Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

13.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (29)



CAPÍTULO 10.
Se explica cómo los apetitos entibian y debilitan al alma en la virtud.


1. Lo quinto en que dañan los apetitos al alma es que la entibian y debilitan para que no tenga fuerza para seguir la virtud y perseverar en ella. Porque, por el mismo caso que la fuerza del apetito se reparte, queda menos fuerte que si estuviera entero en una cosa sola; y cuanto en más cosas se reparte, menos es para cada una de ellas, por eso dicen los filósofos que la virtud unida es más fuerte que esa misma si se divide. Y por tanto está claro que, si el apetito de la voluntad se divide en otra cosa fuera de la virtud, ha de quedar más débil para la virtud. Y así, el alma que tiene la voluntad repartida en menudencias es como el agua que, teniendo por donde derramarse hacia abajo, no aumenta su cauce hacia arriba, y así no es de provecho. Que por eso el patriarca Jacob (Gn. 49, 4) comparó a su hijo Ruben al agua derramada, porque en cierto pecado había dado rienda a sus apetitos, diciendo: "Derramado estás como el agua; no crezcas"; como si dijera: "Porque estás derramado según los apetitos como el agua, no crecerás en virtud". Y así como el agua caliente, no estando cubierta en su recipiente, fácilmente pierde el calor, y como las especies aromáticas, puestas al aire, van perdiendo la fragancia y fuerza de su olor, así el alma no recogida en un solo apetito de Dios pierde el valor y vigor en la virtud. Lo cual entendiendo bien David (Sal. 58, 10), dijo hablando con Dios: "Yo guardaré mi fortaleza para ti", esto es, recogiendo la fuerza de mis apetitos sólo a ti.

2. Y debilitan la virtud del alma los apetitos, porque son en ella como los renuevos que nacen en derredor del árbol y le llevan la savia para que él no produzca tanto fruto. Y de estas tales almas dice el Señor (Mt. 24, 19): "¡Ay de los que en aquellos días estuvieren preñados y de los que criaren!". La cual preñez y cría se entiende por la de los apetitos, los cuales, si no se atajan, siempre irán quitando más virtud al alma y crecerán para mal del alma, como los renuevos en el árbol. Por lo cual nuestro Señor diciendo (Lc. 12, 35) nos aconseja: "Tened ceñidos vuestros lomos", que significa aquí tener los apetitos controlados. Porque, en efecto, ellos son también como las sanguijuelas, que siempre están chupando la sangre de las venas, porque así las llama el Eclesiástico (Pv. 30, 15), diciendo: "Sanguijuelas son las hijas", esto es, los apetitos, que siempre dicen: "dame, dame".

3. De donde está claro que los apetitos no ponen en el alma bien ninguno, sino le quitan el que tiene. Y, si no se les mortificare, no pararán hasta despedazarla y hacer de ella lo que dicen que hacen a su madre los hijos de la víbora, que, cuando van creciendo en el vientre, comen a su madre y la matan, quedando ellos vivos a costa de su madre. Así los apetitos no mortificados llegan a tanto, que matan al alma en Dios, por no haberlos matado esa alma antes; por eso dice el Eclesiástico: "Que el apetito sensual y la lujuria no se apoderen de mí, no me entregues al deseo impúdico" (23, 6), y todo lo que en esa alma vive apoderada por los apetitos, son esos mismos apetitos.

4. Pero, aunque no lleguen a esto, es gran lástima considerar en qué estado tienen a la pobre alma los apetitos que viven en ella, cuán desgraciada es para consigo misma, cuán seca para los prójimos y cuán pesada y perezosa para las cosas de Dios. Porque no hay mal humor que tan pesado y dificultoso ponga a un enfermo para caminar, o hastío para comer, cuanto el apetito de criatura hace al alma de pesada y triste para seguir la virtud. Y así, ordinariamente, la causa por la que muchas almas no tienen diligencia y ganas de cobrar virtud es porque tienen apetitos y aficiones no puras en Dios.


12.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (28)



4. No se puede explicar con palabras, ni aún entenderse con la razón, la variedad de inmundicia que los diversos apetitos causan en el alma. Porque, si se pudiese decir y dar a entender, sería cosa admirable y también de enorme compasión ver cómo cada apetito, conforme a su cualidad y calidad, mayor o menor, hace su mancha y asiento de inmundicia y fealdad en el alma, y cómo en una sola desorden de razón puede tener en sí innumerables diferencias de suciedades mayores y menores, y cada una a su manera. Porque, así como el alma del justo en una sola perfección, que es la rectitud del alma, tiene innumerables dones riquísimos y muchas virtudes hermosísimas, cada una diferente y graciosa en su manera, según la multitud y diferencia en los afectos de amor que ha tenido en Dios, así el alma desordenada, según la variedad de los apetitos que tiene en las criaturas, tiene en sí una gran y miserable variedad de inmundicias y bajezas, tal cual en ella la marcan los mencionados apetitos.

5. Esta variedad de apetitos está bien figurada en Ezequiel (8, 10­16), donde se escribe que mostró Dios a este profeta en el interior del templo, pintadas en derredor de las paredes, todas las semejanzas de sabandijas que se arrastran por la tierra, y allí toda la abominación de animales inmundos. Y entonces dijo Dios a Ezequiel: "Hijo del hombre, ¿de veras no has visto las abominaciones que hacen estos, cada uno en lo secreto de su escondrijo?" (3, 12). Y mandando Dios al profeta que entrase más adentro y vería mayores abominaciones, dice que vio allí las mujeres sentadas llorando al dios de los amores, Adonis (8, 15). Y mandándole Dios entrar más profundo todavía, donde vería aún mayores abominaciones, dice que vio allí veinticinco viejos que tenían vueltas las espaldas contra el templo (8, 16).

6. Las diferencias de sabandijas y animales inmundos que estaban pintados en el primer espacio del templo, son los pensamientos y concepciones que el entendimiento hace de las cosas bajas de la tierra y de todas las criaturas, las cuales, tales cuales son -o sea, viles-, se pintan en el templo del alma cuando con ellas sujeta su entendimiento, que es el primer aposento del alma.
Las mujeres que estaban más adentro, en el segundo aposento, llorando al dios Adonis, son los apetitos que están en la segunda potencia del alma, que es la voluntad. Los cuales están como llorando, en cuanto codician a lo que está aficionada la voluntad, que son las sabandijas ya impregnadas en el entendimiento.
Y los varones que estaban en el tercer aposento son las imágenes y representaciones de las criaturas, que guarda y revuelve en sí la tercera parte del alma, que es la memoria. Las cuales se dice que están vueltas las espaldas contra el templo porque, cuando ya según estas tres potencias sujetan al alma con alguna cosa de la tierra de forma firme y resueltamente, se puede decir que tiene las espaldas contra el templo de Dios, que es la recta razón del alma, la cual no admite en sí cosa ni parte de criatura.

7. Y para entender algo de este feo desorden del alma en sus apetitos, baste por ahora lo dicho porque, si hubiésemos de tratar en particular de la menor fealdad que hacen y causan en el alma las imperfecciones, y su gran variedad, y las marcas que dejan los pecados veniales -que es ya mayor que la de las imperfecciones- y su mucha variedad, y tambien la que hacen los apetitos de pecado mortal, que es la total fealdad del alma, y su mucha variedad de formas y maneras, según la variedad y multitud de todas estas tres cosas, sería nunca acabar, ni entendimiento angélico bastaría para poderlo entender. Lo que digo y hace al caso para mi propósito es que cualquier apetito, aunque sea de la más mínima imperfección, mancha y ensucia al alma.


11.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (27)



CAPÍTULO 9.
Se explica cómo los apetitos ensucian al alma, y se da pruebas de ello por comparaciones y autoridades de la Escritura Sagrada.


1. El cuarto daño que hacen los apetitos al alma es que la ensucian y manchan, según lo enseña el Eclesiástico (13, 1), diciendo: "El que tocare a la pez, se ensuciará de ella"; y toca uno la pez cuando en alguna criatura cumple el apetito de su voluntad. En lo cual es de notar que el Sabio compara las criaturas a la pez, porque más diferencia hay entre la excelencia del alma y todo lo mejor de ellas, que hay del claro diamante y del fino oro a la pez. Y así como el oro o diamante, si se pusiese caliente sobre la pez, quedaría de ella afeado y huntado, por cuanto el calor la envolvió y la atrajo, así el alma que está caliente de apetito sobre alguna criatura, en el calor de su apetito saca inmundicia y mancha de él sobre sí.
Y más diferencia hay entre el alma y las demás criaturas corporales que entre un muy clarificado licor y un agua muy sucia. De donde, así como se ensuciaría el tal licor si le añadiesen el agua putrefacta, de esa misma manera se ensucia el alma que se adhiere a la criatura, pues en ella se hace semejante a esa dicha criatura. Y de la misma manera que pondrían marcas los rasgos de tizne a un rostro muy hermoso y delicado, de esa misma forma afean y ensucian los apetitos desordenados al alma que los tiene, la cual en sí es una hermosísima y bella imagen de Dios.

2. Por lo cual, llorando Jeremías (Lm. 4, 7­8) el destrozo y fealdad que estas desordenadas afecciones causan en el alma, cuenta primero su hermosura y luego su fealdad, diciendo: "Sus cabellos" - es a saber, del alma, - "son más brillantes en blancura que la nieve, más resplandecientes que la leche, y más bermejos que el marfil antiguo, y más hermosos que la piedra zafiro. La haz de ellos se ha ennegrecido sobre los carbones, y no son conocidos en las plazas". Por los cabellos entendemos aquí los afectos y pensamientos del alma, los cuales, ordenados en lo que Dios los manda (que es en el mismo Dios), son más blancos que la nieve, y más claros que la leche, y más rubicundos que el marfil, y más elevadamente hermosos que el zafiro. Por las cuales cuatro cosas se entiende toda manera de hermosura y excelencia de criatura corporal, sobre ellas, dice, es el alma y sus actuaciones, que son los nazareos o mencionados cabellos, los cuales, desordenados y puestos en lo que Dios no los ordenó, que es empleados en las criaturas, dice Jeremías que su haz queda y se pone más negra que los carbones.

3. Todo este mal y más aún hacen en la hermosura del alma los desordenados apetitos en las cosas de este siglo. Tanto que, si hubiesemos de hablar explícitamente de la fea y sucia figura que al alma los apetitos pueden transformar, no hallaríamos cosa, por llena de telarañas y sabandijas que sea la comparación, ni fealdad de cuerpo muerto, ni otra cosa cualquiera inmunda y sucia cuanto en esta vida la puede haber y se puede imaginar, a que la pudiesemos comparar. Porque, aunque es verdad que el alma desordenada, en cuanto al ser natural, está tan perfecta como Dios la crió pero, en cuanto al ser de razón, está fea, abominable, sucia, desfigurada, y con todos los males que aquí se van describiendo y mucho más. Y es que aún sólo un apetito desordenado, como después veremos, aunque no sea de materia de pecado mortal, basta para poner un alma tan torpe, encadenada, sucia y fea, que en ninguna manera puede convenir con Dios en una unión hasta que el apetito se purifique. ¿¡Cuál será entonces la fealdad del alma que del todo esté desordenada en sus propias pasiones y entregada a sus apetitos, y cuán alejada de Dios estará y de su pureza!?


10.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (26)



4. Por todo lo cual es para hacer llorar la ignorancia que tienen algunos, que se cargan de extraordinarias penitencias y de otros muchos ejercicios voluntarios, y piensan que les bastará uno y otro para venir a la unión de la Sabiduría divina, si con diligencia ellos no procuran negar sus apetitos. Los cuales, si tuviesen cuidado de poner la mitad de aquel trabajo en huir de sus inclinaciones, aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años. Porque, así como es necesaria a la tierra la labor para que lleve fruto, y sin labor no da cosecha sino malas hierbas, así es necesaria la mortificación de los apetitos para que haya provecho en el alma, sin la cual me atrevería a decir que, para avanzar en perfección y conocimiento de Dios y de uno mismo, nunca le aprovecha más cuanto hiciere que aprovecha la simiente echada en la tierra no labrada. Y así, esas personas no quitan la tiniebla y rudeza del alma hasta que los apetitos se apaguen. Porque son como las cataratas o como las motas en el ojo, que impiden la vista hasta que se echan fuera.

5. Viendo David (Sal. 57, 10) estos casos, y cuán impedidas tienen las almas de la claridad de la verdad, y cuánto Dios se enoja con ellos, habla con ellos diciendo: "Antes que entendiesen vuestras espinas", esto es, vuestros apetitos, "así como a los vivientes, de esta manera los absorberá en su ira Dios". Porque a los apetitos vivientes en el alma, antes que ellos puedan entender a Dios, los absorberá Dios en esta vida o en la otra con castigo y corrección, que será por la purgación. Y dice que los absorberá en ira, porque lo que se padece en la mortificación de los apetitos es tan sólo castigo del estrago que en el alma han hecho.

6. ¡Oh si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que les causan sus aficiones y apetitos, y en cuántos males y daños les hacen ir cayendo cada día en tanto que no los mortifican! Porque no hay que fiarse en que tengan un buen entendimiento, ni de los dones que posean recibidos de Dios para pensar que, si hay afición o apetito, dejará por ello de cegar y oscurecer y hacer caer poco a poco en peor. Porque ¿quién dijera que un varón tan colmado en sabiduría y dones de Dios como era Salomón, había de llegar a sufrir tanta ceguera y torpeza de voluntad, que hiciese altares a tantos ídolos y los adorase él mismo, siendo ya viejo? (3 Re. 11, 4). Y sólo para esto bastó la afición que tenía a las mujeres y no tener el cuidado de negar los apetitos y deleites de su corazón. Porque él mismo dice de sí en el Eclesiastes (2, 10) que no negó a su corazón lo que le pidió. Y pudo tanto este arrojarse a sus apetitos que, aunque es verdad que al principio tenía recato pero, porque no los negó, poco a poco le fueron cegando y oscureciendo el entendimiento, de manera que terminaron por apagarle aquella gran luz de sabiduría que Dios le había dado, de manera que en su vejez abandonó a Dios.

7. Y si en esta persona pudieron afectarle de ese grado, que tenía tanto conocimiento de la distancia que hay entre el bien y el mal, ¿qué no podrán contra nuestra rudeza los apetitos no mortificados? Pues, como dijo Dios al profeta Jonás (4, 11) de los ninivitas, no sabemos lo que hay entre la siniestra y la diestra, porque a cada paso tomamos lo malo por bueno, y lo bueno por malo, y esto de nuestra cosecha lo tenemos. Así, ¿qué será si se añade apetito a nuestra natural tiniebla? Como dice Isaías (59, 10): "Hemos palpado la pared, como si fueramos ciegos, y anduvimos tanteando como si no tuviésemos ojos, y llegó a tanto nuestra ceguera que en el mediodía zozobramos como si fuésemos caminando entre las tinieblas". Habla el profeta con los que aman seguir estos sus apetitos, como si dijera: "porque esto padece el que está ciego del apetito que, puesto en medio de la verdad y de lo que le conviene, no la discierne ni la ve, como si estuviera entre tinieblas".


9.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (25)



CAPÍTULO 8.
Se explica de qué forma los apetitos oscurecen y ciegan al alma.


1. Lo tercero que hacen en el alma los apetitos es que la ciegan y oscurecen. Así como el humo oscurece el aire y no permite que luzca el claro sol; como el espejo empañado no puede reflejar fielmente en sí el rostro; o como en el agua enturbiada por el cieno no se refleja bien la cara del que en ella se mira, así el alma que de los apetitos está tomada, según el entendimiento es como si estuviera entenebrecida, y no da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la Sabiduría de Dios sobrenatural la envuelvan e ilustren con su claridad. Y así dice David (Sal. 39,13), hablando a este propósito: "Mis maldades me prendieron, y no tuve el poder para ver".

2. Y en eso mismo que se oscurece según el entendimiento, se entorpece también según la voluntad, y según la memoria se vuelve rudo y desordenado quien así se encuentra, desviado de su orden recto. Porque, como estas potencias, según sus operaciones, dependen del entendimiento, estando éste impedido, es evidente que lo han de estar también ellas desordenadas y turbadas. Y así dice David (Sal. 6, 4): "Mi alma está muy turbada", que es tanto como decir: "desordenada en sus potencias". Porque, como decimos, ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco la tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está empañado para representar de manera clara en sí el rostro que tiene delante, y menos tiene habilidad la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para recibir con serenidad la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar de forma clara el rostro del que se mira en ella.

3. Ciega y oscurece el apetito al alma, porque el apetito en cuanto es deseo, ciego es porque, de suyo, ningún entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre como el guía de un ciego. Y de aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve, lo cual es como si ambos estuvieran ciegos. Y lo que de ahí se sigue es lo que dice Nuestro Señor por san Mateo (15, 14): "Si el ciego guía al ciego, ambos caerán en el hoyo".
Poco le sirven los ojos a la mariposilla, pues que el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera. Y así podemos decir que el que se ceba de apetito es como el pez encandilado, al cual aquella luz antes le sirve de tinieblas para que no vea los daños que los pescadores le preparan. Lo cual da muy bien a entender el mismo David (Sal. 57, 9), diciendo de los semejantes: "Les sobrevino el fuego que calienta con su calor y encandila con su luz". Y eso hace el apetito en el alma, que enciende la concupiscencia y encandila al entendimiento de manera que no pueda ver su luz. Porque la causa del encandilamiento es que, como pone otra luz diferente delante de la vista, se ciega la potencia visiva en aquella que está colocada en medio y no ve la otra; y como el apetito se le pone al alma tan cerca, puesto que está en la misma alma, tropieza en esta luz primero y se ceba en ella, y así no la deja ver la luz del claro entendimiento, ni la verá hasta que se quite de en medio el encandilamiento del apetito.