Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

19.1.24

Práctica para prepararse ante la muerte (II)



Día primero.
Apenas abramos los ojos, imaginemos escuchar la sentencia que nos condena a la muerte, y reconociéndola justa, dispongamos el corazón para sufrirla resignados.

Puestos enseguida de rodillas, invocaremos a la Santísima Virgen del Carmen, al ángel de la Guarda, y al glorioso Patriarca San José, a quien los fieles veneran como especial abogado para alcanzar una buena muerte, rogándoles con todo lo íntimo del corazón que nos asistan y amparen.





Este día se ayunará rigurosamente, y el que no pudiere hacerlo se impondrá otra mortificación, verbi gracia: no hablar sino lo absolutamente indispensable; o privarse de determinada cosa que le sea grata y le esté permitida.

Tanto en este día como en los dos siguientes de este ejercicio, se oirán misas por la propia alma, y el que pueda debe hacerlas decir expresamente por su intención (nota: La santa Misa, oída con la debida devoción, tiene concedidos treinta mil y ochocientos años de indulgencia -aplicables también a las almas del purgatorio-).

Ya sea en la misma Iglesia donde se oigan las misas, ya a la vuelta a nuestra morada, o antes o después de la oración de la mañana, recitaremos devotamente la Oración de la Preparación que incluimos al final. En el resto del día y de la noche -distribuyendo los actos como convenga con nuestras costumbres y nuestras indispensables ocupaciones-, practicaremos con espíritu de penitencia lo siguiente:

- Una hora, o media hora por lo menos, oración mental; y sino estamos acostumbrados a ella y nos cuesta excesivo trabajo y fatiga, dediquemos dicho espacio de tiempo siquiera a una lectura reflexiva que trate sobre este asunto (que en este primer día deberá ser sobre la malicia del pecado en general, y en particular los de nuestra vida pasada).

- Visitar un cementerio, para reflexionar en él la nada de todas las grandezas e intereses mundanos, diciéndonos a nosotros mismos que dentro de algunos años, y aun quizá sólo de algunos días, iremos forzosamente a hacer compañía a los que yacen convertidos en podredumbre en aquel triste lugar, y por los cuales rogaremos al Señor rezando algunos Padrenuestros y Avemarías en sufragio de sus almas.

- Finalmente, en este primer día nos prepararemos del mejor modo posible para confesar y comulgar al siguiente, absteniéndonos -lo mismo que en los dos días restantes de este ejercicio- de toda diversión y conversaciones inútiles y vanas, pues se debe no perder de vista ni un momento que nos estamos preparando para el gran trance de la muerte.



Oración del primer día:
¡Creador y Dios mío! Sabiendo que tengo que morir, e ignorando cuándo y cómo habré de comparecer ante vuestra justicia a rendiros cuentas de mi vida, me postro hoy humildemente al pie de la Cruz, símbolo de mi redención, para implorar por la divina Sangre de Jesucristo que corrió en ella vuestro perdón y vuestra gracia.

¡Oh Señor!, tiemblo al considerar los muchos años pasados en el desorden y en la indiferencia, años que darán testimonio contra mí en aquel tremendo juicio, al que me acerco sin cesar. Tiemblo al ver tan escaso el número de buenas obras que el ángel de mi guarda podrá presentar como descargo de mi alma, y desfallecería completamente sino se interpusiese entre vuestra justicia y mis pecados esa Cruz a cuya sombra me acojo, ofreciéndoos la Encarnación, el Nacimiento, las virtudes, las oraciones, la vida entera, la Pasión y muerte de vuestro Santo Hijo, y rogándoos que os dignéis aceptar -con ellas y por ellas- cuanto como preparación de mi salida del mundo y en sufragio de mi pobre alma, ejecutare en este y en los dos siguientes días, y a lo cual uno a mi intención todo lo que de vuestro agrado haya hecho desde que empecé a existir, todo cuanto haga en lo sucesivo con el poderoso auxilio de vuestra divina gracia, así como los trabajos y dolores por los que he pasado o deba pasar en esta vida terrestre, particularmente los padecimientos que tenga en mi última enfermedad y agonía.

¡Sí, Juez Altísimo!, recibid como el óbolo de la viuda del Evangelio, la pequeña ofrenda de propiciación que uno al valor infinito de la que os ofrece eternamente Jesucristo por todos los pecadores. Recibidla, Señor, según la grandeza de vuestra misericordia, y disponedme Vos mismo para que reciba santamente la muerte a que me habéis justísimamente condenado.

¡Venid ahora en mi auxilio, poderosa Virgen Madre, mi Reina del Carmelo! También ángeles y santos del Señor, venid a ser mis abogados y protectores para este día, y para el día ignorado de mi salida del mundo. ¿Quién me asegura que se me dará tiempo para invocaros entonces? ¿Cómo podré hacerlo con la debida instancia y devoción, en medio de las angustias de aquel trance? Permitidme, pues, encomendaros ahora mi alma; permitidme llamaros en mi asistencia con voces del corazón. Permitidme esperar que me seréis favorables en el momento decisivo, y que cuanto yo quisiera al presente decir a mi Dios entonces, se lo diréis vosotros en nombre mío, a fin que me perdone y me admita en su reino.

No soy digno, no soy digno; confieso mi miseria, me reconozco merecedor de abandono y castigo, me confundo bajo el peso de mis enormes culpas; pero sé que el Padre Celestial no quiere la muerte del pecador. Sé que su Hijo divino con su muerte me conquistó la vida eterna. Sé que el Espíritu Santo puede en un momento iluminar y purificar mi alma con la luz de su verdad, y la llama de su amor.

He aquí los fundamentos de mi esperanza. Esperanza que se fortifica con la certeza de que no me desamparará vuestra caridad. Benditos del Señor, pedidle, pedidle misericoria para este pecador.

¡Misericordia, mi Dios, misericordia para el día de mi muerte! Yo acepto esa muerte, tal cual os plazca enviármela, deseando satisfacer por mi parte vuestra divina Justicia. La acepto como resto precioso del Cáliz de mi Redentor, que quiero beber uniéndome a su sacrificio. La acepto como completa destrucción del hombre viejo, y esperando renacer en un nuevo hombre espiritual por Jesucristo. La acepto, Señor, humildemente, y desde ahora para aquel momento perdono ante Vos a cuantos me hayan ofendido o perjudicado. Os suplico me perdonéis todo cuanto contra Vos, contra mis prójimos y contra mí mismo, haya yo hecho durante mis días terrenales, y os entrego mi espíritu, poniéndolo en vuestras manos por las de mi dulcísimo Jesús, y rogándole me haga partícipe de los sentimientos con que Él os entregó el suyo.

Que la gloriosa Reina de los Santos, que toda la corte celestial, a quien he invocado, os repita -cuando mi lengua se hiele con el frío de la muerte- el grito de esta alma que os dice al pie de la Cruz:

¡Perdón, Dios mío!
¡Perdón, Dios mío!
¡Perdón, Dios mío! ¡Perdón y misericordia!
¡Librad esta alma de la muerte eterna!
¡Dadle entrada en vuestro reino!
Concededla por Jesucristo, veros y adoraros por los siglos de los siglos.


Amén.




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