Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

28.12.17

Todo acaba con la muerte


Finís venit; venit finís.
El fin llega; llega el fin. (Ez., 7).


Llaman los mundanos feliz solamente a quien goza de los bienes de este mundo: honras, placeres y riquezas. Pero la muerte acaba con toda esta ventura terrenal. ¿Qué es vuestra vida? Es un vapor que aparece por un poco (Stg., 4, 15).

Los vapores que la tierra exhala, si acaso, se alzan por el aire, y la luz del sol los dora con sus rayos, tal vez forman vistosísimas apariencias, mas, ¿cuánto dura su brillante aspecto? Sopla una ráfaga de viento, y todo desaparece. Aquel prepotente, hoy tan alabado, tan temido y casi adorado, mañana, cuando haya muerto, será despreciado, hollado y maldito. Con la muerte hemos de dejarlo todo.




El hermano del gran siervo de Dios Tomás de Kempis se preciaba de haberse edificado una muy bella casa. Uno de sus amigos le dijo que notaba en ella un grave defecto. "¿Cuál es?" -le preguntó aquél-. "El defecto -respondió el amigo- es que habéis hecho en ella una puerta". "¡Cómo! -dijo el dueño de la casa-, ¿la puerta es un defecto?". "Sí -replicó el otro-, porque por esa puerta tendréis algún día que salir, ya muerto, dejando así la casa y todas vuestras cosas".

La muerte, en suma, despoja al hombre de todos los bienes de este mundo. ¡Qué espectáculo el ver arrojar fuera de su propio palacio a un príncipe, que jamás volverá a entrar en él, y considerar que otros toman posesión de los muebles, tesoros y demás bienes del difunto!

Los servidores le dejan en la sepultura con un vestido que apenas basta para cubrirle el cuerpo. No hay ya quien le atienda ni adule, ni, tal vez, quien haga caso de su postrera voluntad.

Saladino, que conquistó en Asia muchos reinos, dispuso, al morir, que cuando llevasen su cuerpo a enterrar le precediese un soldado llevando colgada de una lanza la túnica interior del muerto, y exclamando: "Ved aquí todo lo que lleva Saladino al sepulcro".

Puesto en la fosa el cadáver del príncipe, se deshacen sus carnes, y no queda en los restos mortales señal alguna que los distinga de los demás. Contempla los sepulcros -dice San Basilio-, y no podrás distinguir quién fue el siervo ni quién el señor.

En presencia de Alejandro Magno, se mostraba Diógenes un día buscando muy solícito alguna cosa entre varios huesos humanos. "¿Qué buscas?" -preguntó Alejandro con curiosidad-. "Estoy buscando -respondió Diógenes- el cráneo del rey Filipo, tu padre, y no puedo distinguirlo. Muéstramelo tú, si sabes hallarlo".

Desiguales nacen los hombres en el mundo, pero la muerte los iguala (Impares náscimur, pares mórimur), dice Séneca. Y Horacio decía que la muerte iguala los cetros y las azadas (Sceptra ligónibus aequat). En suma, cuando viene la muerte, finís venit, todo se acaba y todo se deja, y de todas las cosas del mundo nada llevamos a la tumba.

Oración:

Señor, ya que dais luz para conocer que cuanto el mundo estima es humo y demencia, dadme fuerza para desasirme de ello antes que la muerte me lo arrebate. ¡Infeliz de mí, que tantas veces, por míseros placeres y bienes de la tierra, os he ofendido a Vos y perdido el bien infinito!
¡Oh Jesús mío, médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las llagas que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y como me arrepiento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Salmo 40, 5).
Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a entender que hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste (Ez., 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los males.
Olvidad, pues, Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante, perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia. ¿De qué me servirían sin ella todos los bienes del mundo?
Dignaos ayudarme, Señor, ya que conocéis mi flaqueza. El infierno no dejará de tentarme: mil asaltos prepara para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis. Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha creado, redimido y amado sin límites. Sois el único que merece amor, y a Vos solo quiero amar.



Felipe II, rey de España, estando a punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto real con que se cubría, le mostró el pecho, ya roído de gusanos, y le dijo :

"Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de este mundo. Bien dice Teodoreto que la muerte no teme las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura; y que así de los vasallos como de los príncipes, se engendra la podredumbre y mana la corrupción. De suerte que todo el que muere, aunque sea un príncipe, nada lleva consigo al sepulcro. Toda su gloria acaba en el lecho mortuorio" (Sal. 48, 18).

Refiere San Antonio que cuando murió Alejandro Magno exclamó un filósofo: "El que ayer hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le bastaba la tierra entera; hoy tiene bastante con siete palmos. Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy unos pocos sepultureros le llevan al sepulcro".

Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la ceniza? (Ecli., 10, 9). ¿Para qué inviertes tus años y tus pensamientos en adquirir grandezas de este mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas grandezas y todos tus designios (Salmo 145, 4).

¡Cuan preferible fue la muerte de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta años en una gruta, a la de Nerón, emperador de Roma! ¡Cuánto más dichosa la muerte de San Félix, lego capuchino, que la de Enrique VIII, que vivió entre reales grandezas, siendo enemigo de Dios!

Pero es preciso atender a que los Santos, para alcanzar muerte semejante, lo abandonaron todo: patria, deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la tierra para no ser, al morir, sepultados en el infierno... Mas, ¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas?

Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no lo hallarán (Jn., 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt., 32, 35).

Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse y dejarse vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance? Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo? Y, sin embargo, se trata en tal ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas.

¿Cómo es posible qué, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?

Oración:

¡Ah, Señor! ¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia! ¡En qué miserable estado se hallaba entonces mi alma! ¡La odiabais Vos, y ella quería vuestro odio! Condenado estaba ya al infierno; sólo faltaba que se ejecutase la sentencia.
Vos, Dios mío, siempre os habéis acercado a mí, invitándome al perdón. Mas ¿quién me asegurará que ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de vivir, Jesús mío, con este temor hasta que vengáis a juzgarme? Con todo el dolor que siento por haberos ofendido, mi deseo de amaros y vuestra Pasión, ¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que estaré en vuestra gracia. Me arrepiento de haberos ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre todas las cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y vuestro amor.
Deseáis Vos que sienta alegría el corazón que os busque (1 Co., 16, 10). Detesto, Señor, las injurias que os hice; inspiradme confianza y valor. No me reprochéis más mi ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.
Dijisteis que no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez., 33, 11). Pues todo lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os busco y os quiero, y os amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro amor, y nada más os pido.
¡Oh María, que sois mi esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!



A la felicidad de la vida presente llamaba David (Salmo 72, 20) "un sueño de quien despierta", y comentando estas palabras, escribe un autor: "Los bienes de este mundo parecen grandes; mas nada son de suyo, y duran poco, como el sueño, que pronto desaparece".

La idea de que todo se acaba con la muerte inspiró a San Francisco de Borja la resolución de entregarse por completo a Dios. Le habían dado el encargo de acompañar hasta Granada el cadáver de la emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales fueron el horrible aspecto que ofreció y el hedor que despedía, que todos los acompañantes huyeron.

Mas San Francisco, alumbrado por divina luz, se quedó a contemplar en aquel cadáver la vanidad del mundo, considerando cómo podía ser aquélla su emperatriz Isabel, ante la cual tantos grandes personajes doblaban reverentes la rodilla. Se preguntaba qué se habían hecho de tanta majestad y tanta belleza.

Así, pues, se dijo a sí mismo: "¡En esto acaban las grandezas y coronas del mundo! ¡No más servir a señor que se me pueda morir!". Y desde aquel momento se consagró enteramente al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en Religión si antes que él moría su esposa; y, en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la Compañía de Jesús.

Con verdad un hombre desengañado escribía en un cráneo humano: Cogitantí vilescunt omnia. Al que en esto piensa todo le parece vil. Quien medita en la muerte no puede amar la tierra. ¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo? Porque no piensan en la muerte.

¡Míseros hijos de Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3), ¿por qué no desterráis del corazón los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la mentira? Lo que sucedió a vuestros antepasados os acaecerá también a vosotros; en vuestro mismo palacio vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están allí, y lo propio os ha de suceder. Entrégate, pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No dejes para mañana lo que hoy puedes hacer (Ecc., 9, 10); porque este día de hoy pasa y no vuelve, y en el de mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada te permitiría hacer.

Procura sin demora desasirte de lo que te aleja o pueda alejarte de Dios. Dejemos pronto con el afecto estos bienes de la tierra, antes que la muerte por fuerza nos los arrebate todos. ¡Bienaventurados los que al morir están ya muertos a los afectos terrenales! (Ap., 14, 13). No temen éstos la muerte, antes bien, la desean y abrazan con alegría, porque en vez de apartarlos de los bienes que aman, los une al Sumo Bien, único digno de amor, que les hará para siempre felices.

Oración:

Mucho os agradezco, amado Redentor mío, que me hayáis esperado. ¡Qué hubiera sido de mí si me hubierais hecho morir cuando tan alejado me hallaba de Vos! ¡Benditas sean para siempre vuestra misericordia y la paciencia con que me habéis tratado!
Os doy fervientes gracias por los dones y luces con que me habéis enriquecido. Entonces no os amaba ni me cuidaba de que me amaseis. Ahora os amo con toda el alma, y mi mayor pena es el haber desagradado a vuestra infinita bondad. Me atormenta ese dolor: ¡dulce tormento, que me trae la esperanza de que me hayáis perdonado! ¡Ojalá hubiera muerto mil veces, dulcísimo Salvador mío, antes de haberos ofendido! Me estremece el temor de que en lo futuro pudiera volver a ofenderos.
¡Ah, Señor! Enviadme la muerte más dolorosa que hubiere antes de que otra vez pierda vuestra gracia.
Esclavo fui del infierno; ahora vuestro siervo soy, ¡oh Dios de mi alma! Dijisteis que amaríais a quien os amase, pues yo os amo; soy vuestro y Vos sois mío. Y como pudiera perderos en lo por venir, sólo os pido la gracia de que me hagáis morir antes que de nuevo os pierda. Y si tantos beneficios me habéis dado sin que yo los pidiera, no puedo temer me neguéis este que os pido ahora. No permitáis, pues, que os pierda. Concededme vuestro amor, y nada más deseo.
iMaría, esperanza mía, interceded por mi!


San Alfonso María de Ligorio | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

2 comentarios:

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  2. Muy cierto, para el hombre natural y mundano el mundo material lo es todo y su recompensa tras su muerte es pasar la eternidad en el infierno, el Señor habla a todos los hombres de diferentes maneras, pero…

    *Romanos 2:4

    4 ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?

    Amén

    Pero la ceguedad y dureza de corazón del hombre lo llevan directo al abismo, él solito se va al infierno tras su muerte.

    *Romanos 2:5

    5 Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.

    Amén

    Para el Señor no hay acepción de personas, la diferencia está en los que se arrepienten de sus pecados y aceptan a Cristo como su salvador y los que no quieren saber nada de Cristo, lo mismo que ocurrió con los dos ladrones en el Calvario, da igual que te arrepientas y sigas a Cristo desde hace 50 años o lo hagas hace 1 día, lo importante es dar el paso, el ejemplo está en la parábola “Los obreros de la Viña”

    *Mateo 20:1-19

    15 ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?

    16 Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros; porque muchos son llamados, mas pocos escogidos.

    Amén

    La mente del señor es tan maravillosa que el humano no la puede comprender, no puede entenderla mentalmente, solo se puede discernir con el espíritu, una muestra de su amor para con nosotros está en la parábola de la oveja perdida y el hijo prodigo, para el arrepentido de corazón y que crea en Cristo aunque sea en sus últimos suspiros de vida le serán abiertas las puertas del Cielo y esto es por la voluntad misericordiosa del Señor.

    Para un cristiano la muerte es ganancia (Filipenses 1:21), no ha de temer ni a la muerte ni a las enfermedades, ya es un pobre en espíritu, no tiene ya nada que perder, es lo más bajo del género humano, lo más despreciado y vil, un Cristiano solo ha de temer al Señor.

    *1ra. a los Corintios 1:25-31

    25 Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
    26 Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles;
    27 sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte;
    28 y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es,
    29 a fin de que nadie se jacte en su presencia.
    30 Más por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención;
    31 para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor.

    Amén

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