Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

3.5.17

El cristianismo frente a otras religiones


El género humano ha estado vagando durante siglos de generaciones en las más diversas imaginerías religiosas. Antiguas religiones como el mitraísmo, hinduismo o budismo, prometían el paraíso aquí en la tierra, perfeccionar el ser para hacerlo gozar en este mundo. Eran -a su modo, pero prácticamente- lo que en nuestros tiempos prometía el fascismo, el comunismo, el anarquismo o, cómo no, el mismo capitalismo. No lo consiguieron.

El problema es que hay que cambiar el corazón humano, y una ideología que no cambie el corazón humano está abocada al fracaso. Pero eso no es tan sencillo: el corazón humano ha sido hecho por y para Dios, y solo en Dios puede reposar tranquilo.




Otras religiones decidieron cortar por la tangente y convirtieron a los hombres en "dioses". Tales eran los egipcios con sus faraones, o los romanos con sus césares. De esta manera los emperadores y reyes no solo tenían el poder sobre el cuerpo de sus súbditos, sino también sobre sus almas. Acabaron en tragedia porque ningún hombre puede suplir el papel de Dios salvo, obviamente, el mismo Dios.

Existieron también otras creencias que decidieron tomar como dioses y darles culto a las cosas más inverosímiles: la luna, las estrellas, el sol... Incluso el agua, el fuego o el aire. Tratando de buscar a Dios a tientas y donde no estaba, acabaron dándole culto a demonios. Religiones de este tipo eran la celta, y más recientemente cultos que hicieron tanto daño y mal a tanta gente, como los llamados "de la Nueva Era".


En la antigüedad, antes de la era cristiana, era habitual darle culto a ídolos: Artemisa, Atenea, Hércules, Zeus... Y tantos dioses hechos de piedra y latón, de madera y barro, convertidos en seres de culto a los que había que vestir, limpiar, abrillantar y remendar... Porque ellos solos no podían hacerlo. Religiones del mediterráneo, y también nórdicas con sus Odín o Thor eran de este tipo. Eran religiones creadas para que los soldados pudieran luchar con fiereza y sin remordimientos, en un mundo hecho para la conquista de sus jefes guerreros, sin importar a quienes masacraban.

La religión cristiana es la religión pacífica por excelencia, y nos abrió las puertas a algo diferente: al Señor nadie podría haberlo conocido si él mismo no se nos hubiera revelado. Durante los tiempos bíblicos el Señor hizo una preparación, una "catequesis" que culminaría con las enseñanzas de Jesucristo, el Verbo encarnado.


Los cristianos, a diferencia del resto de cultos, no cambian nada en el exterior: de cara hacia afuera son hombres y mujeres "normales y corrientes" (como se dice en la Epístola a Diogneto), cambian su interior y, así, lo cambian todo. El cristiano auténtico solo busca su unión más íntima con Dios, su creador, tratando de vivir con Él, en Él y para Él en esta vida, y su íntima relación es su alegría, su sustento y su vigor.

Mientras los reyes de este mundo intentan encontrar una falsa herencia de sangre real que les dé legitimidad a su estirpe, y los gobernantes un poder material que cambie la sociedad según sus fantasiosos y quiméricos sueños, el cristiano intenta -que no es poco- asemejarse a su Señor en la cruz, "varón de dolores", escándalo para los paganos, y gloria del auténtico Dios.

Amamos a Cristo y esperamos la misma resurrección, como Él ya resucitado, para vivir en Él siempre y eternamente en la vida verdadera, ya que éste terreno de paso, éste "valle de lágrimas", no lo es.

Nos arrebata y nos enciende el fuego de su amor, del que emergen rayos de caridad que iluminan el mundo como jamás se ha visto antes. Por eso miles de testigos han testimoniado su fe en el martirio, dándole poca importancia a su vida terrenal en comparación con la oportunidad de vivir ya siempre en Dios sin ningún impedimento. Esa es una de las grandes diferencias del cristianismo, una creencia totalmente pacífica y amorosa, y que forma parte de la auténtica realidad que mueve al cristiano que vive asentado firmemente en Cristo: que todo lo material es pérdida, la muerte ganancia, y el auténtico vivir es Cristo (Filipenses 1:21).

| Redacción: Ludobian de Bizance para Oratorio Carmelitano

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