La caridad, que es hija de Dios, nos impone el deber de amar a nuestros semejantes, como miembros que somos de un mismo cuerpo místico cuya cabeza es Jesucristo. Entre los que vivimos en este mundo y los del Purgatorio existe una unión íntima que nos constriñe fuertemente, y no podemos prescindir de ella sin faltar a lo que a nosotros mismos nos debemos, puesto que el Evangelio dice que con la misma medida con que midiéremos a los demás, seremos también medidos.
En virtud de la comunión de los Santos, las almas del Purgatorio forman parte lo mismo que nosotros de la gran familia de Cristo, y como sus intereses nos son comunes, nuestras han de ser igualmente sus pérdidas y quebrantos, toda vez que en una familia bien regulada no puede darse que sufra un miembro sin que los demás se resientan.
Por lo mismo, aun dada la hipótesis imposible de que nosotros no tuviésemos ningún deber de justicia que nos obligase a procurar el bien de aquellas almas, el espíritu cristiano nos lo impondría de un modo imprescindible.
Ciertamente, obligados estamos a orar por los difuntos porque, como dice el Apóstol, aun cuando callen las profecías, cesen las lenguas y se destruya la ciencia, la caridad subsistirá, porque nunca se acaba; y así vemos que cuando el alma sale del cuerpo dejando a éste frío cadáver, la Iglesia no manda arrojar aquellos mortales despojos en un muladar como materia asquerosa y vil, sino que tiene cuidado de que se les dé sepultura en lugar consagrado por la Religión, y que se celebren honras, como propiamente se dice, y sobre todo que se atienda al bien de aquella alma con Oficios de difuntos, Misas y otros sufragios.
Esta obra de ejercitar la piedad con los difuntos fue muy propia de los antiguos Patriarcas. Leemos en el Génesis que Abrahán sepultó el cuerpo de su esposa Sara en la cueva doble de Ephrón, adquiriendo el terreno mediante el desembolso de una crecida suma. Isaac e Ismael sepultaron a su padre Abrahán en la dicha cueva doble al lado de Sara.
Y es famoso lo que José hizo con el cadáver de su padre Jacob. Después de haberlo hecho embalsamar con suma delicadeza y cuidado, le llevó a la tierra de Canaán acompañado de los primeros dignatarios y señores de la corte de Faraón, de los principales de la tierra de Egipto, y de un magnífico y lucidísimo cortejo, habiendo empleado siete días en celebrar las exequias con grande y acerbo llanto.
Y cuan agradable hubo de ser a Dios la obra de enterrar los muertos en que Tobías se empleaba lo sabemos por las palabras que dijo a éste el ángel San Rafael: "Cuando orabas con lágrimas y enterrabas los muertos, y dejabas tu comida, y escondías de día los cadáveres en tu casa y los enterrabas de noche, yo presenté al Señor tu oración" (Tob. XII, 12). Que fue lo mismo que decirle: "No te maravilles ni espantes al ver la lluvia de gracias que Dios ha derramado sobre ti y sobre tu familia por amor tuyo, enviándome a mí para acompañar a tu hijo, librando a éste del pez que estaba a punto de devorarle, dándole por mujer a Sara, ahuyentando al demonio que mataba a los maridos de ésta la primera noche de sus bodas, cobrando la deuda de Gabelo, llenándote la casa de riquezas y restituyéndote la vista. Yo soy el ángel Rafael, que por voluntad del Señor vine a hacer estas obras en ti, por la gran misericordia que usaste con los muertos dándoles sepultura". En todo lo cual se ve de cuánto mérito sea delante de Dios el hacer bien a los difuntos, y el gran premio que deben esperar aquellos felices mortales que en tan loable operación se ejercitan.
Nuestro Seráfico doctor San Buenaventura dice: "Dignos son de ser socorridos por los demás miembros de la Iglesia, aquellos que murieron en caridad". ¡Y tanto! Porque así como la cabeza que es Cristo, unida a los que vivimos en este mundo y a los del Purgatorio, formamos todos una sola persona mística, nosotros y las almas como miembros de aquella persona tenemos precisión de auxiliarnos mutuamente, seguros de que cuanto hiciéremos por los otros miembros, lo recibirá el Salvador con la misma gratitud que si por El lo hiciésemos; como si estando Su Majestad en la cárcel lo visitásemos, si teniendo hambre le diésemos de comer, si hallándose sediento le diésemos de beber, etc., conforme a lo declarado por el mismo piadosísimo Señor.
Pero por ventura dirá alguno: "¿Qué tengo yo que ver con las almas del Purgatorio, cuando ellas no han de poder hacer nada en mi favor, ni necesito yo tampoco de su amparo?". Si tal cosa u otra parecida nos dijere alguno, desde luego le contestaríamos diciendo que semejante proposición no puede nadie sostenerla en buena doctrina católica, porque aparte de que tenemos una completa e indestructible seguridad fundada en la infinita misericordia y amorosa providencia de Dios, de que las agradecidas almas, que como justas es imposible que cierren el corazón a la correspondencia, y nos han de pagar cualquier beneficio que de nosotros reciban con el ciento por uno cuando estén en el cielo, todavía durante el tiempo de su expiación en el Purgatorio nos han de servir de mucho cuantas veces sepan, que sí lo sabrán, por lo menos en general, el bien que hacemos por ellas.
¡Que no necesitamos del amparo de las almas! ¡Pobrecitas prisioneras menospreciadas por la dureza de los corazones humanos! Responda a esto por nosotros el gran Doctor de las gentes: "No puede el ojo decir a la mano: 'No he menester tu ayuda', ni tampoco la cabeza a los pies: 'No me sois necesarios'. Antes los miembros del cuerpo que parecen más flacos, son los más necesarios" (I Cor., XII, 21-22). Esto dice el Apóstol. ¿Habéislo entendido? Los miembros más débiles los más necesarios.
Despreciad si os atrevéis a las tan desvalidas almas, y veréis a pesar vuestro a lo que su debilidad alcanza. No que debáis esperar de ellas el menor daño, seguros podéis estar, pero sí que se ofenderá con ello su Esposo celestial acaso más que si a El mismo insultaseis. Y, ¡oh cuánto es de temer su enojo por tal causa motivado!
Fuera cosa de ver que los miembros de un mismo cuerpo provocando un cisma, no quisieran vivir unidos entre sí. Aun cuando fuese cierto, que no lo es, sino muy al contrario, que las almas del Purgatorio no quisieran o no pudieran corresponder a nuestros favores, ¿sería justo y razonable el negarse a hacerles bien so pretexto de que no podían ellas ayudarnos? Permítasenos preguntar: ¿es posible hallar unos ojos que no cuiden ni les importe lo más mínimo el ver dónde ponen los pies? Apenas se concibe. Sigamos preguntando: ¿por ventura el muslo o la pierna ayudan a la mano? No. ¿Y habrá mano que no haciendo caso del muslo o de la pierna heridos, se niegue a aplicarles la medicina? ¡Eh!, me diréis, eso no hay que preguntarlo, porque se contesta a sí mismo. Pues bien: apliquemos esta regla a nuestro caso, las almas del Purgatorio y nosotros somos miembros de un mismo cuerpo; somos consiervos, somos hermanos; no podemos prescindir de socorrerlas sin faltar a nuestro deber.
San Juan Crisóstomo, (Hom. LXIX), declara: Que los Apóstoles, primeros maestros de la fe, ordenaron que en la Misa se hiciese conmemoración de los difuntos. Y para que ninguno piense que ellos inventaron esto, afirma que lo hicieron por inspiración y por ordenación del Espíritu Santo.
Y en la liturgia del sacrificio Eucarístico, instituida por el apóstol Santiago el Menor, llamado el hermano del Señor, primer Obispo que fue de Jerusalén, se manda repetidas veces hacer oración por los difuntos. El sacerdote ruega de esta suerte: "Acuérdate, Señor Dios nuestro, de los católicos que sienten bien de la fe, desde el justo Abel hasta el día de hoy. Haz, Señor, que descansen en la región de los vivientes en tu reino", etc. Y en otro lugar: "Haz que sea acepta y agradable nuestra ofrenda, santificada por el Espíritu Santo..., para descanso de las almas de los que murieron antes que nosotros". Y más adelante: "Para la remisión de nuestros pecados..., y descanso de nuestros padres y hermanos que salieron de esta vida, digamos en alta voz: Usa, Señor, de tu misericordia". En fin, es inútil que nos empeñemos aquí, abusando de la paciencia de nuestros lectores, en ordenar una letanía de autoridades probando la obligación que tenemos de aliviar a las almas del Purgatorio, por ser esta una cosa tan clara como la luz del mediodía. Tan sólo diremos que poniendo toda la confianza en Dios, es preciso orar sin tregua ni descanso, según leemos en el Evangelio: "Es necesario orar siempre, y no desfallecer" (Luc. XVIII, 1). O también: "Nada te impida de orar siempre, y no te avergüences de justificarte hasta la muerte". O bien lo San Pablo: "Orad sin interrupción" (Tesalonicenses).
"Yo he conocido" - dice el P. Fr. Isidro de León (Místico cielo, tomo 4, pág. 160) -, "un Religioso lego bien ocupado en cierta oficina, que cumpliendo con ella muy puntualmente, sacaba once horas de tiempo entre el día y la noche para la oración; y otros más desocupados por su vejez, y no estar ya para el trabajo corporal, casi todo el día y también la noche no salían del coro o la iglesia, empleados y extáticos en este ejercicio. También otros, así coristas como ya sacerdotes ocupados en estudio y otros ministerios, además de los Oficios divinos, que son bien largos, no les parece mucho gastar de ordinario seis o siete horas en el mismo ejercicio de la oración. Y aún en el siglo conocí y conozco muchas personas que tenían y tienen tan largos ratos, y casi las noches enteras en altísima contemplación". Y tratándose de sacar almas del Purgatorio, ¿qué no debemos hacer por ellas? ¿Por ventura nos arredrará alguna dificultad? Locura fuera el suponerlo. Limpiad, Señor, a las benditas almas del Purgatorio, y quedarán más blancas que la nieve. Compadeceos de sus miserias y eternamente alabarán vuestro santo Nombre.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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