-De otro vicio de que debemos guardar el entendimiento para que pueda conocer lo que es útil.-
El otro vicio de que debemos guardar nuestro entendimiento es la curiosidad; porque cuando lo llenamos de pensamientos nocivos, impertinentes y vanos, lo inhabilitamos enteramente para unirse y aplicarse a lo que es más propio para mortificar nuestros apetitos desordenados, y para llevarnos a la verdadera perfección.
Por esta causa, hija mía, conviene que estés como muerta a las cosas terrenas, y que no procures saberlas ni investigarlas, si no son absolutamente necesarias, aunque sean lícitas.
Restringe y recoge cuanto pudieres tu entendimiento, y no le permitas que se derrame vanamente en muchos objetos. No des jamás oídos a las nuevas que corren; los sucesos del mundo no hagan en tu espíritu más impresión que si fuesen imaginaciones o sueños. Aun en el deseo de saber las cosas del cielo has de procurar también ser humilde y moderada, no queriendo saber otra cosa que a Jesucristo crucificado (1 Cor. II, 2), su vida y su muerte, y lo que Él desea y pide particularmente de ti. De las demás cosas no tengas algún cuidado o solicitud, y de este modo agradarás a este divino Maestro, cuyos verdaderos discípulos no buscan ni desean saber sino lo que puede contribuir a su aprovechamiento, y serles de algún socorro para servirle y hacer su voluntad. Cualquier otro deseo, inquisición o cuidado, puede nacer del amor propio, soberbia espiritual o lazo del demonio.
Si tú, hija mía, observas estos avisos, te librarás de muchas asechanzas y engaños, porque la serpiente antigua, viendo en los que abrazan con fervor los ejercicios de la vida espiritual, una voluntad firme y constante, los combate de parte del entendimiento, a fin de ganar por esta noble potencia a la voluntad, y hacerse señor de los dos. Con este fin suele inspirarles en la oración pensamientos sublimes y sentimientos elevados, principalmente si son espíritus vivos, agudos, curiosos y fáciles, prontos a ensoberbecerse y enamorarse de sus propias ideas, para que, ocupándose con deleite en el discurso y consideración de aquellos puntos en que falsamente se persuaden tener con Dios las más íntimas comunicaciones, no cuiden de purificar su corazón, ni de adquirir el conocimiento de sí mismos, ni la verdadera mortificación, de donde nace que, llenos de presunción y vanidad, se formen un ídolo de su entendimiento, y acostumbrándose poco a poco a no consultar en todas las cosas sino a su propio juicio, vengan a imaginarse y persuadirse de que no necesitan del consejo ni dirección ajena.
Éste es un mal muy peligroso y casi incurable; porque es más difícil de curarse la soberbia del entendimiento que la de la voluntad; porque la soberbia de la voluntad, siendo descubierta y reconocida por el entendimiento, puede fácilmente remediarse con una voluntaria y rendida sumisión a las órdenes de aquel a quien debe obedecer. Mas a quien está firme en la opinión de que su parecer es mejor que el de los otros, ¿quién será capaz de desengañarle? ¿Cómo podrá reconocer su error? ¿Cómo se sujetará con docilidad a la dirección y consejo de otro, quien se imagina más sabio y más iluminado que todos los demás? Si el entendimiento, que es la luz del alma con que solamente se puede ver y conocer la soberbia de la voluntad, está enfermo, ciego y lleno de la misma soberbia, ¿quién podrá curarlo?, ¿quién hallará remedio a su mal? Si la luz se trueca en tinieblas, si la regla es falsa y torcida, ¿qué será de todo lo demás? Procura, pues, hija mía, oponerte desde luego a un vicio tan pernicioso, antes que se apodere de tu alma. Acostúmbrate a sujetar tu juicio al ajeno, a no ser demasiado ni presuntuosa ni divagar en las cosas espirituales, a amar aquella simplicidad evangélica que tanto nos recomienda el Apóstol (II Cor. I–Ephes. VI.– Coloss. III), y serás incomparablemente más sabia que Salomón.
Lorenzo Scúpoli C. R. | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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