Semana en el Oratorio

Desprecio de los bienes mundanos

8.6.17

Jesús, el técnico de ordenadores


Un día soñé que se había ido la luz y que Jesucristo, que estaba ante un ordenador, procedía a repararlo. No me preguntéis cómo llegué a tener ese extraño sueño, pero no viene al caso, de todos modos. Lo que importa es ver al mismo Hijo de Dios, Cristo Jesús, reparando un ordenador. Y me resultó llamativo porque Él, siendo Dios, podría haberle ordenado a la computadora que volviese a funcionar, pero no lo hizo.

Resulta curioso el hecho de que en los momentos cruciales de la vida de Jesús, éste podría haber hecho muchos prodigios. Pero decidió no alterar el destino a su antojo, sino someterse a Dios Padre. Así, tenemos el caso de los fariseos, reclamándole una señal "para creer en él" (Mc. 8,11), o de uno de sus discípulos, enfrentándose con su espada a los soldados y recriminándole el Señor tal gesto porque, si quisiera, llamaría a legiones de ángeles que acudiesen en su ayuda (Mt. 24,53). Y sin embargo el Señor pasó como uno de tantos, simplemente (que no es poco) "haciendo el bien" (Hechos 10,38) .




Es cierto que hizo numerosos milagros curando a enfermos, multiplicando la comida, e incluso increpando al viento y deteniendo tormentas ante el estupor de sus discípulos, que no salían de su asombro. Pero la mayoría de estas cosas las hacía para que tuvieran seguridad en que él era el Mesías, el resto del tiempo la gente tenía que acudir a Él con fe. Es cierto también que Cristo los ayudaba, pero siempre si acudían con fe y creían en sus palabras. Por eso no hacía grandes muestras públicas de poderío, y por eso en su resurrección, tras los últimos consejos y peticiones a sus discípulos para que divulgasen el Evangelio, regresó con el Padre.

Es curioso ver a Jesús tratando de reparar un ordenador cuando nosotros siempre nos vemos inclinados a pedir milagros, a que las cosas se solucionen según nuestros gustos carnales, nuestras comodidades y nuestras apetencias. Sin embargo el Señor insistía siempre en cumplir "lo que estaba escrito", o sea: la voluntad de su Padre. Y todos los santos, si comparten algo común en sus enormes diferencias y carismas, es el someterse siempre a la voluntad de Dios.

Fijémonos en un detalle, en el cual he contado que el ordenador se había apagado por haberse ido la luz. Aún así ahí estaba el Buen Pastor, intentando repararlo. Es un ejemplo bastante gráfico de cómo actuaba Jesús: nunca perdía la esperanza. Para él no había -como para nosotros, por desgracia- casos "imposibles". El hombre, el pecador, hasta el cobrador de impuestos más atado a lo material o el delincuente más pérfido, podía convertirse. Mientras hay vida hay esperanza, se suele decir, y en efecto es así: mientras el hombre se encuentre sobre esta tierra de renovación y en este tiempo de gracia, aún está a tiempo. Aún se derraman las gracias y los favores y puede convertirse.

Es muy tentador para el cristiano de hoy, enormemente tentador, arreglar su vida moviendo las manos como si fuera un mago y a costa de "milagrito tras milagrito", pero ni los más santos obraron así, tuvieron que padecer mucho y sus milagros más grandes era doblegar su cuerpo y su espíritu para someterlo a Dios y ofrecérselo como ofrenda allí, junto a Jesús, en su particular calvario. En nuestra muerte de cada día (porque es bien cierto que, en este mundo, mientras vivimos estamos también muriendo), y mientras nuestra llama de vida se va apagando poco a poco. Al principio no se nota la atenuación de su brillo, pero a medida que pasan más y más años, esa carencia de esplendor de vida natural se va haciendo más patente en nuestros cuerpos.


Los milagros existen, por supuesto, pero el auténtico creyente no basa su vida en ellos. No estamos aquí para mostrar milagros ni la espectacularidad de la salvación, eso dejémoslo a los shows de circo de la televisión y a las películas de ciencia-ficción con paisajes idílicos. En el mundo real las cosas son muy distintas. El milagro de los cristianos es mucho mayor: transformar nuestro ser en su totalidad, para hacerlo agradable a Dios. Es un milagro que se hace a diario, que apenas se nota porque es un cambio paulatino, es una entrega generosa día a día por nuestro amor a Dios. Es un milagro que los mundanos apenas perciben ni valoran (mucho menos tienen en cuenta), pero ¡qué gran milagro! Un milagro enorme. El milagro de nuestra salvación, de la vida eterna. Casi nada. Ni más, ni menos.

Ante eso, ante nuestra propia conversión y salvación apoyados y robustecidos por el Espíritu Santo, todos los otros milagros son minúsculos. Pide al señor milagros, si los necesitas, pero pide sobre todo tener fe y visión para darte cuenta del milagro que Cristo, el Señor, ha hecho y está haciendo constantemente en ti. La transformación en sus seguidores es una obra sublime que hemos de meditar para poder medir, aunque sea mínimamente, la magnitud y valor de semejante hazaña que Cristo, gratuitamente, nos ha conseguido. Darnos cuenta de eso, de que nos ha rescatado con su preciosa sangre, nos haría de inmediato caer en éxtasis y arrobamientos de amor hacia Él y hacia su infinita bondad. Que el buen Dios, nuestro Padre, nos haga ver ese gran regalo que por solo su benevolencia, por su gracia y sin nosotros merecerlo, nos ha otorgado. Amén.

Ludobian de Bizance | Preparación: OratorioCarmelitano.com / OratorioCarmelitano.blogspot.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario