Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

2.3.21

La misericordia con los difuntos



Define San Agustín la misericordia, diciendo, ser cierta compasión que produce en nosotros la miseria ajena, la cual nos compele a remediarla, si podemos. El objeto de la misericordia es, por lo tanto, el socorro de la miseria del prójimo, de lo que se deduce que cuanto la necesidad es mayor, será también de más aventajados quilates la misericordia usada con ella. Habiendo, pues, demostrado en los textos precedentes que la miseria y penalidades que sufren las almas del Purgatorio son incomparablemente mayores que las que se padecen en esta vida, se sigue necesariamente que la misericordia ejercitada con ellas es obra excelentísima.

Es Dios quien nos enseña a ser misericordiosos, porque de su bondad infinita como de su única fuente procede toda misericordia. Por eso dice el Profeta Rey: "Suave es el Señor para con todos, y sus misericordias son sobre todas sus obras".




Quiere decir que la misericordia divina trasciende a todo lo creado, y por lo mismo no sólo es obra de misericordia el perdón de los pecados y la redención del mundo, mas también la creación de los Ángeles, la fábrica del universo, la efusión de la gracia santificante, la... ¿Pero para qué cansarnos en enumerar las maravillosas invenciones y obras admirables hijas todas de la misericordia del Todopoderoso? En las mismas obras de justicia campea hermosamente la misericordia del Hacedor. A este propósito dice el Doctor Angélico: "Deus semper miseretur, puniendo citra condignum, et premiando ultra condignum". Así es: siempre que Dios nos castiga, lo hace como forzado y a más no poder, y nos impone menos pena de la que merecemos; y siempre que nos premia, lo hace como Padre que se desentraña por la felicidad de sus hijos, y nos da más de lo merecido.

Tan indulgente y compasivo se muestra Dios en todas sus manifestaciones, que analizando éstas algunos teólogos llegaron a pensar que en muchas de las obras divinas parece que no se concilian la justicia y la misericordia, toda vez que esta segunda se levanta y prevalece sobre aquella, siendo así que una y otra son infinitas. Pero no hay ni puede haber en esto nada inconciliable: Dios quiere castigar al pecador que no ha hecho penitencia, pero quiere también salvar al pecador arrepentido.

Explicado, pues, así, visto es que nada tienen de opuesto y contradictorio aquellos dos atributos.

En vista de una tal graciosísima misericordia, ¿quién no la tendrá con las que tanto necesitan de ella? ¿Quién que de veras aprecie su alma no se compadecerá de las atribuladas almas del Purgatorio, tan dignas de ser socorridas? ¡Qué obra espiritual tan grande no es a los ojos de Dios, la de abrir las puertas de la terrible cárcel en que están encerradas aquellas almas! Aun la misericordia corporal es meritisima, y sube de precio no sólo cuando es mayor la pobreza, pero también cuando se emplea con personas justas.

No despreciemos, pues, ni perdamos de vista tan fecundos principios; analicemos cada una de aquellas razones de preferencia, y veamos si las mismas se encuentran en las almas del Purgatorio.

- 1a razón. La santidad. Desde luego es evidente que en el Purgatorio puede haber almas santísimas, como consta de la de San Severino y otras, las cuales sin perder nada de sus grandes méritos, se estén purificando de algunas imperfecciones de que no hicieron penitencia. ¿Quién duda que la persona más santa del mundo, no siendo preservada por especial privilegio, puede entrar en el Purgatorio por alguna leve impaciencia u otra parvedad cometida en la hora y punto de su muerte?.

- 2a. La pobreza. Es ésta tan grande, que excede con mucho a la de los mayores mendigos de este mundo; porque siendo su necesidad extrema, no pueden por sí mismas remediarla.

- 3a. El procomún. Son igualmente útiles en gran manera al bien común, por lo mucho que nos interesa el que vayan pronto a gozar de Dios, pudiendo estar bien persuadidos de que han de ser nuestras medianeras y abogadas cerca del supremo Juez de vivos y muertos.

- 4a. El parentesco. Tampoco ha de faltar a las almas el título de parientes, y por cierto algunas de ellas creemos que lo han de ser con los más de nosotros muy conjuntas, pues pocos de los hijos de la Iglesia militante dejarán de tener en la Iglesia purgante personas con quienes estén ligados con vínculos de estrecho parentesco.

¿Podemos, pues, dejar de aliviarlas aprovechando para ello las continuas ocasiones que la Providencia nos depara?

Ahora séanos lícito formular un pensamiento que nos ha sugerido la lectura de la Sagrada Biblia, pensamiento cuya exposición, si bien no hemos de ser tan inmodestos que nos atrevamos a calificar de genuina, no deja, sin embargo, de tener bastante semejanza y fondo de verdad. Trátase de las dos unciones hechas en la adorable persona del Salvador.

- 1a Unción. Uno de los Evangelistas se expresa de este modo: "Y una mujer pecadora que había en la ciudad, cuando supo que estaba (Jesús) en la mesa en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro lleno de ungüento. Poniéndose a sus pies en pos de El, comenzó a regarle con lágrimas los pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y le besaba los pies, y los ungía con el ungüento".

- 2a Unción. Otro Evangelista dice así: "Y estando Jesús en Betania en casa de Simón el leproso, se llegó a El una mujer que traía un vaso de alabastro de ungüento precioso, y lo derramó sobre la cabeza de El estando recostado a la mesa".

Nótese bien la diferencia de aquellas dos unciones. La vez primera unge la mujer los pies del Señor, y la segunda úngele la cabeza. ¿A qué costumbre obedece, o a qué fin conduce esta mudanza de estilo? Nótese más: ¿por qué la primera unción se dice hecha simplemente con ungüento, y a la segunda se le añade el adjetivo "precioso"? Todavía más. ¿Cuál pudo ser la causa para que la segunda vez, según otro de los Escritores sagrados (Marcos, XIV, 3), quebrase la mujer el frasco, y no hiciera en la primera una tan espléndida demostración de su culto y amor al Hijo de Dios? ¿En qué estriba el mayor realce que se da a la segunda unción? A todas estas preguntas contesta el mismo Señor, diciendo: "Mittens enim haec unguentum hoc in corpus meum, ad sepeliendum me fecit" ("Porque derramando ésta este ungüento sobre mi cuerpo, para sepultarme lo hizo").

Lo cual parece quiere dar a entender que aquella mujer, eternamente dichosa, teniendo en cuenta que se aproximaba la muerte del Redentor, y que dada la rabiosa persecución de los judíos era de temer que no tuvieran tiempo ni ocasión para poder ungir su cuerpo santísimo después de muerto, como era costumbre entre los hijos de Israel, llena de un santo fervor quiso prevenirle con esta obra.

Por lo mismo tan agradecido y satisfecho quedó el Salvador con esta segunda unción, que fué como una figura y preparación de su cuerpo muerto, que en el mismo instante a las palabras arriba dichas, añadió: "En verdad os digo, que en todo lugar donde fuere predicado este Evangelio en todo el mundo, se contará también lo que ésta ha hecho para memoria de ella".

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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