Rogamos autem vos fratres..., ut vestrum negotíum agatis.
Mas os rogamos, hermanos..., que hagáis vuestra hacienda (Ts., 4, 10-11).
El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante y, con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio... ¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡No se come, no se duerme!
Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive? Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas o cuentos de fantasía.
¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño! Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡duermen, se ríen y se divierten! ¡Rara cosa es este actuar, por cierto!
No hay quien no se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la salvación, que más que todo importa. Llaman ellos mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. "Mas vosotros -dice San Pablo-, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que es el de más alta importancia" ("rogamos vos…, ut vestrum negotium agatis").
Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparable si nos engañamos en él.
Es, sin disputa, el negocio más importante. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde. "Debemos estimar el alma -dice San Juan Crisóstomo- como el más precioso de todos los bienes" ("anima est toto mundo pretiosior"). Y para conocerlo, bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Jn., 3, 16). El Verbo Eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (1 Co., 6, 20).
De tal suerte, dice un Santo Padre, que no parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios ("tam pretioso munere humana redemptio agitur ut homo Deum valere videtur"). Por eso dijo Nuestro Señor Jesucristo (Mt., 16, 26): ¿Qué a cambio dará el hombre por su alma? Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por cual bien del mundo podrá cambiarla el hombre perdiéndola?
Razón tenia San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma. Si hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres terrenales, sin duda les dirían: "¡Cuan locos sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis más que en esas cosas míseras y deleznables, y por ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra vida! ¡Dejadlas, pues, que en ésos bienes sólo deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo se les acaba con la muerte!". ¡Pero no es así, que todos somos inmortales!
¿Cómo habrá, por tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su alma? ¿Cómo puede ser -dice Salviano- que los cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y vivan sin temor? ("Quid causae est quod christianus, si futura credit, futura non timeat?").
Oración:
¡Ah Dios mío! ¿En qué he invertido tantos años de vida que me concedisteis con el fin de que me procurase la salvación eterna? Vos, Redentor mío, comprasteis mi alma con vuestra Sangre y me la disteis para que la salvase; mas yo sólo he atendido a perderla, ofendiéndoos a Vos, que tanto me habéis amado.
De todo corazón os agradezco que todavía me deis tiempo de remediar el mal que hice. Perdí el alma y vuestra santa gracia; me arrepiento, Señor, y aborrezco de veras mis pecados. Perdonadme, pues, que yo resuelvo firmemente preferir en lo sucesivo perderlo todo, hasta la misma vida, antes que perder vuestra amistad. Os amo sobre todas las cosas y propongo amaros siempre, ¡oh Bien Sumo, digno de infinito amor!
Ayudadme, Jesús mío, para que ésta mi resolución no sea como mis propósitos pasados, que fueron otras tantas traiciones. Hacedme morir antes que vuelva a ofenderos y a dejar de amaros.
iOh María, mi esperanza, salvadme Vos, obteniendo para mí el don de la perseverancia!
La eterna salvación, no sólo es el más importante, sino el único negocio que tenemos en esta vida (Lc., 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a asuntos mundanos ("nugae puerorum, nugae vocantur, nugae maiorum, negocia vocantur"). Mayores locuras son las necias puerilidades de los hombres, "¿Qué aprovecha al hombre -dice el Señor (Mt., 16, 26)- si ganare todo el mundo y perdiere su alma?".
Si tú te salvas, hermano mío, nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y despreciado. Salvándote se acabarán los males y serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te engañas y te condenas, ¿de qué te servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida el alma, todo se pierde: honores, divertimientos y riquezas.
¿Qué responderás a Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una gran ciudad un embajador para tratar de algún gran negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes, comedias y espectáculos, y por ello la negociación fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al rey? Pues, ¡oh Dios mío?, ¿qué cuenta habrá de dar al Señor en el día del juicio quien puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse, ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su alma, hubiere atendido?
Sólo en lo presente piensan los mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo así: "Tú, hijo mío, tendrás brillante fortuna: serás buen abogado; prelado después; luego, quizá Cardenal, y tal vez Pontífice; pero ¿y después?, ¿y después?". "Vamos -le dijo al fin-, piensa en estas últimas palabras". Fuese Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras: ¿y después?, ¿y después?, abandonó los negocios terrenos, se apartó del mundo y entró en la misma Congregación de San Felipe Neri, para no ocuparse más que en servir a Dios.
Tal es el único negocio, porque sólo un alma tenemos. Requirió cierto príncipe a Benedicto XII para que le concediese una gracia que no podía, sin pecado, ser otorgada. Y el Papa respondió al embajador: "Decid a vuestro príncipe que si yo tuviese dos almas, podría perder una por él y reservarme la otra para mí; pero como no tengo más que una, no quiero perderlas".
San Francisco Javier decía que no hay en el mundo más que un solo bien y un solo mal. El único bien, salvarse; condenarse, el único mal.
La misma verdad exponía a sus monjas Santa Teresa, diciéndolas: "Hermanas mías, hay un alma y una eternidad"; esto es: hay un alma, y perdida ésta, todo se pierde; hay una eternidad, y el alma, una vez perdida, para siempre lo está. Por eso rogaba David a Dios, y decía (Sal. 26, 4): "Una sola cosa, Señor, os pido: salvad mi alma y nada más quiero".
Con temor y con temblor obrad vuestra salud (Fil., 2, 12). Quien no tiembla ni teme perderse, no se salvará. De suerte que, para salvarse, menester es trabajar y hacerse violencia (Mt., 11, 12). Para alcanzar la salvación, preciso es que, en la hora de la muerte, aparezca nuestra vida semejante a la de Nuestro Señor Jesucristo (Ro., 8, 29). Y para ello debemos esforzarnos en huir de las ocasiones de pecar, y además valernos de los medios necesarios para obtener la salvación.
"No se dará el reino a los vagabundos -dice San Bernardo-, sino a los que hubieren dignamente trabajado en el servicio de Dios". Todos querrían salvarse sin trabajo alguno. "El demonio -dice San Agustín- trabaja sin reposo para perdemos, ¿y tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable, tanto te descuidas?" ("vigilat hostis, dormís tu" ["el hostigador vigila, y tú duermes"]).
Oración:
¡Oh Dios mío! ¡Cuánto os agradezco el que hayáis permitido que me halle ahora a vuestros pies y no en el infierno, que tantas veces he merecido!
Mas ¿de qué me serviría la vida que me habéis conservado si yo continuase viviendo privado de vuestra gracia? ¡Ah, nunca más sea así! Me he apartado de Vos, y os he perdido, ¡oh mi Sumo Bien! Pero me arrepiento de todo corazón. ¡Ojalá hubiese muerto antes mil veces!
Os perdí, mas vuestro Profeta me asegura que sois todo bondad y que os dejáis hallar por las almas que os buscan. Si en lo pasado huí de Vos, ¡oh Rey de mi alma!, ahora os busco. A Vos sólo busco, Señor. Os amo con todo mi afecto. Acogedme, y no os desdeñéis de que os ame este corazón que en otro tiempo os despreció. Enseñadme lo que debo hacer para complaceros (Sal. 142, 10), que yo desea ponerlo por obra.
¡Ah Jesús mío!, salvad esta alma que redimísteis con vuestra vida y vuestra Sangre. Dadme la gracia de amaros siempre en esta vida y en la otra. Así lo espero por vuestros merecimientos infinitos.
Y también, María Santísima, por vuestra poderosa intercesión ante tu Hijo queridísimo lo pido.
Negocio importante, negocio único, negocio irreparable, "No hay error que pueda compararse -dice San Eusebio- al error de descuidar la eterna salvación" ("sane supra omnem errorem est disimulare negotium aeternae salutis"). Todos los demás errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos. Si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedió.
Mas para quien se condena no hay posibilidad de remedio. Una vez sólo se muere; una vez perdida el alma, se perdió para siempre ("periise semel, aeternum est"). No queda más que el eterno llanto con los demás míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya de remediar su desdicha (Jer., 8, 20).
Preguntad a aquellos prudentes siervos del mundo, sumergidos ahora en el fuego infernal, preguntadles lo que sienten y piensan, si se regocijan de haber labrado su fortuna en la tierra, aun cuando se hallen condenados en la eterna prisión. Oíd cómo gimen, diciendo: "Erramos, pues...", (Sb)., 5, 6). Mas, ¿de qué les sirve conocer su error cuando ya la condenación para siempre es irremediable?
¿Qué pesar no sentiría en este mundo el que, habiendo podido prevenir y evitar con poco trabajo la ruina de su casa, la viera un día derribada y considerase su propio descuido cuando no tuviera ya remedio posible?
Tal es la mayor aflicción de los condenados: pensar que han perdido su alma y se han condenado por culpa suya (Os., 13, 9). Dice Santa Teresa que si alguno pierde por su culpa un vestido, un anillo, una fruslería, pierde la paz y, a veces, ni come ni duerme.
¡Cuál será, pues, oh Dios mío, la angustia del condenado cuando, al entrar en el infierno y verse ya sepultado en aquella cárcel de tormentos, piense en su desdicha y considere que no ha de hallar en toda la eternidad remedio alguno! Sin duda, exclamará: "Perdí el alma y la gloria; perdí a Dios, lo perdí todo para siempre, ¿y por qué?, ¡por culpa mía!".
Y si alguno dijere: "Mas, aunque cometa este pecado, ¿por qué me he de condenar? ¿Acaso no podré todavía salvarme?", le responderé: "Podrás condenarte, quizá". Y aún añadiré que es más probable tu condenación, porque la Escritura amenaza con ese tremendo castigo a los pecadores obstinados, como tú lo eres en este instante. "¡Ay de los hijos que desertan!" (Is., 30, 1) -dice el Señor-. "¡Ay de ellos, que se apartaron de Mí!" (Os., 7,13).
Como mínimo, con ese pecado que cometes, ¿no pones en gran peligro y duda tu salvación eterna? ¿Y es tal este negocio que así puede arriesgarse? "No se trata de una casa, de una ciudad, de un cargo; se trata -dice San Juan Crisóstomo- de padecer una eternidad de tormentos y de perder la gloria perdurable" ("de immortalibus supliciis, de coelestis regni amissione res agitur"). Y este negocio, que para ti lo es todo, ¿quieres arriesgarlo en un 'puede ser'? "¿Quien sabe -replicas- , quién sabe si me condenaré? Ya espero que Dios, más tarde, me perdonará". Pero ¿y entre tanto? Entre tanto, por ti mismo te condenas al infierno. ¿Te arrojarías a un pozo diciendo: "tal vez me libraré de la muerte"? Seguramente que no. Pues ¿cómo fundas tu eterna salvación en tan débil esperanza, en un quién sabe?
¡Oh! ¡Cuántos por esa maldita falsa esperanza se han condenado! ¿No sabes que la esperanza de los obstinados en pecar no es tal esperanza, sino presunción y engaño, que no promueven la misericordia de Dios, antes bien provocan su enojo?
Si dices que ahora no confías en resistir a las tentaciones y a la pasión dominante, ¿cómo resistirás luego, cuando en vez de aumentarse te falte la fuerza por el hábito de pecar? Pues, por una parte, el alma estará más ciega y más endurecida en su maldad, y por otra, carecerá del auxilio divino. ¿Acaso esperas que Dios haya de acrecentarte sus luces y gracias después que tú hayas aumentado sin límite tus faltas y pecados?
Oración:
¡Ah, Jesús mío! Atendiendo a la muerte que por mí padeciste, aumentad mi esperanza. Temo que, en el fin de mi vida, el demonio quiera inspirarme desesperación espantosa en vista de las innumerables traiciones que para con Vos he cometido. ¡Cuántas promesas he hecho de no ofenderos más, movido por las luces que me habéis dado, y luego he vuelto a apartarme de Vos esperando que me perdonaríais! De suerte que no me habéis castigado, ¡y por eso mismo os he ofendido tanto! ¡Porque habéis tenido piedad de mí, os hice todavía mayores ultrajes!
Dadme, Redentor mío, antes que salga de esta vida, profundo y verdadero dolor de mis pecados. Me duele, ¡oh Suma Bondad!, el haberos ofendido, y prometo firmemente antes morir mil veces que apartarme de Vos.
Mas, entre tanto, permitid que oiga aquellas palabras que dijisteis a la Magdalena: "tus pecados están perdonados", (Lc., 7, 48), e inspiradme gran dolor de mis culpas antes que llegué el trance de la muerte. De no ser así, temo que ese trance habrá de traerme inquietud y desdicha. En aquel solemne instante, no me cause espanto tu presencia, ¡oh Jesús mío crucificado! (Jer., 17, 17).
Si muriese ahora, antes de llorar mis culpas, antes de amaros, vuestras llagas y vuestra Sangre más bien me darían temor que esperanza. No os pido, pues, consuelo y bienes de la tierra en lo que me reste de vida. Os pido sólo amor y dolor. Oídme, amadísimo Salvador mío, por aquel amor que os hizo sacrificar por mí la vida en el Calvario.
¡María, Madre mía, alcanzadme estas gracias, unidas a la de perseverar hasta la muerte!
San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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