Jueves, 30 de agosto de 1900
Apenas he vuelto, he mirado y, icosa curiosa!, la carta ya no estaba. Digo que es cosa curiosa, porque así lo oigo decir a los demás, que es una cosa extraña; pero a mí no me parece. El Ángel de la Guarda me preguntó si esperaba respuesta. Me eché a reir.
- !Vaya si la espero!-, le dije.
- Pues bien - me contestó -, hasta el sábado no podrás recibirla.
Tendremos paciencia, pues, hasta el sábado.
Entre tanto, estamos en el jueves. Es por la tarde. ¡Oh, Dios!, todos mis pecados se me presentan delante. ¡Qué enormidad! Sí, sabedlo todos: mi vida ha sido hasta ahora una continua sarta de pecados. Veo a cada paso su gran número y la malicia con que los he cometido, pero en especial lo veo el jueves por la tarde, y de una manera tan espantosa se me ponen delante, que me avergüenzo de mí misma y no me puedo sufrir.
Y entonces, máxime en esa tarde, es el hacer continuamente propósitos y actos de arrepentimiento, cosas en fin que luego no cumplo, volviendo a las andadas. Un poco más de ánimo, y de valor me parece sentirlo cuando Jesús me pone la corona de espinas y me hace sufrir así hasta el viernes; esto lo ofrezco en sufragio de las almas pecadoras, en especial por la mía.
Así sucedió ayer tarde, jueves: me pareció que Jesús obraba en mí del modo acostumbrado; me colocó la corona de espinas en la cabeza, causa de tantas penas a mi querido Jesús, y me la dejó por varias horas. Sufrí bastante; pero, qué digo sufrir: gocé. Ese sufrir es gozar. ¡Qué afligido estaba! ¿La causa? Los muchos pecados que se cometen, hasta por almas que Él tanto beneficia, pero qué ingratas, le pagan de esa manera. ¡Cuán culpable me conozco yo también de esta ingratitud! Bien se habrá quejado Jesús de mí.
Apenas terminada la hora que la obediencia me tiene señalada, mi Ángel me avisó. ¿Qué hacer? Jesús seguía entreteniéndome, pero bien veía el embarazo en que me encontraba. Me recordó la obediencia, y era menester que yo mandase marchar a Jesús, a fin de no faltar a la obediencia, pues la hora había terminado.
- Bueno - dijo Jesús -, dame una señal de que obedecerás siempre.
Entonces exclamé:
- Vete, Jesús, que ahora no te quiero.
Jesús, sonriendo, me bendijo, así como a todos los miembros del Colegio [de Jesús], y encomendándome al Ángel de la Guarda, me dejó y con tanta alegría que no podría explicar.
Acostumbro a no dormir en esa noche, porque sigo unida a Jesús, en unión más estrecha que de ordinario, y también porque me suele doler la cabeza algo más; estuve velando juntamente con mi Ángel querido.
Santa Gemma Galgani | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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