Señor Dios mío: os pido rendidamente perdón por todas las culpas que he cometido contra Vos, contra mi prójimo, contra mí mismo, y que me habéis dispensado la merced de hacerme conocer. Sumergido me veo en la miseria, porque mis iniquidades se levantan sobre mi cabeza, agobiándome como un peso insoportable (Salmo 37).
Tened, pues, piedad de este miserable pecador, escuchad mi humilde confesión y no me castiguéis en vuestra cólera (Salmo 37).
Ved aquí que yo me pongo en vuestras manos, y me entrego a vuestra voluntad. Tratadme según vuestra gran misericordia, y no según mi malicia.
¿Qué podría hacer yo para satisfaceros, Señor Dios mío, sino tener dolor de mis pecados, y dolor también de no sentirlo más grande?
Sólo Vos podéis borrar mis pecados, con la multitud de vuestras bondades, y crear en mí un corazón puro; no me rechacéis, pues, de vuestra presencia, ni me retiréis vuestro Espíritu Santo. Ved cómo el enemigo ha perseguido mi alma y me ha humillado sobre la tierra toda mi vida. Elevo mis manos hacia Vos, y mi alma está a vuestra vista como tierra sin agua (Salmos 50 y 142).
Hacedme sentir ya vuestro socorro, mostradme la vía por la que debo caminar, y dadme lágrimas de penitencia que laven todas mis manchas, y hagan fructificar mi corazón endurecido y árido.
Estas gracias os pido, Juez soberano, que sois también mi Padre benignísimo, y en impetración de ellas os ofrezco de nuevo la vida, pasión y muerte de mi Redentor Jesucristo, a cuyas llagas me acojo, y en cuyo corazón deposito todas mis súplicas y necesidades.
¡Sí, mi Jesús!, allí es donde me conviene vivir y morir: en ese abismo de amor quiero sepultar mi alma. Recibidla, guardadla, vivificadla, y sea todo en gloria de vuestro Santo nombre. Amén.
(Ahora se reza una salve, y ser recita el verso eucarístico siguiente:
"Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar.
Sea por siempre bendito y alabado").
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