Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

19.3.21

Sobre la cesión del mérito satisfactorio a las ánimas del Purgatorio



Antes de entrar en materia urge tener presente que toda obra buena, hecha en estado de gracia, produce estos cuatro frutos o efectos:

- 1.° El meritorio, que consiste en aumentar la gracia y la gloria de aquel que practica la buena obra, y este efecto no puede cederse a nadie.

- 2. º El propiciatorio, que es hacer a Dios propicio, aplacando la ira de su justicia divina.

- 3.° El impetratorio, destinado a obtenernos gracias y favores de parte de Dios.

- 4.º El satisfactorio, llamado así porque con él se satisface la pena temporal merecida por nuestros pecados.




Ahora bien, sólo el último de los frutos de nuestras buenas obras es el que cedemos a las almas del Purgatorio, a fin de que les sirva de presupuesto para pagar la pena temporal que adeudan a la justicia divina por los pecados cometidos. Los otros tres frutos, que son los más ventajosos, quedan con nosotros.

El principal efecto de nuestras buenas obras es el meritorio, porque éste nos hace ser más amados de Dios, adquiriendo así nuevos títulos a la gloria.

Siendo la gracia un bien tan excelente, claro está que nos interesa conservar la que recibimos, y aumentarla además por todos los medios que nos fuere posible; y pocos medios habrá, si es que hay alguno, más seguros que el cambio de nuestras satisfacciones en méritos, lo cual se verifica aplicando el fruto satisfactorio de las buenas obras a las almas del Purgatorio.

Estar en gracia, ser amigo de Dios, es el supremo bien de todos los bienes. Tanto es así, que el acrecentar un poquito la gracia, el hacerse algo más agradable al Señor es una dicha tan preeminente, que si Su Majestad diera a uno el señorío que tuvo Adán sobre todo el universo antes de su prevaricación, y le enriqueciera además y hermoseara con cuantas perfecciones naturales tienen los nueve coros de los Angeles, no le favoreciera tanto como dándole el más pequeño grado de gracia.

Sobre este punto el P. Nieremberg se expresa de este modo: "Es, pues, esta gracia un don divinísimo, una cualidad inestimable que infunde Dios al alma con que la levanta a un ser sobrenatural y grado divino, que trascendiendo toda naturaleza criada y que se puede criar, la ensalza sobre todo ser y perfección natural, y hace a quien la posee participante con un modo admirable de la naturaleza misma de Dios en su grado supremo, en cuanto excede a toda otra esencia, endiosando al alma y haciéndola agradable a Dios, esposa suya, hija, amiga y compañera, habitando en ella con particular presencia el Espíritu Santo, enriqueciéndola con sus dones, dotándola de todas las virtudes sobrenaturales, hermoseándola con admirables resplandores de santidad, y concediéndola derecho legítimo al reino de los cielos".

Larga parecerá esta cita, pero no cabe duda que para lo mucho que en ella se dice, en bien pocas palabras se resume. ¡Qué asombro no causa el contemplar bienes tan inestimables! Bien pudiéramos hacer más de lo que hacemos por adquirir nuevos y mayores méritos que nos hicieran acreedores a esa gracia tan deseable.

Pues bien, si de veras apetecemos acaudalar méritos, el renunciar a las satisfacciones en favor de las almas hace indudablemente que se aumenten aquéllos de un modo inexplicable. Y se comprende porque siendo la caridad la reina de las virtudes, y no pudiendo tener lugar aquella renuncia sin que se envuelva en ella un bellísimo rasgo de caridad, tanto más meritorio cuanto más acendrada sea, necesariamente ha de haber en ello un mérito de suma importancia. De aquí procede que todas las obras comprendidas en esta enajenación del fruto satisfactorio en alivio de las almas, son por el mismo hecho elevadas a la más alta perfección. De manera que el ayuno, que de su naturaleza pertenece a la templanza; la oración, que de suyo se queda dentro de la esfera de la Religión; la limosna, que no sale de los límites de la misericordia, y así de otras virtudes, aplicadas a los fieles difuntos, adquieren un valor y dignidad tan grandes, que cambian en cierto modo de naturaleza y se subliman al ser de caridad muy perfecta.

Hemos dicho antes que el fruto meritorio es el primero y principal de los que engendran las buenas obras, y que es muy superior al fruto satisfactorio, en razón de que por éste sólo se consigue el eximirse de alguna pena temporal cuyo reato considerado en sí mismo no hace al hombre más pecador, así como su desaparición por el fuego no le hace tampoco más justo; pero el aumentar el mérito en un grado de gracia vale más que la tierra, que el cielo y que todo lo criado.

Y no solamente hay inconmensurable distancia del fruto meritorio al satisfactorio, sino que no son pocos los teólogos que sostienen, que si fuera posible acrecer a los bienaventurados muchos grados de gloria privándoles de uno solo de gracia, ninguno de ellos aceptara el cambio, porque si aquella mayor gloria les haría más felices pero no más agradables a Dios, antes bien el grado de gracia de que se les privara les disminuiría algo la amistad de Dios, en la cual cifran ellos su mayor gloria.

Siendo, pues, esto así, y que no en un grado sino en muchos se aumenta el mérito renunciando el fruto satisfactorio de las buenas obras en mitigación de las penas que sufren las almas, aunque uno se prive de este auxilio, ¿qué entendimiento hay que no alcance a comprender la ganancia que en esta permuta obtiene?

Si las benditas almas tuvieran la esperanza que nosotros tenemos de poder subir un grado más en la cercanía y amistad de Dios, cierto es que todos sus tormentos les parecerían suaves, pudiendo decir de ellas aquello que la Iglesia aplica a San Esteban: "Lapides torrentis illi dulces fuerunt". Sí; las piedras, los garfios, las catastas, los ecúleos y el torrente de suplicios del Purgatorio se les harían dulces y apetecibles, si supieran que habían de lograr con ello hacerse más amadas de Dios. ¿Quién que esto considere no se sentirá azorado por el deseo de alcanzar un bien que debiera ser tan codiciado? ¿Quién no se resolverá a hacer un trueque tan ventajoso?

Y aunque no es posible averiguar los grados de gracia que se aumentan haciendo cesión de nuestras satisfacciones a favor de las almas del Purgatorio, con todo bien podemos ponderarlo por la generosa donación que en ello se envuelve, subrogándose en cierto modo quien tal hace en lugar de las almas, para experimentar en sí los padecimientos a que ellas estaban sujetas, lo cual constituye un rasgo de caridad verdaderamente sublime.

Tratándose de la caridad entre los individuos de la gran familia humana que vivimos en este mundo, no puede haber una de más subidos quilates que aquella de que nos habla el Salvador por San Juan, c. XV, 10, diciendo: "Ninguno tiene mayor caridad, que aquel que pone su vida por sus amigos". Mayor caridad con exceso infinito fue la del mismo Salvador, que puso su vida por sus enemigos; pero aquí no hablamos de esto, el amor de Jesucristo hacia el hombre es del todo inefable, único y sin ejemplar.

Caridad grande es la de los Mártires, los cuales dan la vida del cuerpo por amor de la fe; pero es mucho mayor ofrenda y sacrificio más cruento el ofrecer uno su misma alma a los tormentos del Purgatorio, porque no tiene comparación el entregar la garganta, acaso por unos instantes, al cuchillo del verdugo, con entrarse por las llamas del Purgatorio para permanecer en ellas, si tal cumple a la justicia divina, hasta la consumación de los siglos.

De lo que se deduce, que la voluntaria y total cesión del fruto satisfactorio en obsequio de los difuntos aventaja al martirio, o sea al acto de ofrecer por Dios la vida natural, que de todos modos en plazo más o menos breve se ha de acabar.

Tengamos entonces confianza; renunciemos en subsidio de las santas almas a nuestras pobres satisfacciones.

No haya miedo que nos arrepintamos de haber sido generosos por amor de Aquel que todo lo dio, absolutamente todo, por amor nuestro. Fiel es Dios, y no permitirá que los que de tal suerte le imitan, sean arrojados en las tinieblas exteriores; no, no consentirá que el enemigo ponga su inmunda planta sobre nuestra cerviz, y en son de triunfo exclame: "Praevalui adversus eum" ("He prevalecido contra él"). La Escritura dice: "Aquel que es inclinado a misericordia, será bendito, porque de sus panes dio al pobre. Victoria y honra adquirirá, quien dones da; porque arrebata el alma de los que los reciben".

Sí; las almas socorridas con el pan de nuestra limosna, arrebatadas de reconocimiento hacia sus bienhechores elevarán por ellos sus manos al cielo, y su oración madrugará más que el sol, por la urgencia con que será atendida, recogiendo con abundancia el sabroso maná de la gracia.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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