Amigos lectores: sin Nuestra Santa Madre María, no se llega a la Patria Celestial. Con su ayuda y su amparo podremos dejar lo malo, y abrazar lo bueno. Pues, queridos amigos, no llevamos de este mundo otra cosa que las obras; con esta proposición hemos de obrar, y meditar al menos un cuarto de hora (¡cuando tenemos tantos ratos desperdiciados en vanas tareas!), si es posible ante el Santísimo. Así, considerando las verdades eternas, que tanto nos han de importar, debe dolernos no tenerlas siempre presentes, pues es este el principal negocio al que debemos dedicarnos, que excluye en importancia cualquier otro, puesto que de esta memoria y su consideración pende una buena muerte.
Solo así podremos enfrentarnos ante el juicio de Dios, evitando penar para siempre en los infiernos, y escapar, o tener menos condena, en el Purgatorio. Y el gozar eternamente de Dios.
Amigos míos, no os engañéis: nadie irá al Cielo por felicidades temporales, por riquezas, por grandezas humanas, por comodidades, por deleites y recreaciones, sino por virtudes, por la memoria de Dios, por la piedad, por la oración, por el trato interior constante, por la meditación y el cambio de vida y actitud. Obras santas, y virtudes, dolor de las culpas y penitencia, esto nos ha de ayudar. Lo demás, sea el señorío y mando de todo el mundo, ni pesa, ni dura, ni vale nada: obras hemos de llevar de este mundo, todo lo demás se queda aquí. Sean, pues, obras buenas, amigo de mi corazón, y sean asistidas del amparo y patrocinio de la Virgen María, Madre y Señora nuestra, pues según San Germán, "Deus nihil habere nos voluit, nihil dare decrevit, nisi per manus Mariæ".
"Infinitas gracias os doy, y me gozo infinito, Mi Dios y mi Señor, por tantos beneficios y mercedes, como habéis hecho a vuestra Santísima Madre María; y también os las doy por habérmela dado por Madre, siendo vuestra Madre".
Pongámonos, pues, hermanos, a sus pies, solicitando su amparo y protección, diciendo: "Oh, Virgen Madre de Dios, y Señora y Reina nuestra, por tu gloria, y por el contento que tienes viéndote en la Patria del Cielo entre el Coro de los Ángeles, en compañía de los mártires, confesores y vírgenes, y de todos los ciudadanos del paraíso, mirando, gozando y contemplando la Divina faz del Creador, te ruego me seais Madre, oh Reina y Emperatriz del Cielo, y me alcancéis para mí, y para todas las almas del mundo, de vuestro dulcísimo Hijo, lugar de verdadera penitencia, para que no seamos castigados impenitentes: eia, ergo, Advocáta nostra, illos tuos misericórdes óculos ad nos convérte. Et Iésum, benedíctum frúctum ventris tui, nobis post hoc exílium osténde. O clémens, O pía, O dulcis Virgo María. ¡Ea, pues, Señora, abogada nuestra! Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima! ¡Oh Piadosa! ¡Oh dulce Virgen María! Lo mismo os pido, oh cortesanos de la Patria eterna, que a costa de tantas batallas habéis con victoria entrado en la posesión de todos los bienes, y pues ya que habéis constatado la flaqueza de nuestra carne, y la fuerza de los enemigos, tened lástima de nosotros, ayudándonos y rogando a nuestro Señor, para que nos dé gracia de pelear en tal modo, que merezcamos alcanzar ese puerto de tranquilidad y dulcísima Patria nuestra.
Hermanos, recordad lo que nuestra madre Santa Teresa de Jesús nos dejó escrito, diciéndonos: "Acuérdate que no tienes más que un alma, ni has de morir más de una vez, ni tienes más de un vida breve, y una que es particular, ni hay más de una gloria, y esta eterna. Tu deseo, por tanto, sea de ver a Dios. Tu temor, de perderlo; tu dolor, el que no le puedas gozar; y tu gozo, lo que te pueda llevar hacia allí, y vivirás con gran paz".
Señor, y Dios mío, de todo corazón, y por medio de tu Hijo Jesucristo, te ruego con San Agustín: ¿Quién me dará descansar en Ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame y si no lo hago te airees contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña miseria la misma de no amarte? ¡Ay de mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Dile a mi alma: "Yo soy tu salud". Dilo de forma que yo lo oiga. Los oídos de mi corazón están ante ti, Señor; ábrelos y di a mi alma: "Yo soy tu salud". Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda así verte. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de Ti: 'de los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo'? Creo, por eso hablo. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante Ti mis delitos contra mí, ¡oh, Dios mío!, y Tú has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la Verdad suprema, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá? Señor, haz que cesen mis pecados, de modo que pueda servirte mejor y totalmente. Concédeme estar siempre bajo tu custodia, oh Rey, y al fin de mi vida en el mundo, hazme partir en paz y descansar en Ti. Hazme descansar con seguridad, con la seguridad de la eternidad. Amén.
| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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