Viernes, 31 de agosto de 1900
Corrí la mañana siguiente a recibir la Comunión, pero no pude hablar nada, estuve todo el tiempo en silencio: el dolor de cabeza no me dejaba. ¡Dios mío, cuánto suelo faltar en esto! Jesús no escatimó conmigo nada, y yo, por no padecer, procuro evitar hasta el más leve movimiento. ¿Qué dirás, oh, Jesús, de esta mi desgana y mala voluntad?
Toda la mañana la pasé descansando. Por la tarde nada me costó el volar a Jesús: me quitó las espinas y me preguntó si había sufrido mucho.
- Oh, Jesús mío - exclamé -, el sufrimiento empieza ahora, cuando tú te alejas. Ayer y hoy he gozado mucho, porque me veía cercana a ti; pero desde ahora hasta que vuelvas, no haré sino padecer.
Le suplicaba:
- Ven, Jesús mio, ven más a menudo: seré buena, obedeceré siempre a todos. Dame gusto, Jesús.
Al hablar así, sufría porque Jesús poco a poco me iba faltando.
Al fin, pasado un ratito, me dejó sola y otra vez en el acostumbrado abandono. Al atardecer me fui a confesar, y el Confesor, creyendo que no estaría bien, porque había sufrido un poco, me mandó ir a la cama inmediatamente apenas entrara en la habitación, y que durmiese, sin hablar con el Ángel de la Guarda (hay veces que pasamos hablando horas enteras).
Me fui a la cama, pero no podía coger el sueño, de la curiosidad que tenía: quería preguntar muchas cosas al Ángel de la Guarda y esperaba que él me las dijera por sí mismo, pero, ¡no!..., me dijo varias veces que durmiera. Por fin me adormecí.
Santa Gemma Galgani | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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