Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

5.8.22

Importantes cuestiones sobre cómo debemos orar y los errores más comunes al rezar


La oración correcta ha de ser, sobre todo, atenta. La atención es una condición imprescindible sin la cual, como escribe San Ignacio, cualquier oración "no es oración. ¡Está muerta! Son inútiles palabras huecas que perjudican al alma y ofenden a Dios". El monje Doroteo, asceta ruso del siglo XIX, decía: "Quien reza con los labios y no se preocupa del alma ni cuida el corazón, reza al aire, y no a Dios, y se esfuerza en vano, puesto que Dios atiende al espíritu y al esfuerzo, no a la palabrería". No se refiere a cuando nos esforzamos pero nos distraemos, sino a cuando no nos obligamos a estar atentos y simplemente recitamos una oración de forma mecánica.

La falta de atención es uno de los fenómenos más peligrosos de la vida cristiana. Uno puede acostumbrarse tanto a ella que puede llegar a olvidar la propia oración. El abad Serafín lo expresó admirablemente al decirle a un monje cuyas cuentas (del rosario) centellaban de lo rápido que las pasaba: "Tú no rezas ninguna oración, simplemente te has acostumbrado a sus palabras, como algunos se acostumbran a los improperios". El peligro de tal hábito no radica solo en que el hombre se quede sin oración, sino en que pueda empezar incluso a enorgullecerse de su devoción oracional.




La segunda condición imprescindible de la oración es la penitencia. Solo se puede llamar oración al llamamiento a Dios sincero, atento, profundo y -en la medida de lo posible- penitente. San Ignacio escribía lo siguiente al respecto: "Los elementos esenciales de la oración deben ser: la atención, la inclusión de la mente en las palabras de la oración, el extremo sosiego al pronunciarla y la aflicción del espíritu". El santo subraya la necesidad de aprender a rezar la oración de Jesús con sosiego.

Aquí llama la atención sobre otra condición muy importante para la oración correcta, la moral: "Hay que tener especial cuidado en la adecuada edificación de la moral conforme a la doctrina del Evangelio... En vano se esfuerza quien construye sobre arena: sobre la moral ligera, vacilante".

Las condiciones imprescindibles de la oración son la humildad y la veneración. Sin ellas la oración será contraria a Dios. El sentimiento de la rectitud y mérito propios ante Dios, la petición de dones espirituales y estados de gracia y la búsqueda de vivencias de amor divino son una clara señal de engaño o ilusión espiritual. Cierto monje dijo: "Me encuentro en constante recuerdo de Dios". Y San Sisoi le contestó: "Eso no es grande; grande será cuando te consideres peor que cualquier criatura". ¡Alta ocupación -continúa el Santo-, la de recordar constantemente a Dios! Pero esa altura es muy peligrosa cuando la escalera que conduce a ella no se coloca sobre la firme piedra de la humildad. Ante la falta de humildad, el costumbrismo oracional se inclinará fácilmente hacia la obcecación y el engaño espiritual".

Los padres de la reputada colección de escritos ascéticos de la antigua Iglesia, La Filocalia, prohíben terminantemente imaginar durante la oración a Cristo, la Madre de Dios y los santos, y hablan de la necesidad de conservar la mente sin imágenes. Por ejemplo, San Simeón, al deliberar sobre los que en la oración "imaginan los bienes celestiales, las órdenes de los ángeles y las moradas de los santos", dice claramente que es un "indicio de engaño o ilusión espiritual".

Y entonces, ¿cómo debemos entender las oraciones ante determinados iconos milagrosos, determinados santos representados en diferentes acontecimientos de sus vidas? Existe una máxima muy sabia que dice: "No hay cosa buena que no pueda echarse a perder". Aquí sucede lo mismo: es bueno rezar ante las imágenes de los santos, dirigirnos a los santos para pedirles que recen con nosotros a Dios por nuestras necesidades y pesares, como hacemos nosotros, que nos pedimos rezos unos a los otros. Pero esta acción buena se deforma con frecuencia por la consciencia pagana, cuando empezamos a considerar una u otra determinada oración, icono o santo como una especie de fuerza mágica con cuya ayuda se puede obtener aquello que se ansía: "Hay que leer precisamente esa oración tantas veces, rezar ante tal estatua (hacerlo ante otra imagen no ayudará), a este (y no a otro) santo, etc.". Eso es un absurdo, y un engaño total.

O sea, resulta que para algunos cada estatua, cada santo y cada oración administran su propio ámbito, y hay que saber a quién y cómo hay que rezar si se quiere obtener algún resultado. Esta es la razón principal por la que desde los primeros tiempos de la humanidad, el monoteísmo decayó en politeísmo, chamanismo y otros disparates humanos, ya que el Dios Único, ante tal "especialización" de los santos, se vuelve paulatinamente innecesario. Acabamos como los antiguos griegos y romanos, con una pléyade de "semidioses" a los que llamamos santos y antes los cuales rezamos, olvidándonos absolutamente de lo principal: Cristo.

Lamentablemente, el proceso de extinción de la fe en Dios y de incremento de diversas creencias y supersticiones se afianza incluso hoy en día cada vez más. Este proceso se alimenta activamente de todo tipo de "breviarios" por los santos, libros especiales y folletos donde todo está encajonado, que ofrecen un rico recetario: a qué santo hay que pedir tal gracia, ante qué imagen hay que peregrinar, cuándo y cómo rezar para combatir cierta enfermedad o pena, y un sin fin de paganismos enmascarados en falsa religión. Así, bajo una forma en apariencia inocente, convierten nuestra fe en el clásico paganismo, en superstición. Y como resultado, ¡la gente se queda sin ningún fruto, ni terrenal, ni espiritual! Se olvida lo más importante. En primer lugar, que las santas y los santos son únicamente nuestros compañeros de oración y no "dioses" que por voluntad propia cumplen o rechazan las peticiones humanas; en segundo lugar, una imagen, un cuadro, una estatua, son únicamente una imagen y una representación, y cualquier oración solo es eficaz y salvadora cuando nos dirigimos al santo y no a su imagen, mediante la comunión del cuerpo místico de Cristo, y rezamos correctamente (sobre lo que hemos hablado anteriormente). En particular, la corrección reside en que el hombre se dirija con fe a la fuerza de Dios y no a la de una imagen. Entonces Dios puede mostrar Su misericordia al creyente, ya sea a través de ese mismo santo o de la oración del santo, o de cualquier otro modo. San Teófanes escribía: "Algunas imágenes pueden ser milagrosas, porque Dios así lo dispone. Aquí la fuerza no reside en la representación ni en las gentes que acuden a ella, sino en la benevolencia de Dios". Así pues, la fuerza no reside en lo representado, sino en la benevolencia de Dios, es decir la representación es únicamente lo visible que ayuda a nuestra mente y nuestro corazón a dirigirse a la benevolencia del Invisible. ¡No debemos olvidar los antiguos mandamientos: "No te harás escultura ni imagen alguna"!

¿Cómo es posible entender el fenómeno de la benevolencia divina hacia el hombre? En el Evangelio leemos que le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaron salvados. Le seguía un gran gentío que le oprimía, pero solo se curó una mujer que padecía flujo de sangre (Mc 5, 24-34), que decía: "Si logro tocar aunque solo sea sus vestidos, me salvaré". Y recibió una respuesta: "tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad".

Por lo tanto, las reliquias, los poderes de los santos, los objetos sagrados, el agua bendita y demás son solo sus "vestidos", a través de los cuales Él (y no los "vestidos" en sí) sana a los cristianos que tocan con humildad aunque solo sea Sus "vestidos". Muchos oprimen a Cristo (viajan a lugares santos, acuden a cuadros o imágenes milagrosas, oran a estatuas…), pero no le buscan a Él, sino a Sus "vestidos": milagros, sanaciones, profecías; creen no tanto en Él, como en la fuerza de diversas reliquias; no buscan la vida según Cristo, sino la sanación y el regreso a la vida "normal" (pagana) y pecadora que llevaban antes, según los elementos de este mundo. Tales hombres no reciben nada. No son las imágenes ni los lugares sagrados los que poseen fuerza milagrosa ("energética" como por desgracia podemos oír frecuentemente hoy), sino Él, el Señor Jesucristo, que al oír una oración sincera dirigida a Él (ante cualquier objeto sagrado), ayuda al hombre.

¿Cuál es la oración correcta en estos casos? ¡La que va unida a la penitencia, es decir a la sincera promesa de enmendar nuestra vida! Si no hay penitencia, si fingimos y queremos cosechar frutos sin abonar las raíces, entonces nos convertiremos en los rechazados sobre los que el Señor dijo: "Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres". (Mt 15, 7-9) Las imágenes, como todas las reliquias, son el vehículo conductor de la gracia de Dios, que actúa según el estado espiritual del hombre.

De este modo, en la pregunta: ¿En qué cree el hombre, en Cristo o en Sus "vestidos", en la Madre de Dios o en el "Cáliz inagotable"? se manifiesta el secreto del alma de la persona, su fe cristiana o pagana. ¡No son en sí las representaciones del "Cáliz inagotable" ni de la "Dadora de sabiduría" (ante los que evidentemente pocos rezan) los que prestan ayuda, sino la Madre de Dios, gracias a la oración sincera dirigida a Ella ante cualquiera de sus representaciones! Cualquier imagen ante la que recemos correctamente al Señor puede convertirse en milagrosa. Siempre ha sido así, pues un corazón contrito y humillado Dios no lo desprecia. (Sal 50,19).

Podemos así entender por qué algunas oraciones son escuchadas, y otras no. Lo que sucede es que se puede rezar de distintas maneras. Se puede rezar como rezaba aquella madre para que su hijo se curase, cuando pese a la visión que tuvo sobre la futura muerte de este, siguió pidiendo sin cesar a Dios que su hijo se quedase entre los vivos. En pocas palabras, rezaba: "Que se haga mi voluntad, Señor, y no la Tuya…", y como resultado de su persistencia recibió la desgracia augurada. O pongamos que rezo con sinceridad, con diligencia y de rodillas, y enciendo velas para sacar un aprobado en el examen. Sí, con sinceridad… Pero, de nuevo, el sentido solapado de mi oración sigue siendo el mismo: "Que sea, Señor, tal y como yo lo deseo". Y si es bueno o no para mí desde un punto de vista espiritual, esto a mí no me interesa.

Veamos, ¿cómo era la oración de Cristo en el jardín de Getsemaní ante los horrores que se le revelaron de Su terrible ejecución? Oró hasta sudar sangre, pero ¿qué es lo que oímos? "Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya." (Lc 22, 42). No tenemos fe en Dios, por eso no recibimos lo que pedimos. Pero, si pudiésemos de todo corazón decir en la oración: "Señor, todo lo aceptaré con gratitud, porque creo que tú eres el Amor mismo y harás que mi vida sea mejor. ¡Que se haga Tu voluntad, Señor, que no se haga la mía ni se cumplan mis ciegos deseos!". Solo entonces recibiríamos más a menudo la gracia de Dios.

Me gustó mucho el siguiente suceso: en la India, una vez un niño iba montado a lomos de un elefante y, al acercarse a la jungla, el elefante se paró en seco. El niño le fustigó, le azuzó… Pero el elefante ni se movió. El chico montó en cólera. Tenía prisa por ver a su padre, ya llegaba tarde. Seguramente su padre le reñiría… De repente el elefante agarró al chaval con la trompa y lo metió bajo su vientre. En ese preciso instante, un tigre apareció entre la maleza y de un salto se encaramó directamente al lomo del elefante. El elefante se deshizo del tigre. Pero ¿qué le habría pasado al niño si se hubiese quedado sobre el lomo del elefante? El niño lo entendió y empezó a besar al elefante, a darle plátanos, a acariciarle...

Y todos nosotros somos un niño montado a lomos de un elefante. Cueste lo que cueste, Señor, dame esto y aquello, y no queremos entender que el Señor dispuso todo de la mejor manera posible. Por desgracia, no tenemos fe en Él. Por eso a menudo nuestras oraciones no son escuchadas.

Pero entonces, ¿qué podemos decirle a una madre que sufre por la muerte de su hijo, como contamos antes? Antes que nada, ¿de qué madre estamos hablando? Si cree que Dios no existe, ni tampoco el alma ni la eternidad, entonces simplemente no sé cómo podemos ayudarla. Pues para un ateo la muerte destruye irrevocable y definitivamente a la persona. La sustrae para siempre. De modo que la muerte del hijo para tal madre es una pérdida para toda la eternidad, y por eso todas las palabras de consuelo serán para ella sonidos huecos.

No obstante, la cosa cambia totalmente si hablamos con una madre cristiana. La concepción de la muerte podría expresarse aquí de la siguiente manera. Por ejemplo, imagínense en invierno a un grupo de gente que se ha perdido en la montaña. En él se encuentra nuestra madre con su hijo. Hace muy mal tiempo y caminan por senderos peligrosos temiendo constantemente por su vida. No saben cómo ni cuánto tendrán que caminar hasta llegar a casa. De repente aparece un helicóptero que aterriza, y el piloto dice que se dirige precisamente al mismo sitio y que tiene una plaza libre. ¡¿Acaso la madre no procurará hacer todo lo posible para que se lleven a su hijo y así pueda salvarse?! Exactamente lo mismo sucede en la vida humana, cuando el "helicóptero" se lleva a nuestros queridos familiares y allegados a casa mientras nosotros seguimos caminando sin saber qué nos espera en nuestro sendero, cuáles serán nuestras penas, enfermedades, tragedias y final. El cristianismo afirma que el hombre es un peregrino en la tierra, que la vida terrenal es solo el camino a casa, y la muerte, solo una separación pasajera. Pronto todos nos reencontraremos en nuestra casa. Por eso dijo el Apóstol que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro (Heb 13,14). Que Dios nos conceda que el reencuentro con nuestros familiares allí no quede ensombrecido por nuestras malas acciones, sino que sea alegre y feliz.

Pero entonces alguien podría preguntarse: ¿por qué en el Evangelio cuando alguien se dirige a Dios con la súplica de resucitar al difunto o sanar al débil, Dios la escucha... Y en cambio ahora, aunque la oración pueda ser desesperada, no sucede tal cosa o, en todo caso, no nos consta que suceda? Existen varias razones. La primera es que cuando Cristo vino, era necesario que la gente comprendiera Quién era Él. Y muchos empezaban realmente a creer en Él al ver sus milagros. Al mismo tiempo, miren cómo evaluó el Señor esta fe: Dichosos los que no han visto y han creído. El milagro que sucede ante los ojos impresiona y abruma, pero por sí solo no puede cambiar el interior del hombre.

Y aquí nos acercamos al segundo momento importante: ¿acaso hubo pocos muertos en aquellos tiempos? Pero Él, según los textos evangélicos, solo resucitó a tres: a la hija de Jairo, a un joven, hijo de una viuda, y a Lázaro. Y ya está. ¿Por qué? Porque las más de las veces un milagro externo no resulta provechoso para la mayoría de la gente.

Recuerden cuando el rico suplicó a Abraham: "Envía a Lázaro que diga a mis hermanos que no vengan también ellos a este lugar"…; a lo que Abraham contestó: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite" (Lc 16, 31). Es decir, los hombres que no se esfuerzan por vivir de acuerdo con su consciencia y los mandamientos se embrutecen espiritualmente de tal forma que ni un milagro evidente puede cambiar su corazón. Es una de las leyes de la vida espiritual.

Y es otra de las razones por las que en nuestros tiempos no suceden este tipo de milagros.

Existe aún otra razón, que el Señor también señaló: "Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: 'Arráncate y plántate en el mar', y os habría obedecido." (Lc 17,6). Pero ¿qué sucede en nuestra alma? Parece que suplicamos, rezamos y..., no creemos. Cuando Cristo llegó a su patria, ¿recuerdan cómo le recibieron? El resultado fue: Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe. (Mt 13,58).

¿Por qué San Juan de Kronstadt resultó ser un obrador de milagros tan asombroso? De hecho, fue un personaje totalmente único, de los que rara vez nacen en la historia. Su alma era de una sorprendente simplicidad infantil. Vean cómo empezó a obrar milagros. Una vez, suplicó a Dios con toda su fe que curase a una enferma y vio con asombro que el Señor la sanó. Este hecho reforzó aún más su fe y, desde aquel momento, comenzó a obrar muchos otros grandes milagros gracias a esa fe inquebrantable.

Efectivamente, "la sanación se adquiere mediante la humildad y la fe", como escribía San Ignacio.

Como no tenemos fe ni humildad, no recibimos nada. He aquí, según parece, la razón principal por la que en gran parte ahora no sucede lo mismo que en tiempos de Jesucristo.

También es importante tener en cuenta lo siguiente. Recuerden lo que contestó el Señor a los discípulos que no pudieron sanar al poseído: "más este linaje no sale sino por oración y ayuno" (Mt 17,21). La oración resulta eficaz cuando se une con algún trabajo ascético posible: la renuncia a la comida, a la pereza o a la diversión... Pues sin trabajo ascético no habrá ni siquiera fruto.

Una costumbre muy extendida también es que la gente pida que alguien rece por ellos en un monasterio, en lugar de en un simple templo parroquial, en la creencia de que ahí la gente lleva una vida más santa y está más cerca de Dios. ¿Es correcto decir estar "más cerca" o "más lejos" de Dios? ¿Acaso es posible? Siempre buscamos a un hombre que esté "más cerca de Dios" y confiamos en encontrarlo. Y la mayoría de las veces no pensamos lo que significa. Seguimos los rumores y nos servimos del boca a boca para correr de inmediato armados de una total confianza, ya sea en avión, en coche o a pie, a visitar al desconocido jerarca, abad, ermitaño, monje, iluminado... Y generalmente los resultados suelen ser deplorables, pues aquellos que realmente están más cerca de Dios huyen de la admiración, la fama y los elogios humanos como del fuego. Por regla general nadie sabe de ellos. La virtud sincera es siempre pudorosa y se esconde de todo el mundo por los medios más variados: el encierro, el desierto, el bosque, el pantano, la locura, la pobreza, el recogimiento..., etc. Sobre el grado de cercanía a Dios, los Santos padres dicen: "la altura espiritual se mide por la profundidad de la humildad". Rara vez, y solo después de muchas oraciones y trabajo ascético, el Señor bendecía a algunos de ellos con un servicio público.

Para alcanzar la humildad y no caer en la falsa humildad o autocomplacencia, se necesita mantener una relación bastante prolongada con esa persona, se necesita tiempo, lo que la mayoría de las veces no tenemos. Por eso nos encontramos con estafadores, enfermos mentales, simplemente tontos, buscadores de fama, e incluso personas poseídas, que están sumidas en un estado de engaño o ilusión espiritual y en el orgullo, y que, en su soberbia, sin miedo ni duda, creen poder resolver todas las cuestiones de la vida y causan a la gente muchas desgracias tanto espirituales como físicas. A veces son personas camufladas en una falsa modestia que engañan a todo el que se acerca a ellas. Una de las razones de encontrarnos en esta situación es que buscamos el milagro, la clarividencia y la curación, en lugar de la liberación de nuestras pasiones; es decir, buscamos lo terrenal en vez de lo espiritual. Somos mucho más materialistas que cristianos.

La conclusión es simple. No debemos buscar a quien "está más cerca de Dios", pues nunca lo sabremos reconocer, sino simplemente a un padre (monje, seglar) juicioso y creyente sincero -sin trucos, juegos de devoción ni pretensiones a ocupar la función de maestro o charlatán- que conozca a los Santos padres (y no cualquier historia mágica) y fundamente en ellos sus consejos. Sobre todo hay que temer a los "jefes", que se toman la libertad de resolver todas las cuestiones vitales del hombre sin pensárselo dos veces, aterrándolo con la "fórmula sagrada": "Tal es la voluntad de Dios" (la cual él, embustero, ni siquiera puede conocer). Por eso no nos arroguemos el juicio de Dios y digamos quién está más cerca y quién más lejos, sino que intentemos vivir con mayor sencillez, estudiando las obras de los Santos padres y siendo precavidos con respecto a todo tipo de rumores sobre los beatos y curanderos, al igual que a la nueva literatura, aunque se venda en tiendas eclesiásticas disfrazada de elegante y moderna religiosidad.

Finalmente, hagamos una reflexión sobre el orar por los difuntos y las ánimas del purgatorio, y la conveniencia en hacerlo. Hay quienes se preguntan todavía hoy: ¿es verdad o no que es más difícil rezar por los difuntos? Me he encontrado con la opinión de que es más difícil rezar por los difuntos, porque en vida el hombre aún puede arrepentirse, mientras que el difunto ya no puede hacer nada por sí mismo.

El hecho es que me parece que la pregunta no está del todo bien planteada: muchos creen que rezar por alguien no es más difícil, sino más peligroso, no vaya a ser que los pecados del difunto por el que rezas fueran a transferírsele a uno. Se llega a creer en esto, lo cual es una idea totalmente falsa y absurda. Cuando rezamos por alguien -da igual por quién- aunque sea por Judas Iscariote... ¿A quién rezamos? ¡A Dios! Durante la oración no entramos directamente en contacto con los difuntos, sino que lo hacemos a través de Dios, que, por decirlo de alguna forma, es un filtro muy poderoso por medio del cual ningún pecado ni ningún demonio, aunque se encuentre dentro de esa persona, podrá penetrar en nosotros. Dios todo lo ilumina, todo lo purifica y no permitirá ninguna mala acción inversa. Ahora bien, si empezamos a dirigirnos al propio difunto olvidando a Dios, como hacen los hechiceros y los espiritistas, entonces recibiremos nuestro merecido.

Pero entonces parece lógico preguntar: si podemos rezar por todos, incluso por los hechiceros (aunque no se aconseje rezar por ellos), ¿también podemos rezar por los demonios? Bueno, es mejor no hablar de los demonios. No es asunto nuestro, no es nuestra carreta y no tenemos que llevarla nosotros. Sabemos muy pocas cosas sobre ellos. Desconocemos totalmente la naturaleza de los espíritus. Pues no hay respuesta a la siguiente pregunta: ¿Por qué Dios, siendo amor, creó a esos ángeles, aun a sabiendas de que se convertirían en demonios e irían al tormento eterno? Pero los santos decían que si no hubiese demonios, tampoco habría santos, ya que los primeros, al tentarnos, de hecho nos ejercitan en la lucha contra el mal, y de esta forma nos hacen bien. Recuerden esta frase de Fausto de Goethe: "Yo soy una parte de aquel poder que siempre quiere el mal y siempre obra el bien". Desconocemos hasta el final la providencia de Dios sobre los demonios, que solo se nos revela conforme a nuestro estado caído, y por eso no conocemos la respuesta a esta pregunta. Pero como Dios es amor y Él dio la existencia a esos ángeles, aquí se esconde algún misterio positivo.

En cambio, sí que podemos rezar por los brujos, seguidores de Satán, ateos, heterodoxos, etc. Pues la ley fundamental de la vida cristiana es el amor a todos y a cada uno sin distinción. ¡A todos y cada uno! Por eso no hay que tener miedo de hacerlo.


| Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

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