Proclamen las naciones, divulguen cielo y tierra, la paternal clemencia del Dios que mi alma adora. A su gloria se levanten, con eterna resonancia, mil himnos de bendición que llenen las esferas.
¡Y tú, mi humilde lira, vuelve a agitar tus cuerdas, y entrega al viento armónicos sonidos!
Mas, ¿quién, Ser inefable, quién hay que pueda cantar las obras de tu poder, y las innumerables muestras de tu bondad? ¿Qué mente las puede evaluar, qué labio las puede expresar, aunque las fé las mire y aunque las sienta el amor?
Tú eres, ¡mi Dios!, Tú eres inmensa misericordia, poder inenarrable, fidelidad suprema.
Tú eres gozo para el triste, para el desvalido eres la fuerza, del moribundo eres la vida, del indigente eres su herencia.
Tú eres el amigo firme que olvida las ofensas; Tú eres el padre tierno que espera al hijo pródigo.
Tú eres el fiel esposo que guarda sus promesas, y el buen pastor que corre tras la oveja descarriada.
¡Oh, Rey omnipotente! Tu resplandor me ciega, tu majestad me asombra, tu juicio me aterra.
Mas, de tu amor divino me das tan grandes pruebas, acercándote por tu piedad a mi indigna alma, que olvidándome de glorias y miserias sólo acierta a amarte, pues solo amante te halla.
Recuerdo que en mis días de acerva desventura, clamé por ti y al punto acudiste a mi defensa. Tu voz me dió consuelo, tu soplo fortaleza, y del oscuro abismo tu diestra me levantó.
Te confié mi causa, y te encargaste Tú de ella, abriendo ante mis pasos una senda ancha y segura.
Tú, que jamás desoyes las quejas del afligido, ni su esperanza burlas, ni su humildad desdeñas, ¡oh Padre de los pobres!, conserva con tu poder siempre en mi pecho impresas tus célicas bondades.
Las gracias que te tributo, postrado en tu presencia, repita con gratitud mientras tenga aliento.
Te consagro mi vida, de mi alma te hago entrega, y de cuanto tú me diste te rindo humilde ofrenda. Te suplico ardientemente que quieras recibirla, y me impongas a cambio las dulcísimas cadenas de tu amor.
Y a la vez, entonen ¡gloria! los cielos y la tierra en tu honor, llenando las esferas con mil himnos de bendición.
Mas tú, mi pobre lira, no agites más tus cuerdas; humilde y silenciosa se postre mi cabeza y, en el interior de mi alma, a solas con el Señor, y solo para el Señor, bendiga al Bienhechor Divino; Bendito su santo Nombre siempre sea.
Amén.