- Del ejercicio de la voluntad, y del fin a que debemos dirigir todas nuestras acciones, así interiores como exteriores.-
Después de haber corregido los vicios del entendimiento, es necesario que corrijas los de la voluntad, regulándola de tal suerte, que renunciando a sus propias inclinaciones, se conforme enteramente con la voluntad divina. Pero advierte, hija mía, que no basta querer y procurar las cosas que son más agradables a Dios, sino que es necesario también que las quieras y las obres como movida de su gracia, y con el solo fin de agradarle.
En esto principalmente necesitamos combatir y luchar contra la propia naturaleza, la cual, como inficionada y depravada por el pecado, es tan inclinada a sí misma, que en todas las cosas, y tal vez en las espirituales con más cuidado que en las demás, busca su propia satisfacción y deleite, alimentándose de ellas sin recelo ni escrúpulo, como de un manjar agradable y nada sospechoso. De donde nace que, cuando se nos ofrece y presenta la ocasión de ejercitar alguna obra, luego la abrazamos y la queremos, no como movidos de la voluntad de Dios, y solamente por agradarle, sino por el gusto y satisfacción que algunas veces hallamos en hacer las cosas que Dios nos manda.
Este engaño es tanto más oculto y menos advertido, cuanto es mejor en sí misma la cosa que queremos. Hasta en los deseos de unirnos a Dios y de poseerlo suelen mezclarse los engaños del amor propio. Porque en desear poseer a Dios, miramos más a nuestro interés propio, y al bien que de ello esperamos, que a su gloria y al cumplimiento de su voluntad, que es el único objeto que se deben proponer quienes lo aman y lo buscan, y hacen profesión de guardar su divina ley.
Para evitar este peligroso lazo, que es de grande impedimento en el camino de la perfección, y acostumbrarse a no querer ni obrar cosa alguna sino según la impresión o impulso del Espíritu Santo, y con intención pura de honrar y agradar únicamente a Dios (que debe ser el primer principio y el último fin de todas nuestras acciones), observarás esta regla: Cuando se te presentare ocasión de ejercitar alguna obra buena, no inclines tu voluntad a quererla, sin haber levantado primeramente el espíritu a Dios, para saber si es voluntad suya que la hagas, y examinar si la quieres puramente por agradarle. De este modo tu voluntad, prevenida y regulada por la de Dios, se inclinará a querer lo mismo que Dios quiere, por el único motivo de agradarle y procurar su mayor gloria.
De la misma suerte te gobernarás en las cosas que Dios no quiere; porque antes de repelerlas o desecharlas, deberás elevar tu espíritu a Dios para conocer su voluntad, y para tener alguna certeza de que repeliéndolas y desechándolas, podrás agradarle.
Pero es bien que adviertas, hija mía, que son grandes y muy poco conocidos los artificios y engaños de nuestra naturaleza corrompida, la cual buscándose siempre a sí misma con especiosos pretextos, nos hace creer que en todas nuestras obras no nos proponemos otro fin que el de agradar a Dios. De aquí nace que lo que abrazamos o repelemos sólo con el fin de satisfacernos y contentarnos a nosotros mismos, nos persuadimos que no lo abrazamos ni lo repelemos sino por el deseo de agradar a Dios, o por el temor de ofenderle. El remedio más esencial y propio de este mal, consiste en la pureza de corazón, que todos los que se empeñan en este espiritual combate deben proponerse como fin, desnudándose del hombre viejo para vestirse del nuevo (Coloss, III, 9, 10).
El modo de usar y poner en práctica este divino remedio, es que al principio de tus acciones procures desnudarte siempre de todas las cosas en que se mezcle algún motivo natural y humano, y no te determines a obrar o a repeler cosa alguna, si primero no te sintieres movida y guiada de la pura voluntad de Dios.
Si en todas tus operaciones y particularmente en las interiores del alma, y en las exteriores que pasan prontamente, no pudieres sentir siempre la impresión actual de este motivo, procura a lo menos tenerlo virtualmente, conservando dentro del corazón un verdadero y sincero deseo de no agradar sino solamente a Dios.
Pero en las acciones que duran algún espacio de tiempo, no basta que al principio dirijas tu intención a este fin; es necesario también que la renueves muchas veces, y que procures conservarlas en su primera pureza y fervor; porque de otra manera podrás fácilmente caer en los lazos del amor propio, que prefiriendo en todas las cosas la criatura al Creador, suele encantarnos, de suerte que en breve tiempo nos hace mudar inadvertidamente de intención y de objeto.
El siervo de Dios que en este punto no vive muy advertido y con cautela, empieza ordinariamente sus obras sin otra intención o fin que agradar a Dios; pero después, poco a poco, y sin conocerlo, se deja inducir y llevar a la vanagloria. Porque olvidándose de la divina voluntad, se aplica y aficiona al solo placer y gusto que halla en su trabajo, y no mira sino la utilidad o la gloria que le puede resultar; de manera que, si el mismo Dios le impide el progreso de su obra con alguna enfermedad o accidente, o por medio de alguna criatura, se turba, se enoja y se inquieta, y a veces murmura, ya contra éste, ya contra aquél, por no decir contra el mismo Dios. De donde viene a conocerse con claridad que su intención no era recta y pura, y que nacía de un mal principio; porque cualquiera que obra por el movimiento de la gracia y con intención pura de agradar a Dios, no se inclina ni aficiona más a un ejercicio que a otro; y si desea alguna cosa, no pretende obtenerla sino en el modo y tiempo que Dios quiere; sujetándose siempre a las órdenes de su providencia, y quedando en cualquier suceso, favorable o contrario, igualmente tranquilo y contento; porque no quiere ni desea sino solamente el cumplimiento de la voluntad divina.
Por esta causa, hija mía, debes estar siempre muy recogida en ti misma, procurando dirigir todas tus acciones a un fin tan excelente y tan noble. Y si alguna vez, pidiéndolo así la disposición interior de tu alma, te movieres a obrar bien por el temor de las penas del infierno, o por la esperanza de la gloria, podrás también en esto proponerte por último fin el agrado y voluntad de Dios, que quiere que no te pierdas ni te condenes, sino que entres en la posesión de la bienaventuranza de su gloria.
No se puede fácilmente decir ni comprender cuán eficaz y poderosa es la virtud de este motivo; pues cualquiera acción, aunque sea vilísima en sí misma, si se hace puramente por Dios, es de mayor excelencia y precio que infinitas otras, aunque sean de mucho valor y mérito en sí mismas, si se obran con otro fin. De este principio nace, que una pequeña limosna dada a un pobre por la sola honra y gloria de Dios, es sin comparación más agradable a sus ojos, que si con otro fin nos despojásemos de todos nuestros bienes; aunque nos moviésemos a esto por la esperanza de los bienes del cielo, bien que este movimiento sea muy loable en sí mismo, y digno de que nos lo propongamos.
Este santo ejercicio de hacer todas nuestras obras con el solo fin de agradar a Dios, te parecerá difícil en los principios; pero con el tiempo se te hará no solamente fácil, sino gustoso si te acostumbras a buscar a Dios, y a desearlo con los más vivos afectos del corazón, como a tu único y perfectísimo bien, que por sí mismo merece que todas las criaturas lo busquen, sirvan y amen sobre todas las cosas.
Y advierte, hija mía, que cuanto más continua y profundamente entrares en la consideración de su mérito infinito, tanto más tiernos y frecuentes serán los afectos de tu corazón a este divino objeto, y por este medio adquirirás más fácil y prontamente la costumbre de dirigir todas tus acciones a su honor y gloria.
Últimamente te aviso que, para adquirir un motivo tan excelente y elevado, se lo pidas con oración importuna a Dios, y consideres los innumerables beneficios que te ha hecho y te hace continuamente por puro amor y sin algún interés suyo.
Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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