En una entrevista con María Simma, la vidente que durante la mayor parte de su vida decía que veía ánimas del purgatorio, que iban a ella a pedirle ayuda y oraciones, respondía a una pregunta que le hacían respecto a que si podía haber personas que vivieran ya, en esta tierra, el purgatorio, afirmando categóricamente que sí. Y explicaba esta señora que hubo casos en los cuales algunas personas le pedían a Dios nuestro Señor que les enviaran los castigos en esta vida, y así poder ir directamente -o lo más directamente posible- al cielo en la otra.
Otras personas no piden eso: simplemente, lo tienen. Este es el caso del niño Amara Stover, cuyas imágenes de los tumores que le salen y le deforman dieron la vuelta al mundo hace algunos días. Ante el dolor y, en este caso, el dolor que no parece tener sentido alguno (como es el caso de un niño, ¿qué pecados puede tener un niño?), siempre nos sentimos un poco sobrepasados. Es ese tipo de dolor que muchos ateos utilizan como razonamiento para decir aquello de: "¿ves cómo no existe Dios? Porque si existiera, no permitiría esas cosas".
Ante una visión de ese dolor nos sentimos, ciertamente, sobrepasados. Ni los médicos encuentran cura ni solución, ni muchos creyentes explicación. Ante la cruz, todo nos parece sin sentido, incluso la misma cruz de Jesús, ¿qué culpabilidad tenía Cristo? Ninguna. Y es tentador tomar el papel de San Pedro, diciéndole a nuestro Señor: "no, jamás te puede pasar eso". Y la respuesta de Jesús fue tajante: "apártate de mí, Satanás" (Mateo 16:22). Es una respuesta brutal, pero cierta, porque Pedro, al intentar apartar al Señor de su cruz, estaba tomando el papel de Satanás. Por eso esa respuesta tan firme y directa.
Nosotros, ante el dolor, solemos actuar de una manera parecida: "¿Por qué, Señor? ¡Si tenía tantos planes!". "Por qué a mí, si siempre he intentado hacer tu voluntad". "Por qué a mi hijo, a mi niño, si es tan pequeño...". Por qué, por qué y por qué. Nos creemos en el derecho de increpar a Dios, más aún: en el colmo de nuestra soberbia, hasta le exigimos explicaciones, ¡como si tuviera que dárnoslas!
"Por qué a ese niño, y encima un niño pobre, ¿no había otros niños?". ¿Qué otros niños? ¿Tu hijo? ¿El hijo del otro? ¿El hijo de quién? Incluso intentamos "mejorar" los planes de Dios: "dale la enfermedad a este, que ya tiene cinco hijos", "dásela a uno del tercer mundo, que total se morirá de hambre y sed a los dos días...". Como si nosotros tuviésemos capacidad para hacer de este mundo a nuestro antojo, y a la vista está que no, puesto que hasta en nuestras más pequeñas cosas y detalles cometemos imprudencias, injusticias e innumerables barbaridades.
El horror que produce el dolor nos muestra algo: aflora con fuerza nuestra repulsión, y nos hace ver la lucha entre las dos fuerzas que existen en nuestro interior, que se alzan constantemente la una contra la otra en un combate sin tregua espiritual. Normalmente no nos damos cuenta, la mayoría de las personas que no son creyentes no lo consideran, excepto cuando ven un caso como el de este niño. A su vista, nuestra parte animal, nuestra parte más mundana, más material, siente repulsión. Se ve trastocada, mal a gusto, incómoda. Siente deseos de alejarse o, como hacen los niños en su crueldad, le insultan y le denigran solo porque es diferente. Es lo mismo que muchos animales hacen con sus crías que nacen malformadas: en la mayoría de las ocasiones son rechazadas por la manada, e incluso por sus propias madres. Es también muy parecido a lo que sentían antes los blancos por los negros, viéndolos como una raza inferior, unos seres casi no-humanos por tener características diferentes, y color de piel diferente. Eso es lo que siente, lo que nota nuestra parte más baja, más carnal.
Sin embargo, el hombre es algo único porque, gracias a los dones dados por su Creador, puede elevarse sobre todo eso y hacer que las inclinaciones y depravaciones más bajas e inmundas se sometan a su voluntad. Por eso es que sentimos conmiseración, ternura y hasta cariño por ese niño. Nuestro lado más espiritual, más "divino", que acepta a los hombres por igual y tal y como son, que va más allá de lo que se puede ver a simple vista y que siempre intenta verlo tal y como Dios nos ve, domina y ata nuestros instintos más bajos no solo para sentir misericordia y piedad, sino para amarlo sinceramente.
Esta lucha desigual, esta diferencia tan notoria la sentimos los cristianos en nuestra vida diaria, cuando combatimos la sensualidad, las pasiones o los deseos puramente carnales en que nuestro cuerpo, siempre inclinado al mal, intenta corromperse.Y ante el dolor lo nota todo el mundo, indiferentemente de su credo o de la cantidad de su fe: todos sienten esa repulsión de su parte más baja, y ese combate de su parte más elevada, que tiende siempre a la caridad y al amor para con todos.
Esta es una de las lecciones del dolor pero, por supuesto, no explica la existencia del dolor en sí, ni su razonamiento, algo que ya he tocado en anteriores ocasiones y que no viene a cuento ahora volver a explicar aquí. Quedémonos, por ahora, con esa gran lección: esa lucha tan poco palpable y normalmente tan sutil que, ante semejantes ejemplos de dolor, podemos notar aflorar y casi tocar en las dos principales fuerzas que posee nuestra alma encerrada en este cuerpo, la que le empuja a la tierra inmunda, y la que la hace desear la perfección del cielo, deseando unirse a Dios, su creador, el único que puede satisfacerla ampliamente y en su total plenitud.
| Redacción: Ludobian de Bizance para Oratorio Carmelitano
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