Semana en el Oratorio

Mes de febrero, mes del Amor

13.10.19

La Escuela del Sagrado Corazón de Jesús: 10. Santificación de las pequeñas acciones del día


Además de los grandes trazos que señalan, por decirlo así, la vida o el camino de vida que debe seguir todo fiel cristiano, hay una multitud de acciones pequeñas de suyo indiferentes que importa mucho santificar, e importa tanto más cuanto que, teniendo en cuenta su número, constituyen para el alma una gran pérdida o una gran ganancia espiritual, según sea el caso.

Jamás se repetirá bastante: para hacernos santos, el Sagrado Corazón de Jesús no quiere que cambiemos en todo rigor nuestro modo de vida. Quiere tan sólo que aprendamos a hacer dignos de una eterna recompensa nuestros deberes más vulgares, es decir, las acciones que estamos obligados a practicar todos los días por nuestro trabajo, nuestro estado, o nuestras necesidades. Y a este fin, animarlas de una intención pura y de un amor divino que las transforme y eleve a un orden sobrenatural.





ORATORIO CARMELITANO



Una madre, por ejemplo, vela al lado de la cuna de su hijo; esta acción sin duda alguna es buena en sí misma, pero de una bondad puramente natural, no es meritoria para la eternidad. Mas si esa madre ve en su hijo un tesoro que Dios le ha confiado, y en los cuidados de que le rodea, el cumplimiento de la voluntad divina; si, más espiritual todavía, considera al niño Jesús oculto bajo la envoltura de ese pequeño e indefenso ser y le prodiga sus caricias como hubiera querido hacerlo, si le hubiera sido dado, con el divino Niño, ¿quién no ve cuánto más elevado, ennoblecido y meritorio es ese acto revestido de tales circunstancias?

Un devoto cristiano que cuida a un enfermo caprichoso, exigente, insoportable tal vez; si lo hace por motivos humanos o por pura necesidad, no hay méritos para el cielo. Por el contrario, si soporta a este pobre enfermo con la mira de aliviar y consolar en su persona al mismo Corazón de su Dios, entonces el mismo acto se eleva al orden sobrenatural y es meritorio de eterna recompensa.

Es una verdad de nuestra santa fe, que nuestro Señor se digna ocultarse en la persona de nuestros prójimos, por más culpables y miserables que sean, para tener en cuenta lo que hubiéramos hecho por ellos en su Nombre. Jesucristo en el día del juicio no solamente dirá: "Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, encarcelado, y me habéis dado de comer, de beber, etc.", sino que este amable Salvador, recordando tal o cual ocasión en que hemos sufrido algo de parte de nuestros hermanos, añadirá: "en la persona de este o aquel prójimo, que ha sido con vosotros ingrato, injusto, exigente, y le habéis soportado, excusado, perdonado: entrad en el gozo de vuestro Señor".

¡Qué bendición tan grande y qué dicha encontrar así a Jesús, al dulce y purísimo Jesucristo, bajo la cubierta, llamémoslo así, de tantos seres que nos disgustan y nos hacen sufrir! Ese pobre pecador, esa alma caída en abismo tan profundo, no la despreciéis: es como un sepulcro en donde el divino Maestro está sepultado. Sois fervorosos carmelitas, creyentes en el Señor, velad a la puerta de esta tumba viviente, es decir, orad por esta alma, aprovechad la más pequeña centellita de buena voluntad para hacer germinar en ella la vida de gracia. Tal vez por vuestro caritativo sacrificio, Jesucristo saldrá un día triunfante de ese sepulcro.

Encontraréis un alma débil al borde de un precipicio, una ocasión inesperada va a hacerla hundirse en el abismo, tendedle la mano, dadle un buen consejo, sed para ella la voz animosa del Corazón de Jesús, servid de eco salvador de este buen Maestro. A su vez, Él os sostendrá en el momento del peligro.

Velad y defended la vida de la gracia en el alma de vuestros hijos, de vuestros allegados, de vuestros amigos. Velad siempre con el "¿quién vive?", porque el enemigo ronda sin cesar las almas, buscando a quienes puede devorar.

Vigilad también la reputación de este prójimo querido. No os permitáis ni crítica, ni burla, ni palabra alguna que ofenda. Sed el abogado de los ausentes: no toleréis que delante de vosotros se hable mal de nadie.

El cristiano debe procurar sobre todo ser celoso con los intereses sagrados de su buen Maestro y dueño muy amado. El celo de su gloria debe devorarle, las injurias que se le hacen deben caer sobre su afligido corazón. Siempre que vea a la infinita Majestad de su Rey injuriada, atacada, ofendida, debe intervenir, debe poner su corazón entre el que lanza el dardo y el divino Corazón, para que no sea de nuevo traspasado. Y para decirlo en pocas palabras, debe oponerse al mal, reprimirlo si le es posible, o por lo menos orar, reparar las ofensas, expiarlas por los culpables.

Por último, debemos en todas nuestras acciones ser sencillos, verdaderos, desinteresados. debemos consagrarnos como lo hizo nuestro divino Maestro al bien de todos: olvidarnos, ignorarnos, sacrificarnos, y esto sin ostentación, sin buscarse a uno mismo, no queriendo más que conseguir una amorosa mirada de Dios, no aguardando la recompensa sino de Él solamente. Porque si buscamos la recompensa de los hombres, perderemos la más valiosa, que es la que proviene de Dios.

¡Oh!, qué vida tan hermosa y qué derechamente nos conducirá a la cumbre feliz donde el alma, en íntima comunicación con su Dios, gusta y entrevé ya algo de la gloria y delicias de la eterna bienaventuranza.

Esta simple idea bastará a las almas de buena voluntad para iniciarlas en la práctica de la virtud interior. El Espíritu del Señor no cesará de instruirlas. Si son fieles en escucharle, completará en ellas la transformación sobrenatural de sus devotos servidores, que no es otra que la del verdadero cristiano, y los llevará a aquel término dichoso en que puede decir con San Pablo: "No vivo yo, sino que Cristo es quien vive en mí".