¡Oh divino Jesús recién nacido!, permitid que, repitiendo jubilosos las angélicas palabras, vengamos como los pastores de Belén a adoraros con sencilla fe en la humilde cuna que habéis escogido para Vos. Permitidnos glorificar ante Vos y por Vos al Padre omnipotente, cuya benéfica voluntad venís a ejecutar en la tierra, y al paráclito Espíritu Divino por cuya operación inefable fuisteis encarnado en el virgíneo seno de María.
Transportándose nuestro pensamiento al venturoso pesebre, os contemplamos llenos de alegría en aquellos purísimos y maternales brazos de la que fue bendita entre todas las mujeres, y nos unimos a cuantas generaciones la han aclamado y aclamarán bienaventurada, por las cosas grandes que ha hecho en ella el que es Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se extiende de siglo en siglo a todos cuantos le temen.
¡Oh Salvador del mundo! Dignaos aceptar, por la augusta mediación de esa Madre gloriosa y del fiel custodio de vuestra infancia, San José, los humildes homenajes de nuestra indignidad, y en gozo de vuestro fausto nacimiento, concedednos el perdón de todas nuestras culpas, gracia para no volver a cometerlas, y a cada uno -si conviene- el favor especial que os pide (aquí se puede decir mentalmente lo que se desea alcanzar).
Pero no os pedimos solo para nosotros los divinos favores, pues para todos habéis nacido, Niño poderosísimo, y por todos debemos imploraros en esta gran hora de universal salud, como es vuestro deseo.
Recibid, pues, nuestros rendidos ruegos en favor de vuestra Iglesia, conservadla y santificadla más y más, colmando de bendiciones a su cabeza visible, nuestro Papa, a los obispos y demás pastores de vuestro espiritual rebaño.
Volved también, dulcísimo Jesús, volved la mirada piadosa de vuestros divinos ojos hacia los infieles, herejes y descreídos. Haced brillar vuestra luz para los que yacen entre sombras de muerte, y no permitáis que el infierno esclavice para siempre a ninguno de los que hicísteis vuestros hermanos, al revestiros de la naturaleza humana.
Sí, adorable Dios Niño, nosotros recurrimos a los inmensos tesoros de vuestra caridad en pro de todos los hombres, para que preservéis a los buenos de ominosas caídas, convirtáis a los malos, sanéis a los enfermos, consoléis a los tristes, defendáis a los perseguidos, confortéis a los débiles, protejáis a los desamparados, llaméis a vida eterna a los difuntos.
Nosotros os suplicamos, poniendo por interecesora a la bendita Virgen Madre, y Señora del Carmelo, y a su dignísimo esposo San José, que atendáis asimismo a los votos de nuestros corazones respecto a cuantas personas nos son particularmente queridas, tanto a las vivas como a las difuntas. Por ellos, y por cuantos dedican este día de Navidad con especial intención -a la que nos asociamos-, os rendimos, ¡amable Salvador recién nacido!, mil acciones de gracias por vuestra venida a este valle de lágrimas, como remedio de todas nuestras miserias; y os suplicamos se las tributéis por nosotros al Padre celestial, que nos ha colmando en Vos de toda suerte de bienes.
Amén.