Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

20.6.17

Ser un miserable o "parecer" un miserable


Habiendo el género humano pecado y rebelado contra el Señor, y no merecer más castigo que la ira de Dios, el hombre tenía como justo destino la perdición eterna. A los ángeles rebelados así les ocurrió, convirtiéndose en lo que nosotros llamamos como demonios, con Satanás a la cabeza, que fue el primero en tener la osadía de querer suplantar a Dios y, con él, arrastró a unas cuantas huestes diabólicas. No se conoce el número (algunos tratados hablan de miles de millones), pero en cualquier caso, obviamente, son muchos más los coros de ángeles celestiales que se mantuvieron fieles al Señor.

Aún así, si cada uno de nosotros posee un ángel de la guarda, y hay varios ángeles que, como patrones en diversas funciones, nos cuidan y protegen, de la misma manera existen facciones demoníacas pero con distinto cometido: el de perdernos. Se podría pensar que cómo es que los demonios invierten tanto tiempo, energía y estrategia, en hacer perder al género humano, si es que no tienen mejores cosas que hacer. La verdad es que no, no tienen muchas mejores cosas que hacer.




Los ángeles son, como su propio nombre indica, "mensajeros", y en esta etapa de Iglesia Militante su cometido es ese: servir de enlace entre nuestro reino y el suyo (por eso, en algunas apariciones marianas se presenta primero un ángel, que antecede a Nuestra Señora y "la anuncia") y protegernos. Al final de los tiempos se dedicarán a bendecir, alabar y darle gloria a Dios. ¿Puede uno imaginarse cometido más digno y gozoso? Desde luego que no.

Los demonios ya no alaban a Dios, sino que, conocedores de su destino y de su estado de perdición eterna, le maldicen y blasfeman, por eso San Juan Bautista María Vianney definía las tabernas como lugares y reunión de demonios, porque normalmente es en esos lugares donde más se blasfema y se menosprecia a Dios y su Evangelio, cumpliendo los hombres que allí van el mismo papel que ejercen los demonios. A eso también se dedicarán luego por toda la eternidad, en el Infierno. Pero dos son los motivos por los que los diablos no nos quieren ver "ni en pintura", y no escatiman esfuerzos en hacernos perder la vida eterna. Uno es que a nosotros se nos ha concedido la oportunidad de redimirnos, que ellos no tuvieron. En efecto: como dije al principio, los hombres se enemistaron con Dios, pero al contrario que un ser angelical, donde toma una decisión y queda en ese estado para siempre (elije el bien o el mal, seguir a Dios o condenarse), el hombre, debido a la fragilidad de su carne (aún no es un ser celestial ni su cuerpo es inmortal, todo lo contrario) el estado elegido tiene una limitación: puede variar en nuestra vida temporal. No ocurre inmediatamente y para siempre, como sí ocurre en un cuerpo celestial que no puede morir. Podría decirse que lo que es nuestra causa de dolor y sufrimiento en esta vida (nuestro cuerpo mortal) se convierte en cierta forma en una bendición, porque nos da una "segunda oportunidad" para ser redimidos. Por eso mismo los demonios ven con ira la misericordia de Dios, al darnos una oportunidad que ellos no tuvieron (de hecho, por naturaleza misma de su ser eterno, no podrían tenerla).

La otra causa de su exacerbado odio hacia el género humano es porque, simplemente, somos obra de Dios, y ellos no pueden tolerar ni admitir nada que sea obra divina, excepto a ellos, obviamente, porque en sí anidan las pasiones típicamente pecaminosas: soberbia, odio, envidia, egoísmo... Todos esos pecados destruyen al hombre y su relación con los demás porque provienen de nuestro lado "carnal", condenado, "demoníaco". Por eso cuanto más el hombre se deja influir y recurre a ellos, más le dominan, porque facilita las influencias demoníacas. Esto es algo probado no solo antropológicamente, sino también desde el punto de vista psicológico.

Por eso, una de las armas más eficaces que poseemos para luchar contra ellos es la humildad. Cristo nació, vivió y murió pobre, e incluso "no tenía dónde reclinar su cabeza", dándonos muestras de cómo tiene que vivir el auténtico cristiano y en todos, absolutamente todos, los tratados religiosos de importancia y valiosos, recomiendan y aconsejan la humildad.

La soberbia es el pecado por el que Satanás es conocido, de hecho fue el pecado de soberbia lo que le llevó a alejarse de Dios, así que para no caer en ese pecado el hombre ha de ser lo más miserable posible. Ahora bien, hay diferentes grados "de miseria". Uno de ellos es la miseria a la que te obliga la vida: falta de medios de subsistencia, falta de trabajo, nacer en un país pobre... Este estado de miseria no nos da de por sí la humildad evangélica a la que nos referimos. Obviamente, el pobre está más cerca de Dios, de sus gracias y de la salvación, y es en alto grado uno de los preferidos del Señor. Hasta tal punto que podríamos decir que todos los santos fueron más o menos pobres, de una forma o de otra, pero por supuesto no todos los pobres son santos. Todos conocemos pobres drogadictos, borrachos, ladrones... Que son unos grandes pecadores, e incluso pobres que, aún no teniendo nada, no tienen tampoco humildad, de hecho puede que tengan hasta una gran soberbia.


La pobreza "celestial" no es solamente un estado físico y material de las cosas (que sí lo es, pero no solo, insisto), sino una elección personal. San Francisco de Asís y San Agustín son usados a veces como buenos ejemplos de personas que, pudiendo tenerlo todo, se abajaron hasta tal extremo que se convirtieron en pobres entre pobres; pero otros muchos santos podríamos nombrar, que no tenían nada excepto una confianza ciega en el Señor: la pasionista Santa Gemma Galgani, San Juan Bosco... Fueron pobres, tremendamente pobres, y tremendamente humildes y miserables en vida (siempre atendiendo a la miseria como el estado de pobreza absoluta, y no a la miseria espiritual, que no tiene nada que ver).

Por eso la miseria es bien diferente entre una miseria aparente, una miseria por falta de cosas materiales, o una miseria interior, por propia elección. Una miseria evangélica. Muchos son los religiosos (consagrados o no, seglares o no) que piensan que son miserables, e incluso pasan su vida como si lo fueran, pero eso es muy diferente al abandono en el Señor que tiene un auténtico pobre evangélico. Una miseria de ese tipo es realmente abrumadora, asusta porque nos vemos totalmente abandonados de todo auxilio, solo mantenidos por el gozo y una confianza ciega en el Señor. En muchas ocasiones la realidad es que una miseria de esos extremos no podría apenas soportarse sino fuera con el auxilio y el soporte de Dios, porque el hombre, que empieza a darse cuenta de la realidad de su nada, se sume en un pesar y un horror tan profundo que moriría de dolor. Por supuesto solo la gracia divina le sustenta ya en ese estado, y son pocos los que llegan a él aunque, una vez en él, el darnos cuenta de nuestra "nadería" nos resulta tan arrebatador que, para sostenernos, no queda más remedio que arrojarse confiadamente y sin medida en los brazos del Creador.

Dios, en su benevolencia, ideó desde la creación del mundo un plan para salvar al género humano de la perdición eterna, es decir: un plan para expiar sus pecados. Como el delito es infinito (la ofensa se mide por el grado de nobleza y autoridad que tiene la persona a la que se le hace, y no solo por la ofensa en sí, y en nuestro caso la ofensa era infinita porque se le hace a una Persona infinitamente digna de gloria), el hombre por sí mismo no podía hacer nada para resarcirse, porque algo que es menos que Dios no puede satisfacer a Dios. ¿Quién, pues, podría hacerlo? El mismo Dios, y ahí es donde entra la Pasión y muerte de Cristo.

Nuestra miseria, por tanto, es inenarrable y, como diría San Antonio María Claret parafraseando a San Francisco de Asís, somos incluso "menos que nada puesto que la nada no ha pecado, y yo sí".


La miseria evangélica no es, por tanto, una obligación inevitable por nuestra situación material, sino una opción de vida que hace el cristiano al darse cuenta, o revelársele, la realidad de su existencia. Es una experiencia de vida que va más allá de ser o querer parecer ser humildes porque, cuando nos damos cuenta de la realidad y de la autenticidad de lo que en el fondo somos, sentimos un miedo atroz que nada puede disipar y ante el cual nos abajamos y acongojamos totalmente, y en el que sólo la bondad de Dios nos puede sostener para que no sucumbamos.

Esta innegable verdad choca de pleno y de frente con las modas de hoy y lo que nos dice la sociedad: "eres muy importante, ínflate a ti mismo", "vales mucho, confía en ti y que todo lo puedes", y mil boberías más, que son la moda hoy como antes lo era el psicoanálisis.

Negado a Dios y tras darle totalmente la espalda, al ser humano sólo le queda considerarse a sí mismo eje central y artífice de toda la creación, aunque tanto la historia arqueológica como la astronómica nos grite constantemente la nadería que somos.

Pero no importa, porque inflados ya como globos, esas personas no ven nada más en los espejos que a ellas mismas, y quizá un poco a todo aquel que les resulte útil para conseguir sus interesados e inmundos propósitos: medrar, crecer, lograr ser más que aquél o que aquél otro, que todos me envidien, que todos me adulen, que todos me quieran o hablen bien de mí. Respeto humano, idolatría y altanería, nada más buscan, en realidad.

Obviamente sin Dios, el peligro al que se enfrenta el ser humano que descubra y confirme lo poco que en la escala real es, se vuelve una gran amenaza, en forma de enormes inseguridades y dramáticas depresiones y angustias. Y eso aún considerando lo poco que es en una escala superficial, porque si se diera cuenta y se negase a sí mismo, su miseria y desesperación no tendrían rival, serían brutales.

Pero si nuestra miseria y desgracia son inimaginables, compensó en mucha más medida el amor de Dios, y es por ese amor por el que hemos sido salvos, desde luego no por nuestros merecimientos.


¿Qué podríamos decir, pues, de la debilidad humana, de sus enormes limitaciones? Visita cualquier hospital, mira cara a cara a la fragilidad humana, contempla cómo el virus más insignificante o la fiebre más pequeña postran al hombre en una cama y lo convierten en un saco de huesos de deshechos, clamando un poco de atención y piedad. Aquel que en las fiestas bailaba y bebía ayer como si no hubiera un mañana, hoy apenas puede sostenerse en pie con ayuda de un bastón en sus temblorosas manos. Aquél que compraba y vendía, vestía elegantemente y disfrutaba mientras seducía y se dejaba seducir por el marketing y la imagen, hoy no puede dar dos pasos, ni sentarse sin ayuda. Mira aquel que batía récords de audiencias en competiciones de atletismo o que reunía a miles de seguidores con sus películas, hoy convertido en una caricatura de sí mismo, apenas recuerda las mieles del éxito, de hecho apenas recuerda ya ni cómo ponerse unos pantalones; no le pidas siquiera que se ate los cordones de los zapatos. Eso es a dónde van a parar los mortales, así es el género humano en su esencia, esa es la gloria, la grandilocuencia, la codicia, los sonoros discursos y faustos. Eso es el hombre, y la historia la repetirá generación tras generación, todos creerán encontrar la llave y la solución en la alquimia, la ciencia o la brujería, mientras el espectáculo continúa y las desgracias y penas se suceden una tras otra.

¿Y para qué tanto esfuerzo y tanta búsqueda de reflejos de felicidad? ¿Una comodidad de hoy, una mujer deslumbrante, una buena cena? Y mañana un nido de gusanos cuya tumba, ya olvidada, no contendrá ni tus sueños más insignificantes. Y luego, a la hora de rendir cuentas, ¿qué responderás cuando quieran saber qué hiciste con tu vida? ¿Te enrojecerás ante los coros angélicos? Claro, como nunca pensaste en ello, acabarás con los que fueron tus cómplices en vanos trabajos y en tontos esfuerzos: en la tierra de desgracia, donde tus lágrimas no podrán apagar el fuego de tu arrepentimiento. Pero será demasiado tarde y allí, entre demonios, ya no habrá remisión: esa oportunidad ya se te dio a ti, ya ha pasado, nunca volverá, y ya la has desperdiciado. Ahora solo tendrás un motivo para vivir: tu orgullo. Hínchate de él todo lo que quieras hasta que revientes, en estúpido bufón de demonios quedarás convertido. Majadero maldecido que no veía ni lo que tenía ante los ojos. No podrás decir, al menos, que nadie fue benevolente contigo y que no se te dijo, porque eso, eso sí, de miles de formas fuiste muy advertido.


Ludobian de Bizance | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

1 comentario:

  1. El hacer descarriar a un hermano a sabiendas es una de las mayores miserias que puede tener un humano, síntoma de la bajeza y depravación demoníaca que impera en el mundo actual.


    *Romanos 1:18
    18 Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad;

    La otra miseria humana es vivir entre tinieblas, sin creer en el Evangelio Cristo, el salvador, que vino al mundo para salvar del pecado mortal a todos los que creen en Él.

    *Juan 3:36

    36 El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.



    Así que pocos serán los salvos, la mayoría pasará una miserable eternidad entre lamentos, gemidos y rodeados de fuego,la gente no conoce a Dios y por eso no le teme, el temor de Dios es el principio de la sabiduría y de la salvación.

    *Lucas 13: 23-28

    23 Y alguien le dijo: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo:
    24 Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán.
    25 Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois.
    26 Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste.
    27 Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad.
    28 Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos.


    *Proverbios 9:10

    10 El temor de Jehová es el principio de la sabiduría,
    Y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia. 

    Amén

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