Día segundo.
Cual si fuera la última vez, confesaremos, comulgaremos, oiremos misa (no omitiendo nunca nuestras oraciones de costumbre, pero aplicándolas por nuestra propia alma).
Después, visitaremos a nuestro Señor sacramentado. En donde se halle el Jubileo de las Cuarenta Horas, y en dicha santa visita en cualquier caso, dirigiremos al Redentor la Oración de la Preparación que se encuentra al final de este texto, después de adorarle.
Por último, dedicaremos también otra hora, o media, a la oración mental, que en este día podrá centrarse sobre los beneficios de Dios.
Oración del segundo día:
Jesús mío, yo ignoro de qué modo y entre qué gentes y ambiente moriré, y si después de mi muerte tendré amigos que de mí se acuerden para rogar por mi alma. Pero sé, mi dulce Salvador, sé que Vos sois un amigo presente en todas partes, y fiel, poderoso, amante como ninguno.
En este día, por tanto, en que tengo la dicha de haberos recibido sacramentalmente (felicidad que no sé si me será dispensada en la hora solemne de la partida, aunque de vuestra misericordia demando y espero viático tan necesario y consolador); en este día en que puedo llamaros sin temor amigo y esposo de mi alma, porque así le ha placido a vuestra bondad, dejadme, Señor, abrazarme a vuestros pies y pediros la gracia de que no me desamparéis en el terrible trance que por momentos se va acercando.
¡Oh, mi bien! ¡Oh, mi esperanza! Yo os rindo gracias, para cuando llegue aquella hora de la vida que me dísteis y que me rescatásteis a precio de la vuestra, de haberme elegido -sin merecimiento alguno por mi parte- para ser miembro de vuestra Santa Iglesia; de haberme sufrido y aguardado durante los muchos años en que no hice otra cosa que ofenderos; de haberme sacado del abismo del mal, donde ciego me adormecía, por medios llenos de misericordia; de haberme perdonado innumerables reincidencias y rebeldías; de haberme prodigado santas inspiraciones; de haberme amado, en fin, con amor infinito, mostrándomelo con beneficios incesantes, generales y particulares, por todos los cuales, y por los que dispensásteis siempre a mi familia, os tributa mi corazón reconocimiento profundo, aunque muy poco para lo mucho que os debe.
Igualmente, mi Dios, vuelvo mil veces a pediros perdón de todas las culpas de mi vida, a dolerme de haberlas cometido y a sentir no sea mayor mi pesar. Vuelvo mil veces a confesarme miserabilísimo criminal, digno de eternos castigos, y a implorar absolución solo por vuestros merecimientos -que me ofrecéis heredar- no por ningún bien que haya en mí, pues reconozco la absoluta desnudez en que me hallo delante de Vos, sino por vuestra gran benevolencia.
Pero, pues os dignáis, Señor, haceros hoy todo mío; pues me enriquecéis con los tesoros inmensos de vuestras virtudes y méritos inefables, permitidme salir del abatimiento de la propia miseria, y levantando a Vos el alma, pediros con atrevimiento amoroso, con instancia ferviente, con fe segura en vuestra bondad sin límites, que estéis conmigo en la hora de mi muerte, y que antes de salir mi alma de mi cuerpo le concedáis la dicha de oíros decir, como María Magdalena: tus pecados te han sido perdonados: vete en paz.
Yo oso esperar, dulcísimo Jesús, que me habéis de dispensar esta suprema merced, y para más obligaros me aprovecho de vuestra visita para colocar mi alma en la herida de vuestro costado, cerca de vuestro Corazón, escogiendo allí el lecho de mi reposo.
En esa sacratísima llaga, de la que mana incesantemente la sangre que borra todos los pecados del mundo, quiero que me encuentre la muerte..., y desde ella, al mandato de vuestra misericordia, confío en ella misma que saldrá mi alma para arrojarse en vuestros brazos, pudiendo decir con San Pablo: "¡Oh, muerte! ¿Dónde está tu aguijón? ¿Dónde está tu victoria? Yo he triunfado de ti en Jesucristo".
¡Sí, esposo divino de mi alma, Dios amante, Dios amado, Dios de amor! Oídme ahora que os poseo: oídme ahora que os invoco para aquel momento -en que quizás no pueda hacerlo-, y que pongo por intercesores cerca de Vos a vuestra gloriosísima Madre, a ella elijo como Protectora; al feliz custodio de vuestra infancia, el bendito Patriarca San José; a todos los Ángeles; a todos los santos, y en especial a la bienaventurada María Magdalena, que os pedirá caritativa me concedáis en la triste hora de la muerte la santa alegría que a ella le dispensásteis en la hora más bella de su vida.
Para que así lo espere más firmemente de vuestra misericordia infinita, dignaos, Señor, darme ahora vuestra bendición santísima, y sea en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario