Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

11.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (27)



CAPÍTULO 9.
Se explica cómo los apetitos ensucian al alma, y se da pruebas de ello por comparaciones y autoridades de la Escritura Sagrada.


1. El cuarto daño que hacen los apetitos al alma es que la ensucian y manchan, según lo enseña el Eclesiástico (13, 1), diciendo: "El que tocare a la pez, se ensuciará de ella"; y toca uno la pez cuando en alguna criatura cumple el apetito de su voluntad. En lo cual es de notar que el Sabio compara las criaturas a la pez, porque más diferencia hay entre la excelencia del alma y todo lo mejor de ellas, que hay del claro diamante y del fino oro a la pez. Y así como el oro o diamante, si se pusiese caliente sobre la pez, quedaría de ella afeado y huntado, por cuanto el calor la envolvió y la atrajo, así el alma que está caliente de apetito sobre alguna criatura, en el calor de su apetito saca inmundicia y mancha de él sobre sí.
Y más diferencia hay entre el alma y las demás criaturas corporales que entre un muy clarificado licor y un agua muy sucia. De donde, así como se ensuciaría el tal licor si le añadiesen el agua putrefacta, de esa misma manera se ensucia el alma que se adhiere a la criatura, pues en ella se hace semejante a esa dicha criatura. Y de la misma manera que pondrían marcas los rasgos de tizne a un rostro muy hermoso y delicado, de esa misma forma afean y ensucian los apetitos desordenados al alma que los tiene, la cual en sí es una hermosísima y bella imagen de Dios.

2. Por lo cual, llorando Jeremías (Lm. 4, 7­8) el destrozo y fealdad que estas desordenadas afecciones causan en el alma, cuenta primero su hermosura y luego su fealdad, diciendo: "Sus cabellos" - es a saber, del alma, - "son más brillantes en blancura que la nieve, más resplandecientes que la leche, y más bermejos que el marfil antiguo, y más hermosos que la piedra zafiro. La haz de ellos se ha ennegrecido sobre los carbones, y no son conocidos en las plazas". Por los cabellos entendemos aquí los afectos y pensamientos del alma, los cuales, ordenados en lo que Dios los manda (que es en el mismo Dios), son más blancos que la nieve, y más claros que la leche, y más rubicundos que el marfil, y más elevadamente hermosos que el zafiro. Por las cuales cuatro cosas se entiende toda manera de hermosura y excelencia de criatura corporal, sobre ellas, dice, es el alma y sus actuaciones, que son los nazareos o mencionados cabellos, los cuales, desordenados y puestos en lo que Dios no los ordenó, que es empleados en las criaturas, dice Jeremías que su haz queda y se pone más negra que los carbones.

3. Todo este mal y más aún hacen en la hermosura del alma los desordenados apetitos en las cosas de este siglo. Tanto que, si hubiesemos de hablar explícitamente de la fea y sucia figura que al alma los apetitos pueden transformar, no hallaríamos cosa, por llena de telarañas y sabandijas que sea la comparación, ni fealdad de cuerpo muerto, ni otra cosa cualquiera inmunda y sucia cuanto en esta vida la puede haber y se puede imaginar, a que la pudiesemos comparar. Porque, aunque es verdad que el alma desordenada, en cuanto al ser natural, está tan perfecta como Dios la crió pero, en cuanto al ser de razón, está fea, abominable, sucia, desfigurada, y con todos los males que aquí se van describiendo y mucho más. Y es que aún sólo un apetito desordenado, como después veremos, aunque no sea de materia de pecado mortal, basta para poner un alma tan torpe, encadenada, sucia y fea, que en ninguna manera puede convenir con Dios en una unión hasta que el apetito se purifique. ¿¡Cuál será entonces la fealdad del alma que del todo esté desordenada en sus propias pasiones y entregada a sus apetitos, y cuán alejada de Dios estará y de su pureza!?







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