Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

18.2.21

Gratitud de las almas del Purgatorio



Es la gratitud un sentimiento por el cual nos consideramos obligados a corresponder al beneficio o favor que recibimos de otro. Importa tanto en el arancel de la misericordia divina la piedad que usamos con los necesitados, que por un triste vaso de agua que alarguemos a un sediento en nombre de Jesucristo, este benignísimo Señor nos ofrece un galardón del todo excesivo. Y si tal recompensa promete a lo que se hace por los vivos, ¿qué premio no dará al bien que se obra por los difuntos, mayormente si se atiende a que la sed o la necesidad de éstos es millares de veces mayor que la que podemos experimentar en este mundo?

Regla de justicia es que el agradecimiento debe guardar proporción con el beneficio recibido, y juntamente con la mayor o menor necesidad de quien lo recibe; y como quiera que el beneficio que a las pobrecitas almas se hace, implica un bien en cierto modo infinito, en razón a que con él las llevamos o aproximamos a Dios, y como la necesidad de las mismas ya no puede ser mayor, su reconocimiento a aquellos que les dispensan algún bien necesariamente ha de ser grande.




Todo lo que se hace en sufragio de las almas lo toma Dios por su cuenta y lo anota en la partida de su cargo, diciendo por San Mateo: "Aquello que hicisteis por alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis". ¡Qué bondad tan inefable la del Señor, que cuanto más pobre y necesitado, cuanto más atribulado y puesto en olvido se ve el hombre, más cerca de él está Dios! ¿Y quién hay en el mundo tan reciamente afligido, tan falto de socorro y desamparado como las almas del Purgatorio? Por cierto que es muy digna de ser envidiada la suerte de los que peregrinamos por este valle de llanto, no precisamente en sí misma, toda vez que nuestra miseria es lastimosa y la incertidumbre de nuestra salvación no tiene nada de lisonjero, pero sí es envidiable por hallarnos en estado de poder aliviar a las almas. Si lo hacemos así, como en lo demás enteramente no lo desmerezcamos, bien seguros podemos estar de que en el tremendo día del juicio hará gran misericordia de nosotros el justo Juez. El mismo lo dice por David: "Bienaventurado aquel que piensa en el pobre y en el necesitado, en el día malo le librará el Señor".

Merecidas son las alabanzas que la Sagrada Escritura hace de aquel esforzado campeón de los judíos, Judas Macabeo. Su memoria llena de bendiciones se deslizará por la corriente de los siglos hasta el fin del mundo. ¿Y por qué? Por aquel tan sublime rasgo de piedad con que se acordó de los difuntos, enviando a Jerusalén doce mil dracmas de plata, para que se ofreciese un espléndido sacrificio por los pecados de los que habían muerto en la campaña.

No quedó sin recompensa este noble sentimiento, esta verdadera explosión de acendrada caridad, pues que sin contar con los más prósperos sucesos que en lo sucesivo tuvo el inmortal Macabeo, mereció que se le aparecieran el gran sacerdote Onías y el profeta Jeremías, que estaban en el seno de Abrahán, animándole a proseguir sus batallas a gloria de Dios y esplendor de su patria. Y no se limitaron aquellos dos esclarecidos varones, modelos ambos de santidad y de patriotismo, a loar las proezas de aquel valeroso caudillo. Hicieron más, pues adelantándose hacia él Jeremías, le entregó una espada de oro, diciendo: "Toma esta espada, como don de Dios, con la cual derribarás a los enemigos de mi pueblo, Israel" (Macabeos, XV).

Más y más fortalecido Judas con tan belicosas palabras, salió, dice Josefo (Be Antiquitatibus, lib. XII, cap. 16), a pelear con Nicanor, general del rey Demetrio, conduciendo sólo mil guerreros. Y de tal suerte le favoreció la victoria, que, como dice el mismo Sagrado Texto en el lugar citado, dejó muertos en el campo treinta y cinco mil hombres, incluso Nicanor.

A tal obra de piedad hecha por Judas Macabeo en sufragio de los fieles difuntos, tal triunfo obtenido sobre sus enemigos. ¡Ah! ¡El vaso de agua derramada en medio de los braseros del Purgatorio, después de apagar aquellas llamas, revierte siempre colmado de oro a las manos de aquel que generosamente lo vertió!

Pero, ¡qué decimos el vaso de agua! Una sola gota, una obra buena, por insignificante que sea, agradecen más de lo que se puede decir aquellas olvidadas almas.

En la sexta parte de las Crónicas de la Orden Seráfica, al capítulo XVI, léese en la vida de San Diego, que este Santo tenía de costumbre el pulsar la campana todas las mañanas antes del amanecer, con el toque que en la Orden se llama "Apelle". Y tomando luego el acetre del agua bendita, iba rociando con el hisopo las sepulturas de la iglesia y enterramiento de los frailes. Y sucedió que cierto día, mientras se hallaba ocupado en esta devota operación, repentinamente se abrieron las sepulturas, saliendo fuera los difuntos cuyos cuerpos estaban allí enterrados, los cuales con ansiosas voces comenzaron a clamar y decir: "¡A mí, padre santo; a mí, a mí!". Y habiéndolos San Diego rociado a toda prisa para templarles el ardor del fuego, diéronle las gracias y se volvieron todos uno por uno a sus sepulcros.

Otro ejemplo cuenta el P. Fr. Elias de Santa Teresa, provincial que fue de la Orden del Carmelo, a quien se debe dar crédito, así por haber sido varon muy docto y santo, como por testificar de hecho propio. Refiere, pues, que un mercader muy amigo suyo, el cual con los malos tiempos que corrían hacía años que no lograba dar salida al gran acopio de géneros que tenía almacenados, lo que le tenía puesto en tan grave necesidad que no podía ya sustentar a su familia. Viéndole aquel Padre en tan gran apuro, le aconsejó que ofreciese algunas Misas a los difuntos para cuando tuviesen salida sus artículos de comercio; lo hizo así, y en pocas semanas despachó con ganancia muy considerable lo que en tantos años no había podido vender.

No es menos elocuente e idóneo para corroborar la gratitud de las almas el siguiente ejemplo de que da fe el V. P. Fr. Jerónimo Gracián. Dice así: "Don Cristóbal de Rojas y Sandoval, hijo del marqués de Denia y arzobispo que fue de Sevilla, siendo todavía mozo y estudiante en la universidad de Lovaina, era singularmente devoto de las almas, y todos los días daba una limosna congruente para que se dijesen por ellas Misas. Sucedió que por haber tardado considerablemente las letras de cambio con que le atendía su padre, hallóse desprovisto de todo recurso, cosa que no sintió tanto por la falta que le hacía, como por verse imposibilitado de socorrer a las almas".

"Apesadumbrado el devoto joven y sin saber qué partido tomar, fue a una iglesia a hacer oración por sus amados difuntos, ya que no podía mandarles celebrar el sacrificio Eucarístico que con tanto afecto les ofrecía todos los días. Terminada su oración y al tiempo de salir de la iglesia, llegóse a él un caballero de muy buen porte, en traje de español, y preguntándole por el Marqués, su padre y parientes, de quienes dijo ser conocido y estarles muy obligado, le convidó a comer, y estando sobremesa le declaró que sabía hallarse necesitado de dinero, y sacando un bolsillo bien provisto de doblones, le dijo que los tomase sin reparo, que él cobraría de su padre en España".

"Dominado nuestro estudiante por la noble persuasión que infundía en su ánimo la palabra de aquel caballero, recibió el dinero y lo primero que hizo fue mandar decir por las almas las Misas que tenía atrasadas. Mas el desconocido que le favoreció con el dinero nunca más volvió a parecer en Lovaina ni en España, ni hubo quien pidiese al Marqués de Denia aquella cantidad, con que quedó persuadido a que fue algún alma del Purgatorio, que en nombre de las demás, por no carecer del sufragio que les solía hacer, y por mostrarse agradecidas, se lo remuneraron. Y se confirmó más en ello, haciendo reflexión de que cuando aquel caballero se llegó a él al tiempo de salir de la iglesia, había sentido en sí tal estremecimiento y pavor, que tardó no poco tiempo en recobrarse".

¿Se puede pedir más? ¿Quién habrá tan poco cuidadoso de sus intereses así temporales como eternos, que se niegue a adoptar la práctica de hacer bien a las almas del Purgatorio? No es ponderable el consuelo y la dulce satisfacción que infunde en el ánimo el ejercicio de aquella devoción verdaderamente necesaria y consoladora. Quisiéramos que lo experimentaran muchos de los que sienten latir dentro del pecho un corazón árido y duro cual pedernal; o mucho nos equivocamos, o nos parece que habrían de lograr algún cambio más conforme con los sentimientos humanitarios propios de un cristiano, sin perjuicio de otros dones, sobre todo siendo éstos conducentes al bien de su alma. Y es que el Señor, fidelísimo en sus promesas, cumple infaliblemente las que su excesiva bondad nos tiene hechas, entre otras esta de Jesucristo que leemos en el Evangelio: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia".

Pero así como la gratitud de las almas no puede ser mayor para con los que se acuerdan de ellas, tampoco cabe ingratitud más vituperable que la de muchos hombres tan desconsideradamente olvidados de aquéllas, como si para ellos jamás hubieran existido. Vergüenza debiera causarles semejante ruindad, máxime al ver que hasta los irracionales les aventajan en esto por la nobleza de sus procederes.

Cuéntase de un león que había convivido con humanos que al embarcarse su amo con intención de llevarlo consigo en aquella navegación, temeroso el capitán del bajel de que la fiera hiciera alguna de las suyas, en manera alguna quiso admitirla a bordo. Se dio a la vela la nave, y al ver esto el león se arrojó al mar siguiéndola a nado, hasta tanto que, rendido por el cansancio, se dejó ir al fondo vencido de las olas, y quedó ahogado.

Se refiere también de un perro, el cual peleó furiosamente contra un salteador en defensa de su dueño; y habiendo éste quedado muerto, el perro no se separó un punto de su lado. Llegaron muchas gentes a ver al interfecto, y viniendo entre ellas el mismo salteador homicida, tan pronto como lo distinguió el perro se abalanzó sobre él y le hincó los dientes con rabia sin quererlo soltar, hasta que convicto y confeso aquel malvado, lo llevaron de allí para ajusticiarlo.

Por María Santísima, Madre de todos los que están en el Purgatorio, y escala mística de Jacob por donde suben las almas hasta llegar a Dios, ¿es posible que haya hombres más empedernidos y ajenos a la correspondencia con sus semejantes que las mismas fieras? Perdonadlos, Señor, no os acordéis de sus ignorancias, ni de los delitos de su juventud, para que ensalcen vuestra piedad, y a su vez ellos la tengan con las desconsoladas almas.

Ellas, sí; muchas de aquellas almas se hallarán en vísperas de su triunfante asunción a la bienaventurada patria, muy presto habrán de escuchar la dulce voz del Esposo que las dice : "Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven. Porque ya pasó el invierno, y las lluvias han cesado". Ven, escogida de mi corazón, y pondré en ti mi trono. Ven, para que vivas eternamente feliz en mi presencia, y en compañía de los Angeles y de los Santos.

¡Ven! Palabra más afectuosa y entrañable que el amor de madre hacia su único hijo; más dulce que la miel y que el panal, más suave y deliciosa que la tenue y perfumada brisa de mayo, más melodiosa y alegre que la mejor concertada música, y más digna de ser codiciada que el oro y las piedras preciosas. ¡Ven, ven! Dichosa palabra que ha de colmar para siempre los deseos de aquellas almas santamente enamoradas del Sumo Bien.

| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com




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