Lunes, 20 de agosto de 1900
Ayer ([Ayer, 19; la santa escribe el 20]) durante el día tuve ocasión de hablar con el Ángel de la Guarda; me reprochó sobre todo mi desgana en la oración, también me recordó otras muchas cosas, en especial lo que toca a los ojos, amenazándome severamente.
Ayer tarde en la iglesia me volvió a acordar lo que me había dicho por la mañana, diciendo que tendría que dar cuenta a Jesús. Por último, antes de ir a la cama, en el momento de darme la bendición, me avisó de que Jesús iba a permitir al demonio me diera un grave asalto, y ello porque había sido durante algunos días algo descuidada en mis oraciones. Me avisó también que el demonio haría lo indecible para impedirme orar, en especial mentalmente, durante todo el día, y que quedaría privada de sus visitas (quiero decir de las del Ángel de la Guarda), pero sólo por hoy.
He recibido la sagrada Comunión, ¡pero cualquiera sabe en qué estado! Estaba muy distraída, el pensamiento volaba a lo ocurrido durante la noche, esto es, un feo sueño, que reconocí preparado por el demonio.
¡Oh, Dios, el momento del asalto ha llegado, ha sido muy fuerte, casi diría terrible! Ninguna bendición, ningún escapulario bastaban para hacer cesar la tentación más fea que pueda imaginarse. Era tan horrendo (el demonio) que he cerrado los ojos y no los he abierto, sino cuando me he visto totalmente libre.
Dios mío, si no he pecado, sólo a ti te lo debo. Gracias te sean dadas. ¿Qué decir en esos momentos? Buscar a Jesús y no hallarlo es una pena mucho más grande que la de la misma tentación. Lo que pasó en esos momentos sólo Jesús lo sabe, que a escondidas me mira y se complace. En un momento en que parecía que la tentación iba a tomar más fuerza, se me ocurrió invocar al Santo Papá de Jesús, gritando:
- Eterno Padre, por la Sangre de Jesús, líbrame.
No sé lo que sucedió: ese diablazo me dio un empellón fortísimo, me arrojó de la cama, y me hizo dar con la cabeza en el suelo, causándome vivo dolor; perdí los sentidos y así permanecí en tierra, hasta tanto que volví en mí, que fue bastante tarde. Gracias sean dadas a Jesús, pues también hoy ha pasado del mejor modo qué él ha querido.
Lo restante del día lo he pasado muy bien. Esta tarde, como suele sucederme muchas veces, me han venido a la memoria todos mis graves pecados, pero con tanta enormidad, que he tenido que hacerme gran violencia para no llorar.
Sentía un dolor vivísimo, como nunca lo he sentido. El número de ellos sobrepasa con mucho a mi edad y mi capacidad; lo único que me consuela es que siento por ellos vivísimo dolor, y quisiera que este dolor no se borrara nunca de mi mente y que jamás disminuyera. ¡Dios mío, hasta dónde ha llegado mi malicia!
Esta tarde, si he de decir verdad, esperaba a Jesús, pero ¡en vano!, no ha venido nadie. Sólo el Ángel de la Guarda no cesa de vigilarme, instruirme y darme sabios consejos. Se deja ver varias veces al día y me habla. Ayer me acompañó durante la comida, pero no me hacía fuerza, como me hacen los demás ([Esta visible y solícita asistencia del Ángel de la Guarda a nuestra Santa sirve para demostrarnos lo que el Ángel Custodio hace con cada uno de nosotros de un modo invisible. Semejantes y tan extraordinarias muestras de ternura por parte de los ángeles no son nuevas en la vida de los santos. Baste recordar a San Víctor, celebrado en los escritos de San Bernardo, al que los ángeles guisaban la comida y alegraban la mesa con música suavísima (Monologium Benedictinum, 26 de febrero), y Santa María Francisca de las Cinco Llagas de Jesucristo, terciaria profesa alcantarina, de la cual se lee que, rendida de una vena que se le había dilatado en el pecho, se veía imposibilitada para hacer nada, y el Arcángel San Miguel la ayudó a meterse en la cama, le cortó el pan, quitándole el cuchillo de la mano y diciéndole que eso no debía hacerlo ella por el indicado motivo (Vita, escrita por P. D. Bernardo Laviosa, C. R. S., Nápoles, 1864, pág. 92)]). Después de comer no me sentía nada bien, y él me trajo entonces una taza de café tan bueno, que curé en seguida ([Muy parecido es lo que se lee de San Felipe Nerf. Estaba el Santo enfermo y no teniendo Julio Petrucci, que lo asistía, un poco de azúcar para endulzar una bebida que le había preparado, vió de repente presentarse un jovencito, que él no volvió a ver jamás, con un terrón de azúcar en la mano; él, sin pensar en nada no se cuidó sino de hacer lo que había pensado. Felipe una vez tomada el agua, volviéndose del otro lado y serenándose un poquito se despertó y dijo:
- Julio, estoy curado-, y levantándose por la mañana, siguió ejerciendo sus funciones. Pensando luego Julio en lo ocurrido, y no viendo más al joven, entendió la bondad de Dios, que había mandado milagrosamente aquel poco de azúcar para socorrer la extrema necesidad de su siervo, creyendo sin duda que aquel joven era un ángel del Señor (Vita, escrita por Pietro Jacomo Bacci Aretino. Roma 1646, pág. 221 s.)]) luego me mandó descansar un poco. Le digo muchas veces que pida a Jesús para pasar conmigo la noche, se lo va a decir; vuelve y ya no me deja hasta por la mañana, si Jesús se lo permite.
Santa Gemma Galgani | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com
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