Tras recibir a Cristo y adorarle durante algunos minutos de silencio, podemos decirle:
Vos sois ahora, ¡dulce Jesús!, el dueño de mi corazón, pues os habéis dignado tomar posesión de él, escogiéndolo para vuestra morada.
¡Bendita sea, Señor, tu gran misericordia!, y permitidme daros mil veces rendísimas gracias por la institución de este Divino Sacramento, banquete celeste preparado por vuestro amor para pobres desterrados como nosotros, que sólo debieran alimentarse con lágrimas.
Vos lo habéis querido, Señor, Vos habéis hecho esa admirable obra, en que brillan vuestro infinito poder y vuestra bondad inextinguible. Sea así para gloria de vuestro Santo Nombre; pero libradme de que la unión que he tenido la honra y la dicha de contraer con Vos, sea semejante a la de una rama seca con la cepa de la viña.
¡Oh, mi Dios! ¡Oh, mi luz! ¡Oh, mi bien! ¡Oh mi todo! Ilustrad mi espíritu, cambiad mi corazón, arreglad mi vida, domad mis pasiones, reinad para siempre sobre mi ser, que os entrego y dedico postrado en vuestra presencia, y no os olvidéis, el día en que como soberano Juez vengáis a pedirme estrecha cuenta, de que os habéis servido entrar hoy en mi corazón para perdonarlo, poseerlo y santificarlo.
Que todos los Ángeles, que todos los Santos -y muy especialmente su gloriosa Reina, vuestra bienaventurada Madre- me presten sus corazones para adoraros y amaros, y sus voces para alabaros y bendeciros, mientras pongo sobre vuestro altar de propiciación todos los pecados de mi vida, a fin de que los consumáis en el fuego de vuestra infinita caridad.
Amén.
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