Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

10.10.17

Todos seremos juzgados


Cognoscetur Dominus iudicia faciens.
Conocido será el Señor que hace justicia. (Sal. 9, 17)


No hay en el mundo, si bien se considera, persona más despreciada que nuestro Señor Jesucristo. Más se atiende a un pobre villano que al mismo Dios; porque se teme que ese villano, si se viere demasiado injuriado y oprimido, tome ruda venganza, movido de violento enojo. Pero a Dios se le ofende y ultraja sin reparo, como si no pudiera castigar cuando quisiere (Jb., 22, 17).

Por estas causas, el Redentor ha destinado el día del juicio universal (llamado con razón en la Escritura "Día del Señor"), en el cual Jesucristo se hará reconocer por todos como universal y Soberano Señor de todas las cosas (Sal. 9, 17). Ese día no se llama día de misericordia y perdón, sino "día de ira, de tribulación y de angustia; día de miseria y desventura" (Sof., 1, 15). Porque en él se resarcirá justamente el Señor de la honra y gloria que los pecadores quisieron arrebatarle en este mundo. Veamos cómo ha de suceder el juicio en ese gran día.




Antes que se presente el divino Juez le precederá maravilloso fuego del Cielo (Sal., 96, 3), que abrasará la tierra y cuanto en ella exista (2 P, 3, 10). De suerte que los palacios, templos, ciudades, pueblos y reinos, todo se convertirá en montón de cenizas.

Menester es purificar con fuego esta gran casa, contaminada de pecados. Tal es el fin que tendrán todas las riquezas, pompas y delicias de la tierra. Muertos los hombres, resonará la trompeta y todos resucitarán (1 Co., 15, 52).

Decía San Jerónimo: "Cuando considero el día del juicio, me estremezco. Paréceme siempre que oigo resonar aquella trompeta: Levantaos, muertos, y venid a mi juicio" (In Mt., c. 5). Al sonido pavoroso de esa voz descenderán las almas hermosísimas de los bienaventurados para unirse a sus cuerpos, con los cuales sirvieron a Dios en este mundo; y las almas infelices de los condenados saldrán del infierno y se unirán a sus cuerpos malditos, que fueron instrumentos para ofender a Dios.

¡Qué diferencia habrá entonces entre los cuerpos de justos y condenados! Los justos se mostrarán hermosos, cándidos, resplandecientes más que el sol (Mt., 13, 43). ¡Dichoso el que en esta vida supo mortificar su carne, negándole los placeres vedados; y aun para mejor frenarla, como hicieron los Santos, la maltrató y le rehusó también los placeres lícitos de los sentidos!

¡Cuánto se regocijará por ello, como se alegró un San Pedro de Alcántara, que poco después de su muerte se apareció a Santa Teresa de Jesús, y le dijo: "¡Oh feliz penitencia, que tanta gloria me ha alcanzado!". Y, al contrario, los cuerpos de los réprobos se mostrarán deformes, negros y hediondos.

¡Ah, qué pena tendrá el condenado al reunirse con su cuerpo! "Cuerpo maldito -dirá el alma-, por contentarte me perdí". Y el cuerpo dirá: "Tú, alma maldecida, que estabas dotada de razón, ¿por qué me concediste aquellos deleites que a ti y a mí nos han perdido por toda la eternidad?".

Oración:

¡Ah Jesús y Redentor mió, que un día habéis de ser mí Juez, perdonadme antes que llegue ese día temible! No apartes de mí tu rostro (Sal. 101, 3). Ahora sois mi Padre, y como tal, recibid en vuestra gracia a un hijo que vuelve a Vos arrepentido.
Padre mío, os pido perdón. Mal hice en ofenderos y en dejaros, que no merecíais mi detestable proceder. Duéleme de ello y me arrepiento de todo corazón. Perdonadme, pues; no apartéis de mí vuestro rostro ni me despidáis como merezco. Acordaos de la Sangre que por mí derramasteis, y tened misericordia de mí.
Jesús mío, no quiero más Juez que Vos. Pues, como decía Santo Tomás de Villanueva, "gustoso me someto al juicio de Aquel que murió por mí y que para no condenarme, quiso ser Él condenado a la cruz". Ya San Pablo había dicho: "¿Quién es el que condena? Cristo Jesús, que murió por nosotros".
Os amo, Padre mío, y deseo no volver jamás a separarme de vuestras plantas. Olvidad las ofensas que os hice, y dadme gran amor a vuestra bondad. Quiero que este amor a Vos sea mayor que el desagradecimiento con que os ofendí. Mas si no me ayudáis, no podré amaros. Auxiliadme, Jesús mío. Haced que mi vida, sea como quiere vuestro amor, a fin de que en el día postrero merezca ser contado en el número de vuestros escogidos.
¡Oh María, mi Reina y mi Abogada, ayudadme ahora, pues si me perdiere ya no podréis ayudarme en aquel día! Vos, Señora, por todos rogáis. Rogad también por mí, que me precio de ser vuestro devoto y que tanto confío en Vos.



Apenas hayan resucitado los muertos, dispondrán los ángeles que se reúnan todos en el valle de Josafat para ser juzgados (Jl., 3,14), y separarán allí a los justos de los réprobos (Mt., 13, 49). Los primeros quedarán a la derecha; los condenados, a la izquierda. Profunda pena siente quien se ve separado de la sociedad o de la Iglesia. ¡Cuánto mayor no será la de verse despedido de la compañía de los Santos! ¡Qué confusión tendrán los impíos cuando, apartados de los justos, se hallen abandonados!

Dice San Juan Crisóstomo (In Mt., c. 24) que si los condenados no tuvieran otras penas, esa confusión bastaría para darles los tormentos del infierno. Habrá hijos separados de sus padres; esposos, de sus esposas; amos, de sus sirvientes... (Mt., 24, 40). Di, hermano mío, ¿en qué lugar crees que té hallarás entonces? ¿Quieres estar a la derecha? Pues abandona el camino que a la izquierda conduce.

Se tiene en este mundo por afortunados a los príncipes y a los ricos, y se desprecia a los Santos, a los pobres y humildes... ¡Oh fieles que amáis a Dios!, no os aflijáis al veros tan atribulados y vilipendiados en la tierra. "Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn., 16, 20).

Entonces verdaderamente seréis llamados venturosos, y os honrarán admitiéndoos en la corte de Cristo. ¡Con qué celestial hermosura resplandecerán un San Pedro de Alcántara, que fue injuriado como si hubiese sido apóstata; un San Juan de Dios, escarnecido como loco; un San Pedro Celestino, que, renunciando al Pontificado, murió en una cárcel! ¡ Qué gloria alcanzarán tantos mártires que fueron despedazados por los verdugos! (1 Co., 4, 5). Y, al contrario, ¡qué horribles aparecerán un Herodes, un Pilatos, un Nerón y otros poderosos de la tierra, condenados para siempre!

¡Oh amadores del mundo! Para el valle, para aquel valle os emplazo. Allí, sin duda, mudaréis de parecer; allí lloraréis vuestra locura. ¡Infelices, que por representar un brevísimo papel en la escena del mundo representaréis luego el de réprobos en la tragedia del juicio universal!

Los elegidos se hallarán a la derecha, y para mayor gloria -como dice el Apóstol (1 Ts., 4, 16)- serán elevados en el aire, sobre las nubes, y esperarán con los ángeles a Jesucristo, que ha de bajar del Cielo. Los réprobos, a la izquierda, y como reses destinadas al matadero, aguardarán a su Juez, que ha de hacer pública la condenación de todos sus enemigos.

De improviso, los Cielos se abren y surgen los ángeles para asistir al juicio, llevando los signos de la Pasión de Cristo, dice Santo Tomás (Opc., 2, 244). Singularmente resplandecerá la santa cruz. Y entonces aparecerá en el Cielo la señal de la Pasión del Hijo del Hambre, y plañirán todas las tribus de la tierra (Mt., 24, 30).

"¡Oh, y cómo al ver la cruz -exclama Cornelio a Lá­pide- gemirán los pecadores que despreciaron su salvación eterna, tan cara al Hijos de Dios!". "Entonces -dice San Juan Crisóstomo- los clavos se quejarán de ti; las cicatrices contra ti hablarán; la cruz de Cristo clamará en contra tuya".

Asesores serán de este juicio los Santos Apóstoles y todos los que los imitaron, y con Jesucristo juzgarán a los pueblos (Hom., 20, in Mt.). Allí estará también la Reina de los ángeles y de los hombres, María Santísima. Y, en fin, se presentará el eterno Juez en luminoso trono de majestad. "Y verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes del Cielo con gran poder y majestad" (Sb., 3, 7-8). "A su presencia serán atormentados los pueblos" (Mt., 24, 30).

La presencia de Cristo traerá a los elegidos inefable consuelo, y a los réprobos penas mayores que las del mismo infierno, dice San Jerónimo. "Dadme, Jesús mío -decía Santa Teresa-, dadme cualquier trabajo, pero no me mostréis vuestro rostro indignado en aquel día". Y San Basilio dice: "Esta confusión excede a toda pena". Acaecerá entonces lo predicho por San Juan (Ap., 6, 16): que los condenados pedirán a las montañas que caigan sobre ellos y los oculten a la vista del enojado Juez.

Oración:

¡Oh carísimo Redentor mío, Cordero de Dios, que vinisteis al mundo no para castigar, sino a perdonar los pecados, perdonadme, Señor, antes que llegue el día en que habéis de juzgarme! Veros entonces, Cordero sin mancilla, que con tanta paciencia me habéis sufrido, y perderos para siempre, sería el infierno de mi infierno. Perdonadme, pues, vuelvo a deciros; sacadme con vuestras manos piadosísimas de este abismo en que me hundieron mis pecados. Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido tantas veces.
Os amo, Juez mío, que tanto me habéis amado. Por los merecimientos de vuestra muerte, dadme tan alta gracia que me convierta de pecador en santo. Prometisteis oír a quien os ruegue, pues yo no os pido bienes terrenos, sino vuestra gracia y vuestro amor; nada más deseo. Oídme, Jesús mío, por el amor que me tuvisteis al morir por mí en la cruz. Reo soy, ¡oh Juez amadísimo!, pero un reo que os ama más que a sí propio.
María, Madre nuestra, tened misericordia de mí ahora que aún hay tiempo de que me ayudéis. Jamás me habéis abandonado cuando yo huía de Dios y de Vos. Socorredme ahora que resuelvo amaros y serviros siempre y no más ofender a mi Señor. ¡Oh María, Vos sois mi esperanza!



Comenzará el juicio abriéndose los libros del proceso, es decir, las conciencias de todos (Dn., 7, 10). Los primeros testimonios contra los réprobos serán del demonio, que dirá, según San Agustín: "Justísimo Juez, sentencia que son míos los que no quisieron ser tuyos".

Acusará después la propia conciencia de los hombres (Ro., 2, 15). Darán luego testimonio clamando venganza, los lugares en que, los pecadores ofendieron a Dios (Hab., 2, 11), y testigo será por último, el mismo Juez que estuvo presente en cuantas ofensas le hicieron.

Dice San Pablo (1 Co., 4, 5) que en aquel momento el Señor "esclarecerá aun las cosas escondidas en las tinieblas". Manifestará ante todos los hombres las culpas de los réprobos, hasta las más secretas y vergonzosas que en la vida ocultaron ellos a los mismos confesores (Nah., 3, 5).

Los pecados de los elegidos, en sentir del Maestro de las Sentencias y otros muchos teólogos, no serán descubiertos, sino continuarán ocultos, según lo que dice David (Sal. 31, 1): "Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos".

Y, por el contrario -dice San Basilio (Lib. de Ver. Vir.)-, las culpas de los réprobos serán vistas por todos de una sola ojeada, como si estuvieran en un cuadro representadas. Exclama Santo Tomás: "Si en el huerto de Getsemaní, al decir Jesús: Yo soy, cayeron en tierra todos los soldados que iban a prenderle, ¿qué sucederá cuando, en su trono de Juez, diga a los condenados: Yo soy Aquel que tanto despreciasteis?".

Llegada la hora de la sentencia, Jesucristo dirá a los elegidos aquellas dulces palabras (Mt., 25, 34): Venid, benditos de mi Padre; poseed el reino que os está preparado desde el principio del mundo. Cuando San Francisco de Asís supo por revelación que estaba predestinado, sintió altísimo e inefable consuelo.

¿Qué consolación no sentirán los que oyeren que el Juez les dice: "Venid, hijos benditos, venid a mi reino. No más trabajos ni temor. Conmigo estáis y estaréis eternamente. Bendigo las lágrimas que por vuestros pecados derramasteis. Vamos a la gloria, donde unidos viviremos por toda la eternidad"?

La Virgen Santísima bendecirá a sus devotos y los invitará a entrar con Ella en el Cielo. Y así, los justos, entonando gozosos Aleluyas, irán a la gloria celestial para poseer, alabar y amar a Dios eternamente.

Los réprobos, al contrario, dirán a Jesucristo: "Y nosotros, desventurados, ¿qué hemos de hacer?". Y el Eterno Juez les responderá: "Vosotros, ya que despreciasteis y rechazasteis mi gracia, apartaos de Mí, malditos; id al fuego eterno (Mt., 25, 41). Apartaos de Mí, que no quiero ni veros ni oíros. Huid, huid, malditos, que menospreciasteis mis bendiciones". ¿Y adonde, Señor, irán estos desdichados? Al fuego del infierno, para arder allí en cuerpo y alma. ¿Y por cuántos años o siglos? Por toda la eternidad, para siempre, mientras Dios sea Dios.

Después de la sentencia, dice San Efrén (S. Efrén. De variis torm. inf.), los réprobos se despedirán de los ángeles, de los Santos y de la Santísima Virgen, Madre de Dios. "¡Adiós, justos; adiós, cruz; adiós, gloria; adiós, padres e hijos; ya no hemos de vernos jamás! ¡Adiós, Madre de Dios, María Santísima !".

Y en medio de la tierra se abrirá una inmensa fosa, por donde, juntos y mezclados, se hundirán demonios y réprobos. Los cuales verán cómo tras ellos se cierra aquella puerta que jamás ha de abrirse. ¡Nunca en la eternidad! ¡Oh maldito pecado! ¡A qué desdichado fin llevarás un día a tantas pobres almas! ¡Oh almas desventuradas a quienes aguarda tan espantoso fin!

Oración:

¡Ah, Dios y Salvador mío! ¿Qué sentencia se me dará en el día del juicio? Si ahora me pidiereis, Señor, cuenta de mi vida, ¿qué podría responder, sino que merezco mil infiernos? Así es, Redentor mío; mil infiernos merezco; pero sabed que os amo más que a mí mismo, y que de las ofensas que os hice de tal modo me duelo, que preferiría haber padecido todos los males antes que haberos injuriado.
Vos, Jesús mío, condenáis a los pecadores obstinados, pero no a los que se arrepienten y os quieren amar. Aquí estoy, a vuestros pies, arrepentido. Decidme que me perdonáis. Mas ya me lo dijisteis por vuestro Profeta (Zc., 1, 3): "Volveos a Mí, y Yo me volveré a vosotros". Todo lo dejo, renuncio a todos los deleites y bienes del mundo y me sumerjo y me abrazo a Vos, amado Redentor mío.
Recibidme en vuestro Corazón, e inflamadme allí en vuestro amor santísimo, de tal suerte, que no piense jamás en apartarme de Vos. Salvadme, Jesús mío, y sea mi salvación el amaros siempre y siempre alabar vuestras misericordias (Sal. 88).
María, esperanza, refugio y Madre mía, auxiliadme y alcanzadme la santa perseverancia. Nadie se ha perdido recurriendo a Vos. A Vos, pues, me encomiendo. Tened piedad de mí.


San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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