Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

3.1.18

Vida infeliz de los pecadores, en comparación con la vida dichosa del que ama a Dios


Non est pax impiis, dicit Dominus.
No hay paz para los impíos, dice el Señor. (ls., 48, 22).



Pax mulla diligentibus legem tuam.
Mucha paz para los que aman tu ley. (Sal. 118. 165).


Se afanan en esta vida todos los hombres para hallar la paz. Trabajan el mercader, el soldado, el litigante, porque piensan que con la hacienda, el lauro merecido o el pleito ganado obtendrán los favores de la fortuna y alcanzarán la paz. Mas, ¡ah, pobres mundanos, que buscáis en el mundo la paz que no puede daros! Dios sólo puede dárnosla. Da a tus siervos -dice la Iglesia en sus preces- aquella paz que el mundo no puede dar.

No, no puede el mundo, con todos sus bienes, satisfacer el corazón del hombre, porque el hombre no fue creado para este linaje de bienes, sino únicamente para Dios; de suerte que sólo en Dios puede hallar ventura y reposo.




El ser irracional, creado para la vida de los sentidos, busca y encuentra la paz en los bienes de la tierra. Dad a un jumento un haz de hierba; dad a un perro un trozo de carne, y quedarán contentos, sin desear cosa alguna. Pero el alma, creada para amar a Dios y unirse a Él, no halla su paz en los deleites sensuales; Dios únicamente puede hacerla plenamente dichosa.

Aquel rico de que habla San Lucas (12, 19) había recogido de sus campos ubérrima cosecha, y se decía a sí mismo: "Alma mía, ya tienes muchos bienes de reserva para muchísimos años; descansa, come, bebe". Mas este infeliz rico fue llamado loco, y con harta razón, dice San Basilio. "¡Desgraciado! -exclamó el Santo- . ¿Acaso tienes el alma de un cerdo, o de otra bestia, y pretendes contentarla con beber y comer, con los deleites sensuales?".

El hombre, escribe San Bernardo, podrá hartarse, mas no satisfacerse con los bienes del mundo. El mismo Santo, comentando aquel texto del Evangelio (Mi., 19, 27): "Bien veis que lo abandonamos todo", dice que ha visto muchos locos con diversas locuras. Todos -añade- padecían hambre devoradora; pero unos se saciaban con tierra, emblema de los avaros; otros con aire, figura de los vanidosos; otros, alrededor de la boca de un horno, atizaban las fugaces llamas, representación de los iracundos ; aquellos, por último, símbolo de los deshonestos, en la orilla de un fétido lago bebían sus corrompidas aguas. Y dirigiéndose después a todos, les dice el Santo: "¿No veis, insensatos, que todo eso antes os acrecienta que os extingue el hambre?".

Los bienes del mundo son bienes aparentes, y por eso no pueden satisfacer el corazón del hombre (Ag., 1, 6); así, el avaro, cuanto más atesora, más quiere atesorar, dice San Agustín. El deshonesto, cuanto más se hunde en el cieno de sus placeres, mayor amargura y, a la vez, más terribles deseos siente, ¿y cómo podrá aquietarse su corazón con la inmundicia sensual?

Lo propio sucede al ambicioso, que aspira a saciarse con el humo sutil de vanidades, poder y riquezas; porque el ambicioso más atiende a lo que le falta que a lo que posee. Alejandro Magno, después de haber conquistado tantos reinos, se lamentaba por no haber adquirido el dominio de otras naciones.

Si los bienes terrenos bastasen para satisfacer al hombre, los ricos y los monarcas serían plenamente venturosos, pero la experiencia demuestra lo contrario. Lo afirma Salomón (Ecl., 2, 10), que asegura no había negado nada a sus deseos, y, con todo, exclama (Ecl., 1, 2): "Vanidad de vanidades, y todo es vanidad"; es decir, cuanto hay en el mundo es mera vanidad, mentira, locura..., engaño, capricho, y pérdida de tiempo.

Oración:

¿Qué me han dejado, Dios mío, las ofensas que os hice, sino amarguras y penas y méritos para el infierno? No me abruma el dolor que por ello siento, antes bien, me consuela y alivia, porque es un don de vuestra gracia, que va unido a la esperanza de que me habéis de perdonar. Lo que me aflige es lo mucho que os he injuriado a Vos, Redentor mío, que tanto me amasteis. Merecía yo, Señor, que del todo me abandonaseis; pero, lejos de eso, veo que me ofrecéis perdón y que sois el primero en procurar la paz. Sí, Jesús mío, paz deseo con Vos y vuestra gracia más que todas las cosas.
Me duele, ¡oh Bondad infinita!, el haberos ofendido, y quisiera morir de pura contrición. Por el amor que me tuvisteis muriendo por mí en la cruz, perdonadme y acogedme en vuestro corazón, mudando el mío de tal modo, que cuando os ofendí en lo pasado, tanto os agrade en lo por venir. Renuncio por vuestro amor a todos los placeres que el mundo pudiera darme, y resuelvo perder antes la vida que vuestra gracia. Decidme qué queréis que haga para serviros, que yo deseo ponerlo por obra.
Nada de placeres, ni honras, ni riquezas; sólo a Vos amo, Dios mío, mi gozo, mi gloria, mi tesoro, mi vida, mi amor y mi todo. Dadme, Señor, auxilio para seros fiel, y el don de vuestro amor, y haced de mí después lo que os agrade.
María, Madre y esperanza nuestra después de nuestro Señor Jesucristo, acogedme bajo vuestra protección y haced que yo sea plenamente de Dios.



Además -dice Salomón (Ecl., 1, 14)-, que los bienes del mundo son, no solamente vanidades que no satisfacen el alma, sino penas que la afligen. Los desdichados pecadores pretenden ser felices con sus culpas, pero no consiguen más que amarguras y remordimientos (Sal. 13, 3). Nada de paz ni reposo. Dios nos dice (Is., 48, 22): "No hay paz para los impíos".

Primeramente, el pecado lleva consigo el temor profundo de la divina venganza; pues así como el que tiene un poderoso enemigo no descansa ni vive con quietud, ¿cómo podrá el enemigo de Dios reposar en paz? "Espanto para los que obran mal es el camino del Señor" (Pr., 10, 29).

Cuando la tierra tiembla o el trueno retumba, ¡cómo teme el que se halla en pecado! Hasta el suave movimiento de las umbrías frondas, a veces, le llena de pavor: "El sonido del terror amedrenta siempre sus oídos" (Jb., 15, 21). Huye sin ver quien le persigue (Pr., 28, 1). Porque su propio pecado corre en pos de él. Mató Caín a su hermano Abel, y exclamaba luego: "Cualquiera que me hallare me matará" (Gn., 4, 14). Y aunque el Señor le aseguró que nadie le dañaría (Gn., 4, 15), Caín -dice la Escritura (Gn., 4, 16)- anduvo siempre fugitivo y errante. ¿Quién perseguía a Caín, sino su pecado?

Va, además, siempre la culpa unida al remordimiento, ese gusano roedor que jamás reposa. Acude el pobre pecador a banquetes, saraos o comedias, mas la voz de la conciencia sigue diciéndole: "estás en desgracia de Dios; si murieses, ¿a dónde irás?". Es pena tan angustiosa el remordimiento, aun en esta vida, que algunos desventurados, para librarse de él, se dan a sí mismos la muerte.

Tal fue Judas, que, como es sabido, se ahorcó, desesperado. Y se cuenta de otro criminal que, habiendo asesinado a un niño, tuvo tan horribles remordimientos, que para acallarlos se hizo religioso; pero ni aun en el claustro halló la paz, y corrió ante el juez a confesar su delito, por el cual fue condenado a muerte.

¿Qué es un alma privada de Dios?. Un mar tempestuoso, dice el Espíritu Santo (Is., 57, 20). Si alguno fuese llevado a un festín, baile o concierto, y le tuviesen allí atado de pies y manos con opresoras ligaduras, ¿podría disfrutar de aquella diversión? Pues tal es el hombre que vive entre los bienes del mundo sin poseer a Dios. Podrá beber, comer, danzar, ostentar ricas vestiduras, recibir honores, obtener altos cargos y dignidades, pero no tendrá paz. Porque la paz sólo de Dios se obtiene, y Dios la da a los que le aman, no a sus enemigos.

Los bienes de este mundo -dice San Vicente Ferrer- están por de fuera, no entran en el corazón. Llevará, tal vez, aquel pecador bordados vestidos y anillos de diamantes, tendrá espléndida mesa; pero su pobre corazón se mantendrá colmado de hiel y de espinas. Y así, veréis que entre tantas riquezas, placeres y recreos vive siempre inquieto, y que por el menor obstáculo se impacienta y enfurece coma perro hidrófobo.

El que ama a Dios se resigna y conforma en las cosas adversas con la divina voluntad, y halla paz y consuelo. Mas esto no lo puede hacer el que es enemigo de la voluntad de Dios; y por eso no halla camino de aquietarse ni de relajarse.

Sirve el desventurado al demonio, tirano cruel, que le paga con afanes y amarguras. Así se cumplen siempre las palabras del Señor, que dijo (Dt., 28, 47-48): "Por cuanto no serviste con gozo al Señor tu Dios, servirás a tu enemigo con hambre y con sed, y con desnudez, y con todo género de penuria". ¡Cuánto no padece aquel vengativo después de haberse vengado! ¡Cuánto aquel deshonesto apenas logra sus designios! ¡Cuánto los ambiciosos y los avaros!... ¡Oh si padecieran por Dios lo que por condenarse padecen, cuántos serian santos!

Oración:

iOh tiempo que perdí!... Si hubiera, Señor, padecido por serviros los afanes y trabajos que padecí ofendiéndoos, ¡cuántos méritos para la gloria tendría ahora reunidos! ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué os abandoné y perdí vuestra gracia?
Por breves y envenenados placeres, que, apenas disfrutados, desaparecieron y me dejaron el corazón lleno de heridas y de angustias... ¡Ah pecados míos!, os maldigo y detesto mil veces; así como bendigo vuestra misericordia, Señor, que con tanta paciencia me ha sufrido.
Os amo, Creador y Redentor mío, que disteis por mí la vida. Y porque os amo, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido. Dios mío, Dios mío, ¿por qué os perdí? ¿Por qué cosas os dejé? Ahora conozco cuán mal he obrado, y propongo antes perderlo todo, hasta la misma vida, que perder vuestro amor.
Iluminadme, Padre Eterno, por amor a Jesucristo. Dadme a conocer el bien infinito, que sois Vos, y la vileza de los bienes que me ofrece el demonio para lograr que yo pierda vuestra gracia. Os amo, y anhelo amaros más. Haced que Vos seáis mi único pensamiento, mi único deseo, mi único amor. Todo lo espero de vuestra bondad, por los méritos de vuestro Hijo.
María, Madre nuestra, por el amor que a Jesucristo profesáis, os ruego me alcancéis luz y fuerza para servirle y amarle hasta la muerte.



Puesto que todos los bienes y deleites del mundo no pueden satisfacer el corazón del hombre, ¿quién podrá contentarle? Sólo Dios (Sal. 36, 4). El corazón humano va siempre buscando bienes que le satisfagan. Alcanza riquezas, honras o placeres, y no se satisface, porque tales bienes son finitos, y él ha sido creado para el infinito bien. Mas si halla y se une a Dios, se aquieta y consuela y no desea ninguna otra cosa.

San Agustín, mientras se atuvo a la vida sensual, jamás halló paz; pero cuando se entregó a Dios, confesaba y decía al Señor: "Ahora conozco, ¡oh Dios!, que todo es dolor y vanidad, y que en Vos sólo está la verdadera paz del alma". Y así, maestro por experiencia propia, escribía: "¿Qué buscas, hombrezuelo, buscando bienes? Busca el único Bien, en el cual se encierran todos los demás" (Sal. 41, 3).

El rey David, después de haber pecado, iba a cazar a sus jardines y banquetes, y a todos los placeres de un monarca. Pero los festines y florestas y las demás criaturas de que disfrutaba decíanle a su modo: "David, ¿quieres hallar en nosotros paz y contento? Nosotros no podemos satisfacerte... Busca a tu Dios (Sal. 41, 3), que únicamente Él te puede satisfacer". Y por eso David gemía en medio de sus placeres, y exclamaba: "Mis lágrimas me han servido de pan día y noche, mientras se me dice cada día: ¿en dónde está tu Dios?".

Y, al contrario, ¡cómo sabe Dios contentar a las almas fieles que le aman! San Francisco de Asís, que todo lo había dejado por Dios, hallándose descalzo, medio muerto de frío y de hambre, cubierto de andrajos, mas con sólo decir : "Mi Dios y mi todo", sentía gozo inefable y celestial.

San Francisco de Borja, en sus viajes de religioso, tuvo que acostarse muchas veces en un montón de paja, y experimentaba consolación tan grande, que le privaba del sueño. De igual manera, San Felipe Neri, desasido y libre de todas las cosas, no lograba reposar por los consuelos que Dios le daba en tanto grado, que decía el Santo: "Jesús mío, dejadme descansar".

El Padre jesuita Carlos de Lorena, de la casa de los príncipes de Lorena, a veces danzaba de alegría al verse en su pobre celda. San Francisco Javier, en sus apostólicos trabajos de la India, se descubría el pecho, exclamando: "Basta, Señor, no más consuelo, que mi corazón no puede soportarlo". Santa Teresa decía que da mayor contento una gota de celestial de consolación, que todos los placeres y esparcimientos del mundo.

Y en verdad, no pueden faltar las promesas del Señor, que ofreció dar, aun en esta vida, a los que dejen por su amor los bienes de la tierra, el céntuplo de paz y de alegría (Mt., 19, 29).

¿Qué vamos, pues, buscando? Busquemos a Jesucristo, que nos llama y dice (Mt., 11, 28): "Venid a Mí todos los que estáis trabajados y abrumados, y Yo os aliviaré". El alma que ama a Dios encuentra esa paz que excede a todos los placeres y satisfacciones que el mundo y los sentidos pueden darnos (Fil., 4, 7).

Verdad es que en esta vida aun los Santos padecen; porque la tierra es lugar de merecer, y no se puede merecer sin sufrir; pero, como dice San Buenaventura, el amor divino es semejante a la miel, que hace dulces y amables las cosas más amargas. Quien ama a Dios, ama la divina voluntad, y por eso goza espiritualmente en las tribulaciones, porque abrazándolas sabe que agrada y complace al Señor.

¡Oh, Dios mío! Los pecadores menosprecian la vida espiritual sin haberla probado. Consideran únicamente, dice San Bernardo, las mortificaciones que sufren los amantes de Dios y los deleites de que se privan; mas no ven las inefables delicias espirituales con que el Señor los regala y acaricia. ¡Oh, si los pecadores gustasen la paz de que disfruta el alma que sólo ama a Dios! Gustad y ved -dice David (Sal. 33, 9)- cuán suave es el Señor.

Comienza, pues, hermano mío, a hacer la diaria med­itación, a comulgar con frecuencia, a visitar devotamente el Santísimo Sacramento; comienza a dejar el mundo y a entregarte a Dios, y verás cómo el Señor te da, en el poco tiempo que le consagres, consuelos mayores que los que el mundo te dio con todos sus placeres. Probad y veréis. El que no lo prueba no puede comprender cómo Dios contenta a un alma que le ama.

Oración:

¡Oh amadísimo Redentor mío, cuan ciego fui al apartarme de Vos, Sumo Bien y fuente de todo consuelo, y entregarme a los pobres y deleznables placeres del mundo! Mi ceguedad me asombra; pero aún más vuestra misericordia, que con tanta bondad me ha sufrido.
Con todo mi corazón os agradezco que me hayáis hecho conocer mi demencia y el deber que tengo de amaros todavía más. Aumentad en mí el deseo y el amor. Haced, ¡oh, Señor infinitamente amable!, que, enamorado yo de Vos, contemple cómo no habéis omitido nada para que yo os amase, y para mostrar cuánto anheláis mi amor. Si quieres, puedes purificarme (Mt., 8, 2).
Purificad, pues, mi corazón, carísimo Redentor mío; purificadle de tanto desordenado afecto que impide os ame como quisiera amaros. No alcanzan mis fuerzas a conseguir que mi corazón se una solamente a Vos, y a Vos sólo ame. Don ha de ser este de vuestra gracia, que logra cuanto quiere. Desasidme de todo; arrancad de mi alma todo lo que a Vos no se encamine, y hacedla vuestra enteramente.
Me arrepiento de cuantas ofensas os hice, y propongo consagrar a vuestro santo amor la vida que me reste. Mas Vos lo habéis de realizar. Hacedlo por la Sangre que derramasteis para mi bien con tanto amor y dolor. Sea gloria de vuestra omnipotencia hacer que mi corazón, antes cautivo de terrenales afectos, arda desde ahora en amor a Vos, ¡oh Bien infinito!
¡Madre del Amor hermoso!, alcanzadme con vuestras súplicas que mi alma se abrase, como la vuestra, en caridad para con Dios.


San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

1 comentario:


  1. El hombre que no tiene a Cristo no tiene esperanza y sin esperanza acaba colapsando, muchos de ellos son rebeldes por naturaleza contra el Señor y con su Ira se pasan el día apedreando al Cielo, recibiendo de vuelta dichas piedras sobre su cabeza, manifestando un comportamiento cada vez más irracional debido a la falta de entendimiento espiritual, otros abandonados al mundo del placer solo encuentran consuelo en amores pasajeros y objetos y posesiones materiales, que los dejan peor que antes, con la cabeza embotada por preocupaciones materiales y emocionales y con un sin sabor por la vida que los consume interiormente, nada de este mundo les llena, pero a pesar de todo se niegan a conocer a Cristo, y cuando parece que nada puede ser ya peor es cuando aparece la enfermedad, aferrándose a las medicinas como si fueran la fuente de la vida, pero la enfermedad se los lleva por delante, sin esperanza en el futuro y sin consuelo en un mundo que acaba inexorablemente para ellos.

    *Juan 14:6

    *6 Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.

    Amén

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