CAPÍTULO 10.
Se explica cómo los apetitos entibian y debilitan al alma en la virtud.
1. Lo quinto en que dañan los apetitos al alma es que la entibian y debilitan para que no tenga fuerza para seguir la virtud y perseverar en ella. Porque, por el mismo caso que la fuerza del apetito se reparte, queda menos fuerte que si estuviera entero en una cosa sola; y cuanto en más cosas se reparte, menos es para cada una de ellas, por eso dicen los filósofos que la virtud unida es más fuerte que esa misma si se divide. Y por tanto está claro que, si el apetito de la voluntad se divide en otra cosa fuera de la virtud, ha de quedar más débil para la virtud. Y así, el alma que tiene la voluntad repartida en menudencias es como el agua que, teniendo por donde derramarse hacia abajo, no aumenta su cauce hacia arriba, y así no es de provecho. Que por eso el patriarca Jacob (Gn. 49, 4) comparó a su hijo Ruben al agua derramada, porque en cierto pecado había dado rienda a sus apetitos, diciendo: "Derramado estás como el agua; no crezcas"; como si dijera: "Porque estás derramado según los apetitos como el agua, no crecerás en virtud". Y así como el agua caliente, no estando cubierta en su recipiente, fácilmente pierde el calor, y como las especies aromáticas, puestas al aire, van perdiendo la fragancia y fuerza de su olor, así el alma no recogida en un solo apetito de Dios pierde el valor y vigor en la virtud. Lo cual entendiendo bien David (Sal. 58, 10), dijo hablando con Dios: "Yo guardaré mi fortaleza para ti", esto es, recogiendo la fuerza de mis apetitos sólo a ti.
2. Y debilitan la virtud del alma los apetitos, porque son en ella como los renuevos que nacen en derredor del árbol y le llevan la savia para que él no produzca tanto fruto. Y de estas tales almas dice el Señor (Mt. 24, 19): "¡Ay de los que en aquellos días estuvieren preñados y de los que criaren!". La cual preñez y cría se entiende por la de los apetitos, los cuales, si no se atajan, siempre irán quitando más virtud al alma y crecerán para mal del alma, como los renuevos en el árbol. Por lo cual nuestro Señor diciendo (Lc. 12, 35) nos aconseja: "Tened ceñidos vuestros lomos", que significa aquí tener los apetitos controlados. Porque, en efecto, ellos son también como las sanguijuelas, que siempre están chupando la sangre de las venas, porque así las llama el Eclesiástico (Pv. 30, 15), diciendo: "Sanguijuelas son las hijas", esto es, los apetitos, que siempre dicen: "dame, dame".
3. De donde está claro que los apetitos no ponen en el alma bien ninguno, sino le quitan el que tiene. Y, si no se les mortificare, no pararán hasta despedazarla y hacer de ella lo que dicen que hacen a su madre los hijos de la víbora, que, cuando van creciendo en el vientre, comen a su madre y la matan, quedando ellos vivos a costa de su madre. Así los apetitos no mortificados llegan a tanto, que matan al alma en Dios, por no haberlos matado esa alma antes; por eso dice el Eclesiástico: "Que el apetito sensual y la lujuria no se apoderen de mí, no me entregues al deseo impúdico" (23, 6), y todo lo que en esa alma vive apoderada por los apetitos, son esos mismos apetitos.
4. Pero, aunque no lleguen a esto, es gran lástima considerar en qué estado tienen a la pobre alma los apetitos que viven en ella, cuán desgraciada es para consigo misma, cuán seca para los prójimos y cuán pesada y perezosa para las cosas de Dios. Porque no hay mal humor que tan pesado y dificultoso ponga a un enfermo para caminar, o hastío para comer, cuanto el apetito de criatura hace al alma de pesada y triste para seguir la virtud. Y así, ordinariamente, la causa por la que muchas almas no tienen diligencia y ganas de cobrar virtud es porque tienen apetitos y aficiones no puras en Dios.