¿Cómo puede nadie irse al Cielo, sin acordarse del Cielo? Todo lo que se adquiere en esta vida, se ha de solicitar con memoria del Cielo, padeciendo en busca del mismo Cielo. Yo no sé cómo es posible que los hombres de hoy tengan tanta dedicación a los negocios de este mundo, y ninguna a los de la eternidad. Querer que cosas grandes e inmensas felicidades cuesten poco, es inútil querer: si lo temporal nos cuesta tanto conseguir, ¿por qué quieren que lo eterno se les dé sin más?
Una eternidad de padecer por Dios no merece un instante de gozar del mismo Dios, como dice San Pablo: "No es comparable lo que aquí se padece, de lo que allí se goza". Pues entonces, ¿cómo no queremos gastar un soplo breve en el servir a Dios, para gozar eternamente de Dios? Al mundo le damos sin demora y sin reparo fatigas, horas de sueño y esfuerzos, y la vida, y la pena, cuando él nos da como pago pena y muerte. Y a Dios, que nos da eterno gozo y corona de gloria, no le queremos ofrecer ni un atisbo de fatiga. Lloremos, pues, esta tan gran ceguera nuestra.
Dice San Bernardo que se debe vivir de tal manera en esta vida, que cuando el cuerpo baje a la sepultura a alimentar gusanos, el alma suba al Cielo, a gozar con los Espíritus Celestiales los bienes eternos. Si queremos, pues, acceder al Cielo tras la muerte, nos conviene conversar del Cielo viviendo, dirigiendo hacia allí nuestros deseos y pensamientos, donde está nuestro bien. Allí debemos disponernos a caminar, a donde siempre viviremos, y a donde no hemos de temer más la muerte ni las miserias.
Y si, pues, la mayoría de personas aman tanto una vida tan miserable como es la de esta tierra, donde con tanto trabajo se vive, mucho más deberían amar y desear la vida eterna, en la cual no tendremos trabajo, sino gozaremos de gloria, felicidad, y sempiterna bienaventuranza, en la cual los hombres serán semejantes a los ángeles de Dios, y resplandecerán más que el sol en el Reino de su Padre, y quien entra en él, estará para siempre gozando de Dios y de su bellísima faz, con seguridad eterna de aquella suavidad, y dulzura, de la visión beatífica de Dios.
¿Quién es el loco, pues, que no deseará hallarse entre tantos bienes, para gozar una tan dulce, perpetua paz, y descanso y gloria eternas? En este mundo hay muchos de estos seres extraviados, humanos perdidos, gente sin norte, que caminan a tientas mendigando algo de gloria aquí, un poco de honor allá, y un momento de placer por rincones y esquinas. ¡Oh, hombre, qué terrible ceguera la tuya! ¡Qué terrible vanidad! ¡Y qué terrible momento cuando despiertes de este espectáculo de marionetas y descubras que todo no ha sido más que una mera fantasía, una brisa que pasa veloz, un decorado envuelto de brillos pero que tras las bambalinas solo había polvo, mugre y destrucción!
¡Cuándo, hermano, darás fin a una vida tan perdida, toda ella puesta en lo temporal y caduco, en lo transitorio, y con poca o ninguna memoria de lo eterno, haciendo una vida ociosa, tomándote buen tiempo sin agradecer a Dios con las obras, y que en lugar de ocuparte en su servicio, sólo buscas rastreramente tu entretenimiento! Date cuenta: presto se acabará esta tregua, cuando menos te des cuenta, y si no te aprovechas de este tiempo de misericordia ahora, se registrarán tus culpas en la divina censura, juzgándote de tanto error y olvido.
Sea, pues, nuestro deseo, y nuestra principal pretensión, el ver a Dios. ¿Qué tiene un alma que desear, más que ver al Señor? ¿Qué tiene más que apetecer, que gozarle? ¿Qué deseo puede ocupar su corazón, que no sea vano, sino es el poseerle? En Dios están todas las cosas, y sin Dios todas son vanas: poseyendo a Dios, todo se posee, y careciendo de Él, se carece de todo y de todas, porque ninguno tiene ser sin Él.
Deshagámonos de nosotros, para que Dios se haga todo en nosotros, lo cual no podemos hacer sin su especialísima gracia, y esta se alcanza con amar de veras a Dios.
Dadme, Señor, este amor, y no me lo niegues, porque sabes que todo entero estoy a vuestra obediencia.
Pues, hermanos, no nos apartemos del verdadero amor de Dios, y no demos lugar en nuestro corazón a las criaturas, las cuales nos turban, y nos entristecen cuando no nos suceden las cosas como quisiéramos.
| Redacción: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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