Miércoles, 15 de agosto de 1900
En este estado de aridez y de falta de Jesús he durado hasta hoy miércoles.
Desde el viernes no le he vuelto a sentir. El Confesor me asegura que es en castigo de mis pecados o para ver si puedo pasar sin Jesús y estimularme a amarlo todavía más. He estado siempre sola, quiero decir, sin Jesús. El Ángel de la Guarda no me ha dejado ni siquiera un segundo, y no obstante, ¡cuántos defectos y cuántas faltas en su presencia! ¡Dios mío, tened misericordia de mí! He comulgado todos los días, pero Jesús como si no existiera. ¿Querrá Jesús dejarme también sola en una solemnidad tan grande como es ésta? La Comunión la he hecho con algo más de consuelo, pero sin sentir a Jesús. He rogado mucho durante estos días, porque quiero una gracia de Jesús.
Hoy la Madre María Teresa tiene que ir al paraíso. ¿Cómo saberlo? Recogerme no puedo, si no estoy en lugar seguro. El Ángel de mi Guarda estará hoy de guardián ante mi puerta.
Son las nueve y cuarto de este gran día. Siento como de costumbre un recogimiento interior. He pedido al Ángel de la Guarda que vigile y que nadie vea nada. Me he escondido en una celda de las monjas ([En una habitación, fuera de clausura, en el monasterio de las Manteladas o Hermanitas (véase también la carta 37 a Monseñor Volpi)]).
Al poco rato el recogimiento se convirtió en arrobamiento, (No crea quien lea estas cosas nada de cuanto digo, pues puedo muy bien engañarme). ¡Que Jesús no lo permita! Lo digo por obediencia y me sujeto a escribirlo con gran repugnancia.
Eran cerca de las nueve y media, leía ([Leía las "Glorias de María" de San Alfonso María de Ligorio (cf. carta cit.)]), de repente me vi sacudida por una mano que venía a posarse con mucha suavidad sobre mi hombro izquierdo. Me volví asustada: tuve miedo, estuve a punto de llamar, pero me contuve. Al volverme, vi a una persona vestida de blanco. Conocí que era una mujer, la miré, y su mirada me dió a entender que no temiera nada:
- Gema - me dijo, pasados unos momentos, - ¿me conoces?-. Dije que no, porque así era en efecto. A lo que añadió:
- Yo soy la Madre Teresa del Niño Jesús. ¡Gracias por la mucha solicitud que te tomas a fin de que pueda ver pronto la gloria del cielo!
Todo esto sucedía estando yo despierta y con pleno conocimiento de mí misma. Aun añadió:
- Pide todavía, que aun me quedan algunos días que sufrir-. Y al decírmelo me acarició y se fue.
Aquellas sus miradas, he de decirlo, me inspiraron mucha confianza. Desde ese punto redoblé mis oraciones, para que pronto pueda alcanzar su fin; pero mis oraciones son muy pobres, quisiera que para las almas del purgatorio gozaran de la virtud de las oraciones de los Santos.
Desde ese momento sufrí continuamente, hasta cerca de las once, que ya no podía estar sola. Sentía dentro de mí cierto recogimiento, y un cierto deseo de ponerme a orar, pero ¿cómo hacer? No podía. ¡Cuántas veces tuve que insistir! Por fin conseguí el anhelado permiso, y me fui con mi Mamá. Fueron breves instantes, pero ¡cuán preciosos!
Por mi mal comportamiento, Jesús no permitió que la Virgen viniera como de ordinario sonriente, sino triste (de lo que yo era la causa). Me riñó un poco, pero se alegró también de una cosa (que creo oportuno callar aquí), cosa que dió también mucho consuelo a Jesús, y fue precisamente en premio de ella por lo que vino (la Virgen), aunque, como he dicho, seria. Me dijo algunas palabras, entre las cuales recuerdo:
- Hija cuando esta mañana me vaya al cielo me llevaré conmigo tu corazón.
Y entonces me pareció que se me acercaba..., me lo quitó, lo tomó consigo en sus manos, y me dijo:
- No temas nada, procura ser buena, yo tendré tu corazón siempre conmigo allá arriba y en mis propias manos.
Me dio la bendición aprisa, y al marchar pronunció todavía estas palabras:
- A mí me has dado el corazón, pero Jesús quiere también otra cosa.
- ¿Qué cosa?- le dije -. Y me respondió:
- La voluntad-, y luego desapareció.
Me vi en el suelo, pero esto de caer, sé muy bien cuándo sucedió, cuando hizo ademán de acercarse y quitarme el corazón. Aunque estas cosas en el primer momento me asustan, acaban siempre por ser cosas de infinito consuelo para mí.([Este místico robo del corazón, que Gema nos cuenta aquí con su acostumbrada sencillez, es también un favor singular que Dios concede alguna vez a almas muy privilegiadas. Así leemos también en la vida de Santa Catalina de Siena, escrita por el B. Raimundo de Capua, que en una celestial visión le pareció que el eterno Esposo venía como de ordinario a visitarla, y que, abriéndole el pecho por la parte izquierda, le quitaba el corazón y se iba con él, y por esto al confesarse decía a su confesor que ya no tenía corazón; otro día el Señor se le acercó, le abrió nuevamente el pecho del lado izquierdo e, introduciendo en él un corazón que llevaba, le dijo:
-Querida hija; ya que el otro día te quité el corazón, quiero ahora darte el mío, con el que vivirás siempre (Santa Caterinada Siena 'nel racconto del suo conjessore il B. Raimondo da Capua'. Siena, 1939, págs. 112 ss.). Del mismo modo quitó también Jesús el corazón a Santa Verónica Juliani, dándole en cambio el suyo (P. Giov. Giacomo Romano, Postulatore Capuccino, Vita della Ven. Serva di Dio Suor Veronica Giuliani, Capuccina. Roma, 1776, pág. 141). Santa Margarita M. Alacoque, narrando la célebre visión del 27 de diciembre de 1673, en la que el Esposo celestial la escogía para manifestar al mundo los tesoros de su Corazón, dice entre otras cosas:
Dicho esto, pidió mi corazón, y yo le supliqué que lo tomase; Él lo tomó, o puso en contacto con su Corazón adorable y me lo hizo ver como átomo imperceptible que se consumía en aquel ardiente fuego; y sacándolo luego en forma de un corazón allamarado, me lo devolvió diciendo: "Ahí tienes, hija mía querida, una prenda preciosa de mi amor, que pone en tu pecho una centellita de sus vivas llamas, para que te sirva de corazón y te consuma hasta el último instante" (Vita di Santa Margherita Maria Alacoque, Roma, 1920, págs. 93 ss.). Lo mismo se lee en la vida de San Miguel de los Santos, Trinitario descalzo:
Rezaba un día Fr. Miguel, poco satisfecho de su amor hacia Dios, y pedía a Jesús que se dignara mudarle el corazón y darle otro más tierno y sensible a las ternuras del amor divino. Esta amorosísima oración fué tan agradable al Señor, tan favorablemente acogida, tan largamente oída, que el mismo suplicante no hubiera jamás podido sospechar lo que sucedió. Radiante de luz y con semblante el más dulce que darse pueda, se le apareció Jesucristo, y con su mano, con un toque suavísimo, le arrancó del pecho el corazón, y en su lugar, después de esconderlo en su seno, puso en el de Miguel su propio Corazón divino (P. Luigi di S. Diego, Trinitario Scalzo, Storia della vita di S. Michele De Sanctis, del medessimo Ordine, Roma, 1863, páginas 81 ss.), De este prodigio hace también mención la Bula de Canonización del Santo, emanada de la Santidad de Pío IX, y aun antes, con ocasión del Decreto sobre las virtudes heroicas, Benedicto XIV, en el panegírico que tuvo en la iglesia de San Carlos de las Cuatro Fuentes, había dicho ser este místico cambio de corazones una de las mayores pruebas de amor con que Nuestro Señor haya distinguido a algunos de sus más fieles amadores (ibid., pág. 81).])
Santa Gemma Galgani | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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