Siguiendo el orden que hemos establecido al principio de estos sufragios, que es el mismo adoptado por la Iglesia, el tercero de ellos es la limosna. Una de las ignorancias más perniciosas que hay en el mundo es el creer que la limosna sea simplemente de supererogación y dé consejo, o lo que es lo mismo, que no es necesaria para alcanzar la salvación. Error funesto que trae engañados a los mundanos, a los cuales impele con fiera saña hacia el abismo.
La limosna, sépase, es un precepto impuesto por la ley natural, la escrita y la evangélica. Cierto es que aquella primera ley grabó en el corazón del hombre el amor a sus semejantes, y que este sentimiento de la naturaleza nos dicta a todos que no basta amar al prójimo con una afección estéril y puramente interior, es necesario que esta dilección salga afuera y se muestre en la acción; por eso dice el Discípulo amado en una de sus Epístolas: "Hijitos míos, no amemos de palabra, ni de lengua, sino de obra y de verdad".
Vayamos ahora a la ley escrita. Dice el Señor: "No faltarán pobres en la tierra de tu habitación, por tanto Yo te mando que abras la mano a tu hermano menesteroso y pobre". "Hijo, no defraudes la limosna del pobre". "A Dios da a logro el que hace misericordia con el pobre, y sus réditos se los dará a él".
La ley evangélica está igualmente llena de los mismos preceptos. He aquí algunos: "El que tuviere riquezas de este muudo, y viere a su hermano tener necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo iba a estar la caridad de Dios en él (5)?". "De lo sobrante dad limosna, y todas las cosas os son limpias".
Proponiendo el Salvador a sus discípulos la parábola del mayordomo injusto, les dijo: "Granjeaos amigos con las riquezas de iniquidad, para que cuando falleciereis os reciban en las eternas moradas".
Estos amigos que nos hemos de granjear, a nuestro modo de ver son las almas del Purgatorio, mediante las limosnas que diésemos por ellas a los pobres tan tiernamente amados de Dios, y las riquezas de iniquidad son los bienes de fortuna de que tan común abuso se hace. Teniendo, pues, favorables a los pobres, los cuales siendo buenos nos han de encomendar a Dios, y asegurada por otra parte la gratitud y amistad de las almas que hayan salido de penas por nuestras limosnas, de esperar es que cuando dejemos este mundo, Dios ha de permitir que nos salgan al encuentro y nos reciban gozosas de nuestro triunfo para acompañarnos a la gloria.
Pero no es nuestro ánimo el cantar las excelencias de la limosna, únicamente apuntamos a la ligera algunos de los textos de la Sagrada Escritura para demostrar el valor de aquella obra de misericordia, a fin de que se persuadan los limosneros de lo mucho que aprovecha aplicada a los difuntos.
Desde la fundación de la Iglesia se ha usado siempre el dar limosnas en los funerales y aniversarios de los difuntos. El Papa San Clemente dice que el asunto ordinario de la predicación del Príncipe de los Apóstoles era el exhortar a los fieles a que diesen sepultura a los muertos, celebrar piadosamente sus exequias, hacer oración y dar limosnas por ellos. Orígenes escribía en el siglo III: "Convocamos a los fieles juntamente con el clero, e invitamos a los necesitados, a los pobres, pupilos y a las viudas, ministrándoles abundantemente el sustento, para que sirva de refrigerio y descanso a los difuntos, la festividad que celebramos a sus exequias".
En el libro de Tobías se lee: "Pon tu pan y tu vino sobre la sepultura del justo". Y dice Migne que significa: "Después de la muerte del justo, da limosna a los pobres para que oren por el alma del difunto". Y añade que eso precisamente denota aquello del Eclesiástico: "Al muerto no le prohibas la gracia".
Dice Tobías: "La limosna libra de la muerte, y ella es la que purga los pecados, y hace hallar misericordia y vida eterna".
Tertuliano dice: "Un día en el año hacemos ofrendas por los difuntos".
San Agustín: "Si para encomendar a Dios las almas de los difuntos se hacen limosnas, ¿quién duda que sufragan a aquellas almas por quienes se ora?".
San Jerónimo alaba a Pamachio, porque con el bálsamo de las limosnas regó o ungió el cadáver de su mujer.
Y el Crisóstomo, que floreció en el siglo V, decía: "¿Quieres honrar a los muertos? Pues cesa en los lamentos; menos lágrimas y más limosnas".
Era entonces costumbre, la que por desgracia no hemos abandonado del todo, de hacer extremosas demostraciones de duelo siempre que fallecía algún pariente o amigo, y aquel Santo, sin condenar el natural sentimiento, clamaba contra los que se abandonaban en manos del dolor, enseñándoles lo que debían hacer para honrar a los difuntos. No se censura que la naturaleza pague el débito a la aflicción y a las lágrimas; ¿cómo fuera esto posible sabiendo que el Salvador lloró en la muerte de su amigo Lázaro? Lloremos, sí; mas no como aquellos "qui spem non habeat", como dice el Apóstol; hemos de llorar como nos lo aconseja el Sabio con estas palabras: "Hijo, derrama lágrimas sobre el muerto..., y no desprecies su sepultura; mas no abandones tu corazón a la tristeza".
Omitiendo hablar, por innecesario, de otros santos Padres y Doctores que tan bellos panegíricos nos han dejado de la limosna aplicada a los difuntos, citaremos por excepción a Soto, de quien son estas frases: "No permita Dios se atreva jamás nadie a negar que el principal de los sufragios, y el primero que se debe ofrecer por los muertos, es el incruento Sacrificio del Altar; pero yo digo, que después de celebrar un cierto número de Misas, las que correspondan a la categoría y condición del finado, mejor aún que el continuar celebrando centenares y millares de Misas, es el distribuir entre los pobres las más abundantes limosnas. La necesidad de algunos pobres, aun la corporal, puede ser de tal índole, que llegue a corresponderle aquello de la Escritura: 'Quiero misericordia, y no sacrificio'. Y en el día del juicio ninguna otra razón dará el Supremo Juez para salvar o condenar, mas que aquello de 'Tuve hambre, y me disteis de comer.... Pues lo que hicisteis a uno de mis hermanos pequeñitos, a Mí lo hicisteis'".
Esto dice Soto, aludiendo sólo a los que se han de salvar, y pudiera concluir el texto evangélico que sigue, diciendo: "Apartaos de Mí malditos, al fuego eterno. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, etc.".
Citas:
- I Juan, III; Deuter. XV, 11; Eccl. IV, 1; Prov. XIX, 17; I Juan, III, 17; Luc., XI, 41; Tob. IV, 18; Eccl; Oseas, VI; Mateo XXV, 41, 42, etc.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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