Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

5.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (21)



5. Ya se sabe bien por experiencia que cuando una voluntad se aficiona a una cosa, la tiene en más que otra cualquiera aunque sea mucho mejor, no gustándole tanto como la otra. Y si de una y de otra quiere gustar, a la más principal por fuerza ha de hacer agravio, pues hace entre ellas igualdad cuando en realidad una de ellas es mejor. Y por cuanto no hay cosa que iguale con Dios, mucho agravio hace a Dios el alma que con Él ama otra cosa o se hace a ella. Y pues esto es así, ¿que sería entonces si incluso la amase más que a Dios?

6. Esto tambien es lo que se denotaba cuando mandaba Dios a Moises (Ex. 34, 3) que subiese al monte a hablar con Él. Le mandó que no solamente subiese Él solo, dejando abajo a los hijos de Israel, sino aún que ni las bestias paciesen de frente del monte. Dando por esto a entender que el alma que hubiere de subir a este monte de perfección a comunicar con Dios, no sólo ha de renunciar a todas las cosas y dejarlas abajo, más también los apetitos, que son las bestias, no las ha de dejar apacentar de contra de este monte, esto es, en otras cosas que no son Dios puramente, en el cual todo apetito cesa así, en estado de la perfección. Y así es menester que el camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos; y tanto más presto llegará el alma, cuanto más prisa en esto se diere. Mas hasta que cesen esos apetitos no llegará, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas en perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito. De lo cual también tenemos figura muy viva en el Genesis (35, 2), donde se lee que, queriendo el patriarca Jacob subir al monte Betel a edificar allí a Dios un altar, en que le ofreció sacrificio, primero mandó a toda su gente tres cosas: la una, que arrojasen de sí todos los dioses extraños; la segunda, que se purificasen; la tercera, que mudasen sus vestiduras.

7. En estas tres cosas se da a entender a toda alma que quiere subir a este monte a hacer de sí mismo altar en él, y que aspire a ofrecer a Dios sacrificio de amor puro y alabanza y reverencia pura que, antes de que suba a la cumbre del monte ha de haber perfectamente hecho las tres cosas mencionadas.
Lo primero, que arroje todos los dioses ajenos, que son todas las extrañas aficiones y apegos.
Y lo segundo, que se purifique del poso que han dejado en el alma los dichos apetitos con la noche oscura del sentido que indicamos, negándolos y arrepintiéndose ordinariamente.
Y lo tercero que ha de tener para llegar a este alto monte son las vestiduras mudadas. Las cuales, mediante la obra de las dos cosas primeras, se las mudará Dios de viejas en nuevas, poniendo en el alma un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre, e introduciendo en el alma una nueva experiencia, echadas ya otras ideas e imágenes viejas aparte, haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo (cf. Col. 3, 9), que es la habilidad del ser natural, y vistiendose de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias. De manera que su obrar ya de humano se haya vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en el cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está. Que, por eso, mandaba Dios (Ex. 27, 8) que el altar donde había de estar el arca del Testamento estuviese vacío en su interior, para que entienda el alma cuán vacía la quiere Dios de todas las cosas, para que sea altar digno donde esté Su Majestad. En ese altar tampoco permitía ni que hubiese fuego ajeno, ni que faltase jamás el propio; tanto, que, porque Nadab y Abiud, que eran dos hijos del sumo sacerdote Aarón, ofrecieron fuego ajeno en su altar, enojado, Nuestro Señor los mató allí delante del altar (Lv. 10, 1). Para que entendamos que en el alma ni ha de faltar amor de Dios para ser digno altar, ni tampoco otro amor ajeno se ha de mezclar.

8. No consiente Dios a otra cosa morar consigo en el mismo espacio. De donde se lee en el libro primero de los Reyes (5, 2­4) que, metiendo los filisteos al arca del Testamento en el templo donde estaba su ídolo, amanecía el ídolo cada día arrojado en el suelo y hecho pedazos. Y sólo aquel apetito consiente y quiere que haya donde Él está el guardar la ley de Dios perfectamente y llevar la Cruz de Cristo sobre sí. Y así, no se dice en la sagrada Escritura divina (Dt. 31, 26) que mandase Dios poner en el arca donde estaba el maná otra cosa, sino el libro de la Ley y la vara de Moises, que significa la Cruz. Porque el alma que otra cosa no pretendiere que guardar perfectamente la ley del Señor y llevar la cruz de Cristo, será arca verdadera, que tendrá en sí el verdadero maná, que es Dios, si viene a tener en sí esta ley y esta vara perfectamente, sin otra cosa alguna con ellas (cf. Núm. 17; Heb. 9, 4).

4.10.22

La puerta del camino



Voz cadenciosa de mi Padre amado, que va besando y cierra cada herida; bella y blanca azucena, florecida, fluir de un río que traspasa el vado.

Sueño de eternidad, cielo estrellado, dulzura de esperanza renacida. Pan que sustenta al alma adormecida, todo en el corazón, trigo dorado.

Lejos de mí la angustia del destino, no más dolor, ni dudas, ni tibieza. Se abrió, por fin, la puerta del camino...

...que, entre sombras y luchas de tristeza, la luz me deslumbró de un Sol divino, ¡y me abrasé en su amor, todo belleza!

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (20)



CAPÍTULO 5.
Se continúa mostrando por la autoridad de la Sagrada Escritura y demás eminentes y confiables fuentes, cuán necesario es para el alma ir a Dios en esta noche oscura de la mortificación del apetito en todas las cosas.

1. Por lo dicho se puede atisbar, de alguna manera, la distancia que hay de todo lo que las criaturas son en sí a lo que Dios es en sí, y cómo las almas que en alguna de ellas ponen su afición, esa misma distancia tienen de Dios; pues, como habemos dicho, el amor hace igualdad y semejanza entre los amantes. Esta distancia, al apreciarla bien san Agustín, decía hablando con Dios en los Soliloquios: "Miserable de mí, ¿cuándo podrá mi cortedad e imperfección convenir con tu rectitud? Tú verdaderamente eres bueno, y yo malo; tú piadoso y yo impío; tú santo, yo miserable; tú justo, yo injusto; tú luz, yo ciego; tú vida, yo muerte; tú medicina, yo enfermo; tú suma verdad, yo toda vanidad". Ni más ni menos que todo eso comenta este gran Santo.

2. Por tanto, es suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a ese estado tan elevado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir, según más adelante declararemos; pues es suma la distancia que hay de ellas a lo que en este estado se da, ya que es puramente transformación en Dios. Que, por eso, Nuestro Señor, enseñándonos este camino, dijo por san Lucas (14, 33): "El que no renuncia a todas las cosas que con la voluntad posee, no puede ser mi discípulo". Y esto está claro, porque la doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas para poder recibir el aprecio del espíritu de Dios en sí; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación.

3. De esto tenemos figura en el Exodo (c. 16), donde se lee que no dio Dios el manjar del cielo, que era el maná, a los hijos de Israel hasta que les faltó la harina que ellos habían traído de Egipto. Dando por esto a entender que primero conviene renunciar a todas las cosas, porque este manjar de ángeles no conviene al paladar que quiere tomar sabor en el convite de los hombres. Y no solamente se hace incapaz del espíritu divino el alma que se detiene y apacienta en otros extraños gustos, sino que además enojan mucho a la Majestad Divina los que, pretendiendo el manjar de espíritu, no se contentan con sólo Dios, sino que se quieren deleitar a la vez con el apetito y afición de otras cosas. Lo cual tambien se echa de ver en este mismo libro de la Sagrada Escritura (Ex. 16, 8­13), donde también se dice que, no estando los israelitas contentos con aquel manjar tan sencillo, apetecieron y pidieron manjar de carne, y que Nuestro Señor se enojó gravemente que quisiesen ellos mezclar un manjar tan bajo y tosco con un manjar tan alto y sencillo el cual, y aunque lo era, tenía en sí el sabor y sustancia de todos los manjares. Por lo cual, aún teniendo ellos los bocados en las bocas, según dice tambien David (Sal. 77, 31): "descendió la ira de Dios sobre ellos", echando fuego del cielo y abrasando muchos millares de personas, teniendo por cosa indigna que tuviesen ellos apetito de otro manjar dándoseles el manjar del cielo.

4. ¡Oh si supiesen los espirituales cuánto bien pierden y abundancia de espíritu por no querer ellos acabar de abandonar su apetito por niñerías, y cómo hallarían en este sencillo manjar del espíritu el gusto de todas las cosas si ellos no quisieren gustar las mundanas! Pero no saborean ese divino manjar, y la causa por la que los israelitas no recibían el gusto de todos los manjares que había en el maná era porque ellos no centraban su apetito solamente en él. De manera que no lograban hallar en el maná todo el gusto y fortaleza que ellos podrían tener no porque en el maná no la hubiese, sino porque ellos querían y se desviaban a otras viandas. Así, el que quiere amar otra cosa juntamente con Dios, sin duda es tener en poco a Dios, porque pone en una balanza con Dios lo que sumamente, como ya hemos dicho, dista de Dios.


3.10.22

"Subida al Monte Carmelo", de San Juan de la Cruz, actualizada (19)



5. Por tanto, toda alma que hiciese caso de todo su saber y habilidad para tratar de unirse con la sabiduría de Dios, es en realidad sumamente ignorante delante de Dios, y quedará muy lejos de esa meta. Porque la ignorancia no sabe qué es la sabiduría, como dice San Pablo que esta sabiduría mundana le parece a Dios necedad. Porque, delante de Dios, aquellos que se tienen por inteligentes son muy ignorantes. Acerca de ellos dice el Apóstol escribiendo a los Romanos (1, 22): "Teniéndose ellos por sabios, se hicieron necios". Y sólo van teniendo sabiduría de Dios los que, como niños ignorantes, deponiendo su saber, andan con amor en su servicio. Este tipo de sabiduría la enseñó también san Pablo a los Corintios (1 Cor. 3, 18­19): "Si alguno le parece que es sabio entre vosotros, hágase ignorante para ser sabio, porque la sabiduría de este mundo es locura ante Dios". De manera que, para venir el alma a unirse con la sabiduría de Dios, antes ha de ir no sabiendo que por saber y por su parecer.

6. Y todo el poderío, señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, angustia, y cautiverio. Por tanto, el alma que se enamora de gestas esplendorosas, o de oficios deslumbrantes ante los demás, así como siguiendo a las libertades de su apetito, delante de Dios es tenido y tratado no como hijo, sino como esclavo de bajo valor y cautivo, por no haber querido tomar su santa doctrina, en la cual nos enseña que el que quisiere ser mayor se convierta en el menor, y el que quisiere ser menor sea el mayor (Lc. 22, 26). Y, por tanto, no podrá el alma llegar a la libertad verdadera del espíritu, que se alcanza en su divina unión, porque la servidumbre no puede tener ninguna participación con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres y placeres, porque este es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo. Y esta es la causa por qué Sara dijo a su marido Abraham que echase fuera a la esclava y a su hijo, diciendo que no había de ser heredero el hijo de la esclava con el hijo de la libre (Gn. 21, 10).

7. Y todos los deleites y sabores de la voluntad en todas las cosas del mundo, comparados con todos los deleites que es Dios, son suma pena, tormento y amargura. Y así, el que pone su corazón en ellos es tenido delante de Dios por digno de suma pena, tormento y amargura. Por ello, no podrá alcanzar los deleites del abrazo de la unión de Dios, porque se hace merecedor de la pena y la amargura.
Todas las riquezas y gloria de todo lo creado, comparado con la riqueza que es Dios, es suma pobreza y miseria. Y así, el alma que anhela poseer esa gloria mundana, o la ansía, es sumamente pobre y miserable delante de Dios, y por eso no podrá llegar a la riqueza y gloria verdadera, que es el estado de la transformación en Dios (por cuanto lo miserable y pobre notablemente dista de lo que es sumamente rico y glorioso).

8. Y, por todo lo expuesto, la Sabiduría divina, doliéndose de estos hombres mortales que se hacen feos, bajos, miserables y pobres, por amar ellos esto que estiman hermoso y rico a su parecer, del mundo, les hace una exclamación en los Proverbios (8, 4­6; 18­21), diciendo: "¡Oh varones, a vosotros doy voces, y mi voz es a los hijos de los hombres! Atended, pequeñuelos, la astucia y sagacidad; los que sois insipientes, advertid. Oíd, porque tengo que hablar de grandes cosas. Conmigo están las riquezas y la gloria, las riquezas altas y la justicia. Mejor es el fruto que hallareis en mí, que el oro y que las piedras preciosas; y mis generaciones, esto es, lo que de mí engendraréis en vuestras almas, es mejor que la plata escogida. En los caminos de la justicia ando, en medio de las sendas del juicio, para enriquecer a los que me aman y satisfacer perfectamente sus tesoros".
En lo cual la Sabiduría divina habla con todos aquellos que ponen su corazón y afición en cualquiera cosa del mundo, según habemos ya dicho. Y los llama pequeñuelos, porque se hacen semejantes a lo que aman, lo cual es pequeño. Y, por eso, les dice que tengan astucia y adviertan que ella, la Sabiduría divina, trata de cosas grandes y no de pequeñas como ellos; que las riquezas grandes y la gloria que ellos aman, con ella y en ella están, y no en donde ellos piensan; y que las excelsas riquezas y la justicia en ella moran; porque, aunque a ellos les parece que las cosas de este mundo lo son, les dice que adviertan que son mejores las suyas, diciendo que el fruto que en la Sabiduría hallarán les será mejor que el oro y que las piedras preciosas; y también que ella en las almas genera algo mejor que la plata escogida que ellos aman (Pv. 8, 19). En lo cual se entiende todo género de afición que en esta vida se puede encontrar o tener.

2.10.22

Novena dialogada a la Virgen del Rosario



Director:- Aquí estamos, Señora del Rosario, unidos ante tu altar.
Todos:- Míranos con el mismo amor de Madre con que miras a tu Hijo.
D.- Indícanos con claridad el camino para nuestra vida.
T.- Orientando cada día nuestros pasos hacia Dios.
D.- Graba en nuestros corazones el camino de las virtudes.
T.- La senda de la entrega y del amor.
D.- Ruega Tú por nuestros hermanos difuntos.
T.- Para que encuentren la felicidad eterna en la casa del Padre.
D.- Fortalece a los enfermos y consuela a los tristes.
T.- Ampara a todos los necesitados.
D.- Danos tu ayuda en los gozos, y en los momentos de dolor.
T.- Para que lleguemos, Madre, a la gloria de la Resurrección.

BREVE SILENCIO DE REFLEXIÓN Y PETICIÓN PERSONAL


Oración final:

D.- Saludemos a María con las palabras del ángel.
T.- Dios te salve, María, llena de gracia.
D.- Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo.
T.- Dios te salve, María, llena de gracia. El Señor es contigo.
D.- Bendita entre todas las mujeres y benditos los que te alaban y aman.
T.- Dios te salve, María, llena de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres.
D.- De ti nació Cristo, nuestro Dios, para redimirnos.
T.- Dios te salve, María, llena de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.
D.- Santa María, Madre de Dios.
T.- Ruega por todos los cristianos.
D.- Ruega por los religiosos y sacerdotes.
T.- Ruega por toda la Iglesia.
D.- Ruega por nuestros familiares.
T.- Ruega por nuestros amigos y enemigos.
D.- Por los que no creen ni esperan ni aman a Dios.
T.- Ruega por ellos.
D.- Ruega por nosotros, pecadores.
T.- Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.