Semana en el Oratorio

Mes de febrero, mes del Amor

5.10.17

El infierno, y la condenación, son para siempre, convéncete


Et Ibunt hi ín supplicium æternum.
E irán éstos al suplicio eterno. (Mt., 25, 46.)


Si el infierno tuviese fin no sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le corta un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas seria grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable. Y no ya los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto continuados sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?

¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música, ni comedia lo que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad? (Ap., 20, 10).




Esta duración eterna es de fe, no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la Escritura. "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno. E irán éstos al suplicio eterno. Pagarán la pena de eterna perdición. Todos serán con fuego asolados" (Mt., 25. 41; Ibid., 46; 2 Ts., 19; Mc. 9, 48). Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. "Allí el fuego consume de tal modo -dice San Bernardo (Med., c. 3)-, que conserva siempre".

¡Insensato seria el que, por disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres nada mas, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo. Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.

Con razón, pues, aun los Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y se lamentaba, exclamando: "¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las llamas infernales!".

Oración:

Si me hubieses, Dios mío, enviado al infierno, que tantas veces merecí, y luego, por tu gran misericordia, me hubieses libertado de él, ¡cuan agradecido no hubiese quedado, y qué vida tan santa hubiese yo procurado tener!
Pues ahora que con clemencia todavía mayor me has preservado de la condenación eterna, ¿qué haré, Señor? ¿Tornaré a ofenderte y a provocar tu ira para que me envíes a aquella cárcel de réprobos donde tantos se hallan por culpas menores que las mías? ¡Ah Redentor mío, así lo hice en la vida pasada! En vez de emplear el tiempo que me diste en llorar mis pecados, lo invertí en ofenderte.
Gracias doy a tu Bondad infinita, que tanto me ha sufrido. Si no fuese infinita, ¿cómo hubiera podido tolerar mis delitos? Gracias, pues, por haberme con tanta paciencia esperado hasta ahora, gracias por las luces que me comunicas para que conozca mi locura y el mal que cometí ofendiéndote con mis culpas. Las detesto, Jesús mío, y me duelo de ellas con todo mi corazón.
Perdóname, por tu sagrada Pasión y muerte, y asísteme con tu gracia para que jamás vuelva a ofenderte. Con razón debo temer que por un nuevo pecado mortal desde luego me abandones. ¡Ah Señor, pon ante mi vista ese temor justísimo siempre que el demonio me provoque a ofenderte! Te amo, Dios mío, y no quiero perderte. Ayúdame con tu divina gracia.
Auxíliame también, Virgen Santísima; haz que siempre acuda a Ti en las tentaciones, a fin de que no pierda a Dios. Tú eres, María, mi esperanza.



El que entra en el infierno jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando, decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca. Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

Puerta para entrar hay en el infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras del Salmista, escribe: "No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo cuando reciba a los réprobos".

Mientras vive en este mundo, el pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr., 11, 7). ¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su desesperación horrenda!

El pobre enfermo, llagado e impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio repentino que le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión! Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un ¿quién sabe? consolador.

El desventurado verá siempre ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para que lo vean siempre (Dn., 12, 2).

El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena de la eternidad. "Lo que ahora padezco -dirá- he de padecerlo siempre". "Sostienen -dice Tertuliano- todo el peso de la eternidad".

Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín: "Quema y corta y no perdones aquí, para que perdones en la eternidad". Los castigos de esta vida, transitorios son: "Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire" (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.

Temámoslos, pues. Temamos la voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su sentencia contra los réprobos: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no tiene fin. Grande es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es ser irrevocable.

Mas ¿dónde?, dirá el incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un instante? ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino por la calidad del delito. "No porque el homicidio se cometa en un momento ha de castigarse con pena momentánea" (1-2, q. 87, a. 4).

Para el pecado mortal, un infierno es poco. A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice San Bernardino de Sena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena infinita en intensidad, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en duración.

Además, la pena debe ser necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sed. 48, 8-9).

"Allí, la culpa -dice el Belluacense- podrá ser castigada; pero expiada, jamás"; porque, como dice San Agustín, "allí, el pecador no podrá arrepentirse", y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal., 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra Dios.

Dice Inocencio III: "Los condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en ellos". Y San Jerónimo afirma que "en los réprobos el deseo de pecar es insaciable". La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se niegan a sanar (Jer., 15, 18).

Oración:

Si estuviese ahora condenado, como tantas veces he merecido, me hallaría obstinado en odio contra Ti, Redentor y Dios mío, que diste por mi la vida. ¡Oh Señor, qué infierno tan cruel seria aborrecerte a Ti, que tanto me has amado, que eres belleza infinita e infinita bondad, digna de infinito amor! ¡Y hallándome en el infierno, me vería en tan infeliz estado, que ni aun querría el perdón que ahora me ofrecéis!
Gracias, Jesús mío, por la clemencia que conmigo tuviste, y pues que ahora aún puedo amarte y ser perdonado, tu amor y perdón deseo... Me los ofreces, y yo los pido y espero alcanzarlos por tus méritos infinitos. Me arrepiento, Bondad Suma, de cuantas ofensas os hice.
Perdonadme, Señor. ¿Qué mal me hiciste para que siempre te aborreciera como a enemigo mío? ¿Qué amigo hay que haya hecho y padecido por mí lo que Tú, Jesús mío, hiciste y padeciste? No permitas que incurra en tu enojo y pierda tu amor. ¡Antes morir mil veces que caer en tal desventura!
¡Oh María, amparadme bajo tu manto, y no permitáis que de él me aparte para rebelarme contra Dios y contra Ti!



Mientras que en esta vida los réprobos desean seguir viviendo en carne, y los santos morir para resucitar en vida, en la vida del infierno la muerte es lo que más se desea. Buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán. Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap., 9, 6). Por lo cual exclama San Jerónimo: "¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes fuiste tan amarga!".

Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a los condenados: los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para seguir atormentándolos con eterno castigo.

De suerte, dice San Gregorio, que el condenado muere continuamente, sin morir jamás. Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quien le compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá.

El emperador Zenón, sepultado vivo en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo, sin duda, se había hecho, patentizaron la horrible desesperación que habría sentido.

Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

¿Y cuánto durará tanta desdicha? Siempre, siempre. Refiérase en los Ejercicios Espirituales, del Padre Señeri, publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno, y respondió, dando señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!

Fue tal el terror de los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes, hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de solamente dos palabras.

¡Infeliz Judas! ¡Más de dos mil años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de empezar su castigo! ¡Desdichado Caín! ¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio de su pena!

Un demonio a quien fue preguntado cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: "Desde ayer". Y como se le replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya mas de cinco mil años desde su condenación, exclamó: "Si supierais lo que es eternidad, comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un instante".

Si algún ángel dijese a un réprobo: "Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar", el réprobo se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser rey. Porque pasarán todos esos millones de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del infierno estará tan solo comenzando sus penas.

Los réprobos desearían recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el infierno las palabras siempre, jamás.

Por burla preguntarán a los réprobos los demonios: "¿Va muy avanzada la noche? (ls., 21, 11). ¿Cuándo amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos y llamas?". Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás! Pues ¿cuánto ha de durar?... ¡Siempre, siempre!...

¡Ah Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen, responden: "Dejadnos. Si vamos al infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!".

¡Oh Dios mío!, no tienen paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de fuego, los tormentos diabólicos, las burlas, las agónicas visiones, el abandono absoluto de Dios y de todos, por toda la eternidad? ¡Qué insensatos!

Oración:

¡Oh Padre de las misericordias! Vos nunca abandonáis a quien os busca. Si en la vida pasada tantas veces me aparté de Vos y no me abandonasteis, no me dejéis ahora, que a Vos acudo. Me pesa, ¡oh Sumo Bien!, de haber menospreciado vuestra gracia trocándola por cosas de tan poco valor. Mirad las sagradas llagas de vuestro Divino Hijo, oíd su voz, que demanda perdón hacia ti, y perdonadme, Señor... Y Tú, Redentor mío, recuérdame siempre los trabajos que por mi pasaste, el amor que me tienes y mi vil ingratitud, por la cual tan a menudo he merecido condenación eterna, a fin de que llore yo mis culpas y viva entregado a tu amor.
¡Ah Jesús mío!, ¿cómo no he de arder en tu amor al pensar que muchos años hace que debiera verme ardiendo en las llamas infernales por toda la eternidad, y que Tú moriste por librarme de ellas, y con tan gran clemencia me libraste? Si estuviese en el infierno, te aborrecería eternamente. Pero ahora te amo y deseo seguir siempre amándote, y espero, por los méritos de tu preciosa Sangre, que así me lo concederás.
Vos, Señor, me amáis, y yo os amo también. Y me amaréis siempre si de Vos no me aparto. Libradme, Salvador mío, de esa gran desdicha de apartarme de Vos, y haced de mí lo que os agrade. Merecedor soy de todo castigo, y lo acepto gustoso, con tal de que no me privéis de vuestro amor.
¡Oh María Santísima, amparo y refugio mío, cuántas veces me he condenado yo mismo al infierno, y Vos me habéis librado de él! Libradme desde ahora de todo pecado, causa única que me puede arrebatar la gracia de Dios y arrojarme a la perdición eterna.



San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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