Ante cualquier situación y en todo momento, debemos decir como San Pablo: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch. 22,10).
No esto o lo sino, sino lo que Tú quieras. El espíritu quiere esto, el cuerpo desea aquello, pero yo, Señor, sólo quiero tu santa voluntad. La contemplación o la acción, la oración vocal o mental, activa o silenciosa, de fe o de luz, con formas claras o en gracia general, todo, Señor, por sí mismo es nada, porque tu voluntad es lo único real y la única fuerza de todo eso. Ella sola es el centro de mi devoción, y no las cosas, por sublimes y elevadas que sean, pues el fin de la gracia no es la perfección de la mente, sino la del corazón.