Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

9.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (25)



CAPÍTULO 8.
Se explica de qué forma los apetitos oscurecen y ciegan al alma.


1. Lo tercero que hacen en el alma los apetitos es que la ciegan y oscurecen. Así como el humo oscurece el aire y no permite que luzca el claro sol; como el espejo empañado no puede reflejar fielmente en sí el rostro; o como en el agua enturbiada por el cieno no se refleja bien la cara del que en ella se mira, así el alma que de los apetitos está tomada, según el entendimiento es como si estuviera entenebrecida, y no da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la Sabiduría de Dios sobrenatural la envuelvan e ilustren con su claridad. Y así dice David (Sal. 39,13), hablando a este propósito: "Mis maldades me prendieron, y no tuve el poder para ver".

2. Y en eso mismo que se oscurece según el entendimiento, se entorpece también según la voluntad, y según la memoria se vuelve rudo y desordenado quien así se encuentra, desviado de su orden recto. Porque, como estas potencias, según sus operaciones, dependen del entendimiento, estando éste impedido, es evidente que lo han de estar también ellas desordenadas y turbadas. Y así dice David (Sal. 6, 4): "Mi alma está muy turbada", que es tanto como decir: "desordenada en sus potencias". Porque, como decimos, ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco la tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está empañado para representar de manera clara en sí el rostro que tiene delante, y menos tiene habilidad la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para recibir con serenidad la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar de forma clara el rostro del que se mira en ella.

3. Ciega y oscurece el apetito al alma, porque el apetito en cuanto es deseo, ciego es porque, de suyo, ningún entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre como el guía de un ciego. Y de aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve, lo cual es como si ambos estuvieran ciegos. Y lo que de ahí se sigue es lo que dice Nuestro Señor por san Mateo (15, 14): "Si el ciego guía al ciego, ambos caerán en el hoyo".
Poco le sirven los ojos a la mariposilla, pues que el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera. Y así podemos decir que el que se ceba de apetito es como el pez encandilado, al cual aquella luz antes le sirve de tinieblas para que no vea los daños que los pescadores le preparan. Lo cual da muy bien a entender el mismo David (Sal. 57, 9), diciendo de los semejantes: "Les sobrevino el fuego que calienta con su calor y encandila con su luz". Y eso hace el apetito en el alma, que enciende la concupiscencia y encandila al entendimiento de manera que no pueda ver su luz. Porque la causa del encandilamiento es que, como pone otra luz diferente delante de la vista, se ciega la potencia visiva en aquella que está colocada en medio y no ve la otra; y como el apetito se le pone al alma tan cerca, puesto que está en la misma alma, tropieza en esta luz primero y se ceba en ella, y así no la deja ver la luz del claro entendimiento, ni la verá hasta que se quite de en medio el encandilamiento del apetito.







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