Una señora de Milán, al parecer muy piadosa, por nombre Cornelia, se apareció después de muerta a una amiga suya, y la dijo:
- ¡Ay de mí, y cuan diferentes son los juicios de Dios de los juicios de los hombres! Yo estoy en el Purgatorio, y deberé permanecer en él por mucho tiempo.
Admirada la amiga al escuchar tales palabras, dijo:
- Dime, ¿pues qué pecados pudiste cometer para sufrir tan largo encierro? ¡Cómo! ¿Despuésde tantas confesiones, tan frecuentes comuniones y tantas indulgencias, te resta todavía tanto Purgatorio?
- Sí - la dijo -, sabe que mi tibieza no me dejó sacar fruto de mis confesiones y comuniones. Y en cuanto a las indulgencias, debo decirte que fueron poquísimas las que gané, por mis malas disposiciones. Ahora es necesario que supla yo aquella penitencia que no hice cuando podía satisfacer con medios tan fáciles como eran los que estaban en mi mano.
Yo, pues, os ruego que meditéis en las palabras de la difunta Cornelia. Una mujer que parecía un ángel; una mujer que tenía tanta fama de santidad y confiesa, sin embargo, que había ganado muy pocas indulgencias por sus malas disposiciones. Lo que le sucedió a esta mujer sucede, y quiera Dios no sea mucho peor, a tantos de nosotros.
Somos fríos en la caridad, flojos en la penitencia, y cumplimos las obras que hacemos con notable negligencia. Y sabe Dios si al cabo de la vida hemos conseguido ganar una sola indulgencia en favor de las almas del Purgatorio. ¡Oh Jesús mío!, ¿de qué sirve que Vos hayáis puesto en la Iglesia un tesoro tan precioso, perenne e inexhausto como las santas indulgencias, si nosotros no las poseemos, si nosotros no las gozamos? Más podéis Vos, Señor, que nosotros podemos desear; más queréis Vos, que nosotros podemos pedir, y nosotros os pedimos, ¡oh Jesús, Salvador nuestro!, paz, reposo y bienandanza para las benditas almas del Purgatorio.
(Mese sul Purgatorio, di Lanza, p. 246).
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