¿Cuál es el cristiano que no haya sentido, cualesquiera que sean las circunstancias de su vida, la íntima y religiosa alegría que trae consigo cada año el santo aniversario del nacimiento de Cristo?
En medio de las brumas y de la melancólica desnudez del invierno, cuando el firmamento aparece como enlutado, cuando los campos sin verdor ni flores se cubren solamente con la monótona blancura de la escarcha y la nieve, cuando en vez de áuras balsámicas, que suspiren amorosamente, sólo se escuchan los silbadores vientos septentrionales... En medio, en fin, de toda la tristeza de la estación más rigurosa, ¿por qué divino encanto siempre es plácida y bella, para las almas creyentes, la larga noche del veinte y cuatro de diciembre?
Es porque no hay tal vez entre los augustos misterios de la religión cristiana, ninguno tan poético y tan tierno como el de un Niño Dios y de una Virgen Madre. Todo en este misterio conmueve al corazón dulce y profundamente: el establo de Belén, los ángeles que promulgan la paz llenando el espacio de insólitas armonías, los pastores que abandonan el rebaño y corren a adorar al divino recién nacido, la joven Madre que lo envuelve en pañales con sus virgíneas manos, mientras que adora en su corazón atónito al Unigénito del Altísimo... ¡Qué grandeza y qué sencillez en este admirable cuadro!
Todavía también habrá familias católicas que se conserven fieles a la antigua tradición de velar tan santa noche, terminándola con una cena de amigos. Gloria sea dada al Señor, por haberse dignado acoger benignamente nuestros homenajes. Gloria le sea dada, y dignese su Divina Majestad dispensar también sus bendiciones, a todos los que quieran seguir las devotas prácticas de estas fechas.
Oración para la tarde de Nochebuena:
¡Oh María! ¡Oh José! En tal día como hoy, en horas como las presentes, llegásteis, después de penosísimo viaje, a la ciudad de vuestros mayores, sin encontrar en ella hospitalario techo que os brindase abrigo contra el viento y el frío de la noche que se aproximaba.
Nadie, ¡augustos viajeros!, nadie abrió ante vosotros caritativa puerta, nadie en la ciudad de David os ofreció un rincón de su casa para que no naciera a la intemperie el Divino heredero de tantos reyes, el Príncipe del solio eterno, anunciado y esperado por tantos siglos.
¡Oh María! ¡Oh José! Pedid a ese Dios que iba con vosotros, y que con vosotros fue desechado por la ceguedad de los hombres, pedidle -os suplicamos- nos libre de la desgracia de rechazarle también en la persona de los mendigos, y que se digne aceptar -como honra tributada a la pobreza, de que eligió vestirse- cuanto en este día y en todos los que pasemos en la tierra, hayamos hecho o hagamos con su gracia en favor de los hermanos necesitados que lleguen a nuestras puertas rendidos del penoso viaje de la vida.
Con esta humilde súplica, Santísimos esposos, os ofrecemos rendidamente el recuerdo cordial que dedicamos a vuestra llegada a Belén -donde debía ver la luz el Salvador del mundo-, y abriendo nuestras almas con ansia de recibirle, aunque indignos de albergarle, nos ponemos a vuestros pies cual sumisos esclavos, para festejaros, serviros y acompañaros.
No nos desechéis por pecadores, ¡Virgen inmaculada, Madre del carmelo!, ¡castísimo patriarca San José!, porque a buscar a los pecadores viene Jesús al mundo. Recibid, por tanto, a nosotros que queremos presentarnos ante vosotros en la hora bendita del nacimiento de Cristo, y a fin de que nos acoja con particular misericordia, interceded por nosotros, como por servidores vuestros que se regocijan de llamarse tales, y que suplirían, si posible les fuera, con tesoros de amor de sus corazones, tributados a vuestros pies, por todo lo que os faltó en Belén la sacratísima noche de la que hacemos conmemoración solemne cada año.
¡Virgen Madre! ¡Dichoso San José! Hénos aquí dispuestos a seguiros al establo, ansiosos de adorar en la gloria de su abatimiento inefable al Príncipe de Paz que viene al mundo. Hénos aquí, transportados en espíritu al pesebre feliz, trono de nuestro dulce monarca.
Dejadnos contemplar y besar esas frías pajas, que serán su cuna dentro de breves horas. Dejadnos contemplar y besar esos pañales, en que le envolverán las maternas y virgíneas manos. Dejadnos, en fin, velar junto a vosotros, aguardando el momento de nuestra salud y bendiciendo a aquella por quien nos la manda el Altísimo.
Exclamaciones:
Viva el pesebre de Belén.
R.: Amén.
Viva el que viene a ser del orbe bien.
R.: Amén.
Viva la Virgen que es madre también.
R.: Amén.
Viva el Patriarca de María sostén.
R.: Amén.
Que todos tres sus bendición nos den.
R.: Amén.
Cántico:
ya llega, ¡oh María!
y es triste y es fría
cual noche invernal.
Mas ¡ah!, no hay asilo
que ofrezca a tu anhelo
de tu augusto abuelo
la tierra natal.
¿Qué harás sin amparo
sabiendo, Señora,
del parto la hora
ya próxima a estar?
¿Qué haras, buen Patriarca,
que ves a tu esposa
gemir congojosa
y asilo no hallar?
Las sombras se extienden
con silencio grave,
su nido halla el ave
su cueva el reptil;
no hay bruto ni insecto
que esté sin guarida,
pues Dios no descuida
ni al ente mas vil.
Tú, ¡Virgen bendita!
Tú, ¡Madre sagrada!
tan sólo olvidada
parece que estás.
Y en tanto abandono,
que espanta y desvía,
¿qué harás, ¡oh María!
qué haras, ay, qué harás?
De pronto un establo
descubre el patriarca
¡del cielo el monarca
quiere allí nacer!
Mirando ab aeterno
del orbe el espacio
solo ese palacio
Él quiso escoger.
¡Vez cual se esclarece
del cielo el arcano!
Nuestro orgullo insano
confunde el Señor.
Y al mundo le enseña
con prueba notoria
que es toda su gloria
miseria y dolor.
Ven, pues, Virgen pura,
ven con regocijo
de tu excelso Hijo
la cuna a admirar.
Del santo pesebre
buscando el abrigo
nosotros contigo
queremos entrar.
Las gélidas pajas
y el helado ambiente
nuestro amor caliente
de tu amor en pos.
Y en grata vigilia
nos halle la hora
que te hará, ¡Señora!
la madre de Dios.
Santa Madre del carmelo,
R.: ruega por nosotros.
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