Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

30.10.17

El amor de Dios


Nos ergo diligamus Deum, quoniam Deus prior dilexit nos.
Pues amemos nosotros a Dios, por­que Dios nos amó primero (1 Jn., 4, 19).


Considera, ante todo, que Dios merece tu amor, porque Él te amó antes que tú le amases, y es el primero de cuantos te han amado (Jer., 31, 3). Los que primeramente te amaron en este mundo fueron tus padres, pero no sintieron ni pudieron tenerte amor sino después de haberte conocido.

Más antes que tuvieras el ser, Dios te amaba ya. No habían nacido ni tu padre ni tu madre, y Dios te amaba. ¿Y cuánto tiempo antes de crear el mundo comenzó Dios a amarte? ¿Quizá mil años, mil siglos antes? No contemos años ni siglos. Dios te amó desde la eternidad (Jeremías, 31, 3).




En suma: desde que Dios fue Dios, te ha amado siempre; desde que se amó a Sí mismo, te amó también a ti. Con razón decía la virgen Santa Inés: "Otro amante me cautivó primero". Cuando el mundo y las criaturas la requerían de amor, ella respondía: "No, no puedo amaros. Mi Dios es el primero que me amó, y es justo que a Él sólo consagre mis amores".

De suerte, hermano mío, que eternamente te ha amado tu Dios; y sólo por amor te escogió entre tantos hombres como podía crear, y te dio el ser y te puso en el mundo, y además formó innumerables y hermosas criaturas que te sirviesen y te recordasen ese amor que Él te profesa y el que tú le debes. "El Cielo, la tierra y todas las criaturas -decía San Agustín- me invitan a que te ame". Cuando el Santo contemplaba el sol, la luna, las estrellas, los montes y ríos, le parecían que todos le hablaban, diciéndole: Ama a Dios, que nos creó para ti a fin de que le amases.

El Padre Rancé, fundador de los Trapenses, no veía los campos, fuentes y mares sin recordar por medio de esas cosas creadas el amor que Dios le tenía. También Santa Teresa dice que las criaturas le reprochaban la ingratitud para con Dios.

Y Santa Magdalena María de Pazzi, con solo contemplar la hermosura de alguna flor o fruto, sentía el corazón traspasado con las flechas del amor de Dios, y exclamaba: "¡Desde la eternidad ha pensado el Señor en crear estas flores a fin de que yo le ame!".

Considera, además, con qué singular amor hizo Dios que nacieses en pueblo cristiano y en el gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos nacen entre idólatras, judíos, mahometanos o herejes, y por ello se pierden! Pocos son los hombres que tienen la dicha de nacer donde reina la verdadera fe, y el Señor te puso entre ellos.

¡Oh, cuan alto don el de la fe, y cuan poco valorado! ¡Cuántos millones de almas no disfrutan de sacramentos, ni sermones, ni ejemplos de hombres santos, ni de los demás medios de salvación que la Iglesia nos proporciona!

Y Dios quiso concederte todos esos grandes auxilios sin mérito alguno por tu parte; antes, previendo tus deméritos. Al pensar en crearte y darte esas gracias, ya preveía las ofensas que habías de hacerle.

Oración:

¡Oh soberano Señor de Cielos y tierra! Bien infinito e infinita Majestad, ¿cómo pueden los hombres menospreciaros a Vos, que tanto los habéis amado? Mas entre ellos, Señor, a mí singularmente, me amasteis, favoreciéndome con gracias especialísimas, que no a todos habéis concedido, y yo más todavía os he despreciado.
A vuestros pies me postro, ¡oh Jesús, Salvador mío! "No me arrojes de tu presencia" (Sal. 50, 13), aunque harto lo merezco por mis ingratitudes; pero Vos dijisteis que no sabéis desechar al corazón contrito que vuelve a Vos (Jn., 6, 37).
Jesús mío, me pesa de haberos ofendido; y si en la vida pasada no os conocí, ahora os reconozco por mi Señor y Redentor, que murió por salvarme y para que le amara. ¿Cuándo, Jesús mío, acabará mi ingratitud? ¿Cuándo empezaré a amaros de veras?
Hoy, Señor, resuelvo amarte con todo mi corazón, y no amar a nadie más que a Ti. ¡Oh Bondad infinita!, te adoro por todos los que no te aman; y en Ti creo, en Ti espero, te amo y me ofrezco enteramente a Ti. Ayúdame con tu gracia. Y si me favorecisteis cuando no os amaba ni deseaba amaros, ¿cuánto más no he de esperar vuestra misericordia ahora que os amo y deseo amaros?
Dame, Señor mío, tu amor, amor fervoroso que me haga olvidar las criaturas todas; amor fortísimo, con el cual supere cuantos obstáculos se opongan a que te complazca; amor perpetuo, que no pueda cesar.
Todo lo espero de tus merecimientos, ¡oh Jesús mío!, y de tu intercesión poderosa, ¡oh María, Madre y Señora nuestra!




Y no solamente nos dio el Señor tantas hermosas criaturas, sino que no vio satisfecho su amor hasta que se nos dio y entregó a Él mismo (Ga., 2, 20). El maldito pecado nos había hecho perder la divina gracia y la gloria, haciéndonos esclavos del infierno. Pero el Hijo de Dios, con asombro del Cielo y de la Tierra, quiso venir a este mundo y hacerse hombre para redimirnos de la muerte eterna y conquistarnos la gracia y la gloria perdidas.

Maravilla sería que un poderoso monarca quisiera convertirse en gusano por amor de estos míseros seres. Pues infinitamente más debe maravillarnos al ver a Dios hecho hombre por amor a los hombres. "Se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo, y reducido a la condición de hombre", (Fil., 2, 7). ¡Dios en carne mortal! Y el Verbo se hizo carne... (Jn., 1, 14). Pero el asombro y pasmo se aumentan al considerar lo que después hizo y padeció por amor nuestro el Hijo de Dios.

Bastaba para redimirnos una sola gota de su preciosísima Sangre, una lágrima suya, una sola oración, porque esta oración de persona divina tenía infinito valor y era suficiente para rescatar el mundo, e infinitos mundos que hubiese. Mas, dice San Juan Crisóstomo, lo que bastaba para redimirnos no era bastante para satisfacer el amor inmenso que Dios nos tenía. No quiso únicamente salvarnos, sino que le amásemos mucho, porque Él mucho nos amó, y para lograrlo escogió vida de trabajos y de afrentas y muerte amargísima entre todas las muertes, a fin de que conociésemos su infinito y ardentísimo amor para con nosotros. "Se humilló a Sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil., 2, 8).

¡Oh exceso de amor divino, que ni los ángeles ni los hombres llegarán nunca a comprender! Exceso le llamaron en el Tabor Moisés y Elias, refiriéndose a la Pasión de Cristo (Le. 9, 31). "Exceso de dolor, exceso de amor", dice San Buenaventura.

Si el Redentor no hubiera sido Dios, sino un deudo o amigo nuestro, ¿qué mayor prueba de afecto podría habernos dado que la de morir por nosotros? "Que nadie tiene más grande amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn., 15, 13). Si Jesucristo hubiese tenido que salvar a su mismo Padre, ¿qué más pudiera haber hecho por amor a Él? Si tú, hermano mío, hubieses sido Dios y creador de Cristo, ¿qué otra cosa hiciera por ti sino sacrificar su vida en un mar de afrentas y dolores? Si el hombre más vil de la tierra hubiese hecho por ti lo que hizo el Redentor, ¿podrías vivir sin amarle?

¿Creéis en la Encarnación y muerte de Jesucristo? ¿Lo creéis y no le amáis? ¿Y podéis siquiera pensar en amar otras cosas, fuera de Cristo? ¿Acaso dudáis que os ama? ¡Pues sí, Él vino al mundo, dice San Agustín, para padecer y morir por vosotros, a fin de patentizaros el amor que os tiene!

Tal vez antes de la Encarnación del Verbo pudiera dudar el hombre de que Dios le amase tiernamente; pero después de la Encarnación y muerte de Jesucristo, ¿cómo puede ni dudar de ello? ¿Con qué prueba más clara y tierna podía demostramos su amor que con sacrificar por nosotros su vida? Habituados estamos a oír hablar de creación y redención, de un Dios que nace en un pesebre y muere en una cruz. ¡Oh santa fe, ilumina nuestras almas!

Oración:

Veo, Jesús mío, que nada os quedó por hacer para obligarme a amaros, y que yo, con mis ingratitudes, he procurado obligaros a que me abandonéis. ¡Bendita sea vuestra paciencia, que me ha sufrido tan largo tiempo! Merezco un infierno a propósito creado para mí; pero vuestra muerte me inspira firme esperanza de perdón.
Enseñadme, Señor, cuánto merecéis ser amado y el deber que tengo de amaros, ¡oh inmenso Bien! Sabiendo que habéis muerto por mí, ¿cómo he vivido, ¡oh Dios!, olvidado de Vos tantos años? ¡Oh, si volviese a existir de nuevo, querría, Señor, consagraros desde el principio toda mi vida! Pero, ¡ah!, los años no vuelven... Haced, al menos, que el resto de mi existencia lo dedique por completo a serviros y amaros.
Carísimo Redentor mío: os amo con todo mi corazón. Aumentad el amor en mí recordándome cuánto hicisteis por mi bien, y no permitáis que vuelva a ser ingrato. No he de resistir más a la luz con que me ilumináis. Deseáis que os ame, y yo deseo amaros.
¿Y a quién he de amar si no amo a mi Dios, belleza infinita e infinita Bondad, a un Dios que murió por mí y me sufrió paciente, y en vez de castigarme como yo merecía, mudó el castigo en mercedes y gracias? Sí, os amo, ¡oh Dios digno de infinito amor!, y no vivo ni suspiro más que para dedicarme a amaros, olvidado de todo el mundo. ¡Oh caridad infinita de mi Señor: socorre a un alma que anhela ser tuya enteramente!
Auxiliadme también con vuestra intercesión, ¡oh María, Madre excelsa de Dios! Rogad a Jesucristo que me haga suyo para siempre.



Se aumentará en nosotros la admiración si consideramos el deseo vehementísimo que tuvo nuestro Señor Jesucristo de padecer y morir por nuestro bien. "Bautizado he de ser con el bautismo de mi propia sangre, y muero de deseo porque llegue pronto la hora de mi Pasión y muerte, a fin de que el hombre conozca el amor que le tengo". Así decía el Hijo de Dios en su vida terrena (Lc., 12, 50). Por eso mismo exclamaba en la noche que precedió a su dolorosa Pasión (Lc., 22, 15): "Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros". Diríase que nuestro Dios no puede saciarse de amor a los hombres, escribe San Basilio de Seleucia (c. 419).

¡Ah, Jesús mío! ¡Los hombres no os aman porque no ponderan el amor que les profesáis! ¡Oh Señor!, el alma que piensa en un Dios muerto por su amor, y que tanto deseó morir para demostrarle la grandeza del afecto que le tenía, ¿cómo es posible que viva sin amarle?

San Pablo dice (2 Co., 5, 14) que no tanto lo que hizo y padeció Jesucristo como el amor que nos demostró al padecer por nosotros, nos obliga y casi nos fuerza a que le amemos. Considerando este alto misterio, San Lorenzo Justiniano exclamaba: Hemos visto a un Dios enloquecido de amor por nosotros. Y, en verdad, si la fe no lo afirmase, ¿quién pudiera creer que el Creador quiso morir por sus criaturas?

Santa Magdalena de Pazzi, en un éxtasis que tuvo llevando en sus manos un Crucifijo, llamaba a Jesús loco de amor. Y lo mismo decían los gentiles cuando se les predicaba la muerte de Cristo, que les parecía increíble locura, según testimonio del Apóstol (1 Co., 1, 23): "Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles".

¿Cómo, decían, un Dios felicísimo en Sí mismo, y que de nadie necesita, pudo venir al mundo, hacerse hombre y morir por amor a los hombres, criaturas suyas? Creer eso equivale a creer que Dios enloqueció de amor. Y con todo, es de fe que Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, se entregó a la muerte por amor a nosotros. "Nos amó y se entregó Él mismo por nosotros" (Ef., 5, 2).
¿Y para qué lo hizo así? Lo hizo a fin de que no viviésemos para el mundo, sino para aquel Señor que por nosotros se entregó y quiso morir (2 Co., 5, 15). Hízolo para que el amor que nos mostró ganase todos los afectos de nuestros corazones; así, los Santos, al considerar la muerte de Cristo, tuvieron en poco el dar la vida y darlo todo por amor de su amantísimo Jesús.

¡Cuántos ilustres varones, cuántos príncipes abandonaron riquezas, familia, patria y reinos para refugiarse en los claustros y vivir en el amor de Cristo! ¡ Cuántos mártires le sacrificaron la vida! ¡Cuántas vírgenes, renunciando a las bodas de este mundo, corrieron gozosas a la muerte para recompensar como les era dado el afecto de un Dios que murió por amarlas!

Y tú, hermano mío, ¿qué has hecho hasta ahora por amor a Cristo? Así como el Señor murió por los Santos, por San Lorenzo, Santa Lucía, Santa Inés..., también murió por ti. ¿Qué piensas hacer, siquiera en el resto de tus días que Dios te concede para que le ames? Mira a menudo y contempla la imagen de Jesús crucificado; recuerda lo mucho que Él te amó, y di en tu interior: "Dios mío, ¿con que Vos habéis muerto por mí?". Haz siquiera esto; hazlo con frecuencia, y así te sentirás dulcemente movido a amar a Dios, que te ama tanto.

Oración:

¡No os he amado como debiera, amantísimo Redentor mío, porque no he pensado en el amor que me tenéis! ¡Ah, Jesús mío!, ¡cuan ingrato soy! Vos disteis por mí la vida con la más amarga de las muertes, y yo, tan vil he sido, que ni he querido pensar en ello. Perdonadme, Señor, pues yo os prometo que desde ahora seréis, ¡oh amor mío crucificado!, el único objeto de mis afectos y pensamientos.
Cuando el demonio o el mundo me ofrezcan sus venenosos frutos, recordadme, amado Salvador, los trabajos que por mi amor sufristeis, y haced que os ame y no os ofenda. ¡Ah! Si un siervo mío hubiese hecho por mí lo que Vos hicisteis, no me atrevería a desecharle. ¡Y con todo, muchas veces osé apartarme de Vos, que moristeis por mí!
¡Oh preciosa llama de amor, que obligaste a Dios a que diese por mí su vida; ven, inflama y llena todo mi corazón y destruye en él los afectos a las cosas creadas! ¿Es posible, amado Redentor, que quien considere cómo estuvisteis en el pesebre de Belén, en la cruz del Calvario, y ahora estáis en el Sacramento del Altar, no quede enamorado de Vos?
Os amo, Jesús mío, con toda mi alma, y en el resto de mi vida seréis mi único bien, mi único amor. No más años desventurados como los que miserablemente viví olvidado de vuestra Pasión y de vuestros afectos. A vos me entrego enteramente, y si no acierto a entregarme como debiera, acogedme Vos y reinad en todo mi corazón. Adveníat regnum tuum ("venga a nosotros tu Reino"). No vuelva a ser esclavo más que de vuestro amor, ni hable, ni trate, ni piense, ni suspire más que para amaros y serviros. Asistidme con vuestra gracia, a fin de que os sea fiel, como lo espero por vuestros merecimientos, ¡oh Jesús mío!
¡Oh Madre del Amor hermoso, haced que ame mucho a vuestro divino Hijo, tan digno de ser amado y que tanto me amó!


San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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