente oprimiendo tu alma con otros mil vanos escrúpulos y temores, y llenándola de tristeza y pusilanimidad.

De donde se sigue que tienes empacho y vergüenza de presentarte á Dios, o si te presentas, lo haces tímido y desconfiado, como si no le hubieses guardado la fidelidad que le debes; por hallar el remedio pierdes el tiempo, pensando con escrupulosa prolijidad las circunstancias de tu falta, examinando cuánto te detuviste en ella de propósito, si consentiste, si quisiste o no, si procuraste evitar en tiempo aquel pensamiento... Y mientras más imaginas y piensas en estas cosas, apartándote del verdadero camino, menos te entiendes, y menos comprendes lo que deseas, y más crece y se aumenta en ti la molestia, la inquietud y congoja para confesarte, y vas a la confesión con un temor molesto, y después de haber perdido mucho tiempo en confesarte sientes todavía inquieto y turbado tu espíritu, porque siempre te parece que no lo has dicho todo al confesor.




Así se vive una vida inquieta y amarga con poco fruto, y con pérdida de una gran parte del mérito; y todo esto no nace de otra causa que de no entender nuestra natural fragilidad, y de no saber el modo en que el alma debe negociar con Dios, con el cual después de haber caído en semejantes faltas y flaquezas, y en otras, se trata mas fácilmente con una humilde y amorosa conversión a su divina y paternal bondad, que con la tristeza y desconsuelo interior que se recibe por la culpa. Deteniéndose solamente en el examen de las faltas, especialmente veniales y ordinarias, de que vamos hablando, en que suele caer el alma que vive del modo de que aquí se trata, y solamente hemos tratado de aquellas almas que viven una vida espiritual, y que procuran aprovechar en la virtud conservándose sin pecado mortal, que para las otras que viven descuidadas de su salvación, y entre los pecados mortales, ofendiendo cada instante a Dios, no es esta medicina, sino que es necesaria otra suerte de exhortación. Porque estas almas tienen gran motivo para vivir inquietas y turbadas, y para llorar, y así deben poner gran cuidado en examinar sus conciencias, y en confesar sus pecados, para que por su culpa y negligencia no les falte el remedio necesario para su salvación.

Volviendo, pues, a tratar de la quietud y paz en que se debe conservar el siervo de Dios, añado que la doctrina que se ha dado acerca de la conversión humilde y amorosa a Dios, a que se debe unir una total confianza en su paternal bondad, se debe entender no solamente de las faltas ligeras y cotidianas, sino también de las mayores y mas graves que las que ordinariamente se suelen cometer, si Dios permitiere que caigas alguna vez, y aunque las fallas sean muchas y repetidas, y aunque se cometan no solamente por descuido y fragilidad, sino por malicia, porque la penitencia y la contrición sola de un ánimo turbado y escrupuloso no pondrá jamás el alma en un estado perfecto, si no se junta con esta filial y amorosa confianza de la bondad y misericordia de Dios.

Esto principalmente es necesario a las personas que desean, no solamente verse libres de sus miserias, sino también adquirir un grado muy alto de virtud, y grande amor y unión con Dios.

Lo que no quieren entender muchas personas espirituales, y por esta causa tienen siempre el corazón tan caído y tan desconfiado que no pueden pasar adelante y hacerse capaces de mayores gracias, las cuales sucesivamente les ha preparado, y viven muchas veces una vida inútil y miserable, y digna de compasión, porque prefieren sus propias imaginaciones a la verdadera y saludable doctrina que nos conduce y lleva por el camino real a las altas y sólidas virtudes de la vida cristiana, y de aquella santa y dichosa paz que el mismo Jesucristo nos dejó en la tierra. (Joan. XIV, 27).

Deben también estas personas, todas las veces que se hallaren molestadas con alguna inquietud originada de las dudas de su conciencia, tomar consejo de su padre espiritual, o de otra persona que juzgaren idónea para dar semejantes consejos, conformarse con su dictamen, y procurar quietarse. Y para concluir con lo que pertenece a la inquietud que proviene de las imperfecciones y faltas en que incurrimos, añado el capítulo siguiente.

Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com